27 de julio de 2006

El propósito veraniego

Ayer cené con una amiga en un restaurante maravilloso de la calle Banys Vells, de Barcelona, llamado El pebre blau. Fue ella, una mujer que ve la vida como a mí me gustaría, una de esas amistades de quienes siempre aprendo, quien me hizo jurarle que desconectaré un poco este verano. Lo necesitas, dijo. La cosa vino luego de que yo me quejara de que voy a pasar casi 15 días —¡Horror!— sin Internet. Pero con ordenador. Yo jamás salgo de casa sin mi VAIO.
Ya sé que os he tenido un poco abandonados últimamente, navegantes.
Dijo ella, antes de abandonar aún más a sus navegantes favoritos. Así pues, hago esa vulgaridad que hace la gente en esta época: me voy de vacaciones. Pero volveré. A partir del 14 de agosto, estaré por aquí. Y prometo a partir del 1 de septiembre no faltar ni un día. Y pensar un poco mientras me tuesto al sol y veo corretear a mis hijos en ciertas sorpresas de cara a la reentré.
Sólo me queda confesaros qué hay en mi equipaje, además de pelotas y pañales: lo último de Vargas Llosa, El atlas de las nubes, de David Mitchell; una antología de Vampiras, de Siruela; otra de ciencia ficción, de Minotauro, Bosque mitago, recomendación de César Mallorquí y la (buena) novela de un (buen) amigo: Amor en minúscula, de Francesc Miralles. Que gusto. Leer, contar las olas. No podéis imaginar cómo, cuánto, de qué modo lo necesito.
Nos vemos por aquí, amigos. Sed felices y regresad con ganas. Qué haría sin vosotros (os contaré en septiembre hasta qué es cierto esto último).

18 de julio de 2006

Memoria de los cafés

Con la vaga intención de un viaje a Berlín para inaugurar el próximo otoño, leo las Crónicas berlinesas de Joseph Roth (Minúscula, 2006), una selección de sus artículos publicados en la prensa durante los años 20. Me encanta, en el apartado Refugios, el capítulo titulado Noche en los tugurios, dedicado a cafés y antros de todo pelaje. Allí habla del Reese, por ejemplo, un local al que, dice el autor «se va», y no «se está» y donde «puedes quitarte el sombrero sin que nadie te mire». Las descripciones de Joseph Roth me parecen lo mejor de sus crónicas. He aquí una muestra:

En el Reese, si eres una señora, llevas siempre un traje de noche, y es probable que el camarero te diga de veras: «La señora dirá». La señora, en cambio, tuteará al camarero.

Aunque de todos los garitos glosados por Roth, me qued con el Albert-Keller, un café «que tiene clientes tan habituales que hasta reciben allí el correo» y que en ciertos aspectos recuerda a un café literario. «Por ejemplo, en el Albert-Keller puede uno pasar toda la tarde durmiendo», dice el autor.
Esta evocación del Berlín de entreguerras me ha llevado a toda velocidad —la memoria tiene estas cosas— a Oporto. A sus cafés y sus calles. He buscado entre mis muchos papeles el cuaderno que escribí durante mi viaje portugués del verano de 2000 y he recuperado las escasa líneas que dediqué a los cafés de la ciudad del Douro y la propia fisonomía de la ciudad:

En cualquier rincón inespero, Porto sube o baja, y es esta fisonomía endiablada la que le confiere su encanto: el de la sorpresa que aguarda al doblar cada esquina. Otras sorpresas minúsculas: el Café Majestic, en Rua Sa Bandeira, de grandes espejos modernistas y camareros que parecen surgidos de la cubierta de recreo de un crucero de lujo. Un café como el Majestic, con piano de cola, querubines artesonados y esa ligerísima decadencia de otro tiempo es que le falta a mis tardes de invierno.

Pienso ahora, al devolver estas páginas a su olvido, que en ciertas tardes de mi vida me refugié en el Café de la Ópera, en las Ramblas de Barcelona, un lugar al que he vuelto con cierta asiduidad, aunque ahora prefiera otros, como el bullanguero Shilling de la calle Ferran o el primer piso de Laie, la librería-café, mucho más burguesa. Perosigo estando de acuerdo con la que escribió ese cuaderno portugués hace seis años: al Café de la Ópera tal vez le sobran sillas y le falte silencio para ser el café de mi vida.

16 de julio de 2006

El último cajón

Estoy en la cocina de mi casa. Escribo esta entrada después de terminar de leer El perfeccionista en la cocina, de Julian Barnes. Algunos libros tienen efectos curiosos sobre sus lectores. Éste, por ejemplo, me ha llevado a inspeccionar qué tipo de cacharros inservibles almaceno en ese "último cajón" que todos tenemos en nuestras cocinas -también el escritor inglés. Después de hacerlo pienso que dice mucho ese cajón acerca de sus usuarios, incluso del tipo de familia que vive en la casa y de los acontecimientos que la han afectado/modificado últimamente. Os insto, navegantes, a que hagáis lo mismo: inspeccionad el cajón de abajo de vuestras cocinas, ese en que vais almacenando todo aquello que no sabéis dónde meter, y atreveos a dejar aquí constancia de lo que encontréis en ellos.
Yo paso a enumerar la ristra de cachivaches inútiles que he encontrado en el mío (pienso ahora que el paso siguiente deberá ser una limpieza a fondo y el traslado de ciertas de las cosas de la lista al contenedor de basura que hay justo frente a mi portal).
-Dos cucharillas (sin desmontar) de las que vienen en la leche en polvo para lactantes Nidina 1 y 2 (una roja y otra blanca. Es decir: una para cada una de las fases de desarrollo del bebé según la casa Nestlé).
-Una bolsa de palillos extralargos de madera para aperitivo (originalmente de 100 unidades, deben de quedar unos 60).
-Un paquete de velitas de aniversario con sus bases (20 unidades, multicolores, marca Roura)
-16 paquetes de palitos de plástico para hacer polos con los petit-suisse (los hay de todos los colores, todos por estrenar).
-6 posavasos de plástico del ratón Mickey, comprados hace más de 15 años en Eurodisney.
-Una mano de mortero de madera.
-3 sobres de infusiones sospechosas. "Finocarbo. Mezcla de hierbas en bolsita filtro", leo, intrigada, en uno de los sobres.
-Un soporte plástico para minipimer.
-Una bolsa de bolsas de basura grandes cierra fácil marca Bosque Verde.
-Un tapón de corcho.
-Un rodillo de madera.
-Algo que parece un peine (verde) y cuya utilidad y procedencia desconozco.
-Un sobre de papilla Blevit Plus con efecto bífidus y Cola Cao, gentileza de la marca Ordesa y caducado hace siete meses.
-3 sobrecitos individuales de Cola Cao, aún sin caducar (pero por poco tiempo).
-Un paquete (100 unidades) de pinchitos plásticos "Party" marca Pap Star.
-3 paquetes de hierbas para cocinar.
-Un rollo de cordel.
-Un salvamanteles de totora comprado en Venezuela hace 7 años (está igual que el primer día).
De todo lo cual se deduce:
-Que hace tiempo que no tomo el aperitivo ni doy una fiesta.
-Que el viaje a Eurodisney pertenece a otra vida incasable con la actual.
-Que hay que volver aVenezuela, aunque sólo sea por comprar utensilios de cocina.
-Que antes de administrarle a mis hijos cualquier muestra gratuita debo leer bien la fecha de caducidad.
-Que no debo tener más hijos.
-Que no soy Julian Barnes (él tiene más glamur y menos prole).
-Que soy una irresponsable por estar escribiendo esto en lugar de hacer limpieza.
Por último, una cita memorable del autor británico acerca de qué cosa es cocinar:
Cocinar es la transformación de una incertidumbre (la receta)
en una certeza (el plato) por medio del ajetreo.
Algún día, navegantes, hablaremos de cocina. Feliz inspección dominguera de cajones.

14 de julio de 2006

Composting (microcuento)

Para el navegante anónimo, por la idea

El compostaje o “composting” es el proceso biológico aeróbico, mediante el cual los microorganismos actúan sobre la materia rápidamente biodegradable (restos de cosecha, excrementos de animales, residuos urbanos tales como vegetales o restos de animales procedentes de mataderos), permitiendo obtener un abono excelente para la agricultura: el compost.

—Oye —anunció uno de los basureros— aquí hay otra. ¿Qué es lo que pasa esta noche? ¿Se han puesto todos de acuerdo para deshacerse de sus parejas o qué?
En el compañero hablaba la experiencia (estaba al filo de la jubilación, apenas dos semanas más de trabajo y sería un hombre libre, deliciosamente doméstico y dormilón).
—Ah, es el calor, que vuelve tarumba a la gente, chico. Échala al camión, con el tío ése que hemos recogido antes.
Dio la coincidencia de que se conocían, aunque no supieran precisar si era sólo de verse por el barrio o había algo más.
Y en la siguiente parada, otro. Junto al contenedor de cristal (el de siempre estaba hasta los topes). Menuda noche de trabajo.
—¡Al camión con él! —animaba el veterano al joven.
—Parece que les divierte. Los jodidos... ¿no oyes cómo se saludan?
—Límitate al trabajo, tú.
Un par de quilómetros después, cerca del mercado municipal, dos chicas. Y bien jovencitas:
—Es que hoy día no se conserva nada... —murmuraba el viejo. Y espoleaba al conductor: —Venga, tío, date prisa, que es tarde y quiero llegar a casa.
Poco a poco, las voces de los de dentro ahogaban el rugido de las tripas feroces del camión. Parecían divertirse mucho. En un barrio de la periferia encontraron una parejita de dumientes acurrucados junto a los contenedores. Sobre sus camisetas se leía: Somos basura.
Ya dentro del camión, la tropa recolectada por toda la ciudad se entretenía en encontrar cosas.
—¡Un tomate! —celebraba alguien.
—Resérvalo para el próximo que se queje del ruido —contestaba otro.
—¡Un zapato!
—A veeeer —contestaban dos o tres.
—Pero el otro no está.
—Ooooohh —coreaban varios.
—¡Un preservativo!
Los gritos de algún vecino despertado en plena noche le daba a alguno la oportunidad de utilizar el tomate. Para el preservativo nunca faltaban ocasiones.
Y de ese modo, sumidos en una algarabía festiva, se alejaban por las calles desiertas hasta alcanzar la planta de tratamiento de residuos, donde les esperaban cintas trasportadoras, las manos enguantadas de una funcionaria con cara de sueño y una sala de espera de asientos de plástico en hilera, revistas de varios meses atrás y fluorescentes que arrojaban una luz muy blanca. El cubo de los desperdicios orgánicos compostables -mondas, cáscaras, sobres de infusiones usados...- quedaba a un lado mientras ellos eran invitados a pasar y sentarse. Canturreaban, se reían los chistes unos a otros, jugaban despreocupados como cachorros. Hasta que una voz metálica llegaba de todas partes para anunciar:
«El primero, por favor».
Y entonces comprendían que su destino era el mismo que el de las cáscaras, las mondas y las bolsitas de té.

13 de julio de 2006

El libro fantasma


¿Qué os parece? ¿Os gusta esta versión alemana en bolsillo, de mi primera novela El tango del perdedor? Pues debo desengañaros, amigos: tal libro, que he reproducido bien grande para hacerme ilusiones de realidad, nunca ha existido y nunca existirá.

Hace seis años, mi primera novela fue traducida al alemán por una editorial llamada Kindler Verlag. La edición fue tan hermosa como efímera. Hace apenas unos meses, escribiendo distraídamente mi nombre en los buscadores de la Red (todo el mundo se distrae como quiere), Deni, mi compañero, encontró en la división alemana de la librería virtual Amazon esa edición de mi libro que tanto él como yo desconocíamos. Podía comprarse, al parecer, pero preferimos emprender otras acciones: le pedí a Sandra Bruna, mi agente, que averiguara quién era el responsable de esa edición y por qué motivo yo no tenía ninguna noticia de ello.
La respuesta, después de su mediación, aún tardó unos días y fue sorprendente: según la editorial que publicó mi novela, esa edición de bolsillo se proyectó pero nunca llegó a realizarse. Por alguna oscura razón, llegó a la mayor librería virtual del mundo, pero jamás estuvo a la venta. Todo eso nos dijeron, por lo menos.
La verdad, los resortes que mueven la conducta de los editores me resultan incomprensibles. Entendí que debía acatar ese argumento y callar. Eso hice, pero transcurridos los días no he podido evitar reproducir aquí una de las más bellas portadas que ha conocido nunca un libro mío. Por lo menos, si está en este rincón, será como si hubiera existido.

Y acerca de ciertos editores... ah, esos enemigos necesarios... ¿qué anecdotario nos quedaría a los escritores, sin ellos?

12 de julio de 2006

Escritores en la cocina

Anagrama acaba de publicar El perfeccionista en la cocina (The Pedant in the Kitchen) de Julian Barnes, un libro ligero y divertido donde el conocido novelista explica sus experiencias entre fogones. No faltan algunas confesiones sorprendentes. Por ejemplo, Barnes dice haber tratado de evitar el consabido llanto de pelar cebollas poniéndose mientras lo hacía ¡unas gafas de soldador! Por si a alguien se le ocurre lo mismo, ya se encanrga el inglés de dejar claro que no sirve de nada: las gafas se empañan y propician los accidentes.
También habla de aquellas recetas con pasos que no nos vemos capaces de seguir (deshuesar un pollo, por ejemplo) o con ingredientes que no sabemos dónde diantre encontrar o de aquellas que nunca dan el resultado deseado o de la relatividad de algunas máximas de los recetarios: por ejemplo, se pregunta el autor de qué tamaño exacto es "una cebolla pequeña" o cuándo se considera que el fuego está "vivo". Todas ellas son cuestiones que los cocineros principiantes se han formulado alguna vez. Él, por cierto, se confiesa esclavo de los utensilios y las mediciones, y dice que jamás será un cocinero instintivo, capaz de hacer cualquier cosa con el primer ingrediente que encuentre en el mercado.
Uno de los mejores capítulos es aquel en que Barnes da varios consejos de cara a la adquisición de libros de cocina. Os los resumo a continuación. Son tan verdaderos que no creo que haya nadie que no haya cometido estos pecados alguna vez. Empezando por mí misma.

1) Nunca compres un libro por sus ilustraciones. (...) Una vez conocí un fotógrafo publicitario, especializado en comida y, créeme, el trabajo de posproducción que hace poco nos mostró a una Kate Winslet con cuerpo de sílfide no es nada comparado con loo que hacen con la presentación de un plato.

2) Nunca compres libros con un diseño artificioso: por ejemplo, uno que tenga las páginas divididas en tres franjas horizontales.

3) Evita los libros con un contenido demasiado amplio -algo que se llame remotamente Grandes platos del mundo- o demasiado restringido: Mariscos del mar de los Sargazos o Maravillas de los gofres.

4) Nunca compres el recetario del chef expuesto a la salida del restaurante.

5) Nunca compres un libro sobrte zumos si no tienes exprimidor.

6) Resístete a la tentación de comprar como recuerdo de unas vacaciones en el extranjero atractivas antologías de las recetas regionales.

7) Evita los libros de recetas famosas del pasado.

8) Recuerda que los autores de cocina no son diferentes de los otros escritores: muchos llevan sólo un libro dentro (y algunos nunca deberían haberlo sacado).

Para acabar, os formulo, amigos navegantes, una pregunta que lanza Barnes en estas páginas: ¿Cuántos libros de cocina tenéis? Hay tres posibles respuestas:

a) No los suficientes.
b) Sólo los necesarios.
c) Demasiados.
Yo me quedo con la c. Y hay muchos que, según la lista anterior, sobran.

Basura (microcuento)

El reflejo de la luna llena al filo de la medianoche se cuela por la tapa entreabierta del contenedor. Aquí no resulta fácil mantenerse en pie. Mis pies se hunden en los blandos desperdicios. Junto a mi tobillo siento el tacto frío y húmedo de algo que bien podría ser una cáscara de plátano o un pañal usado.
Ya ni siquiera siento náuseas. Me asusta pensar a qué horrores seríamos capaces de adaptarnos.
Pienso. Le escuché decir: "De hoy no pasa" en un susurro. Era como si hablara para sí o para su conciencia. Como si pensara que yo no podía oírle.
Luego llegó la otra y preguntó: "¿Qué piensas hacer con ella?".
La otra dejó sus cremas en mis estantes del baño. Ocupó mi parte de la cama. Se apropió de mi delantal ("para la mejor cocinera" en letras doradas). Mi ropa le gustó y decidió conservarla.
-¿Te importaría darme el sujetador que llevas puesto? Me gusta mucho -dijo.
No me importó. Sonrió cuando lo deposité en sus manos. También él. Me pareció que su gesto era de aprobación, por mi docilidad, por mi buen perder.
El resto de mis cosas, las metieron en bolsas grises de autocierre. No se ponían de acuerdo acerca de quién ejecutaba el último movimiento. Quién bajaba las bolsas.
Les dije que no se molestaran. No hacía falta que me acompañaran. Yo misma, además, me llevaría las bolsas con los objetos molestos.
Salí despacio. Les oí dar varias vueltas a la llave. A veces, entran ladrones en las casas mientras los dueños duermen.
No fue fácil entrar aquí. Una vez dentro, el calor es agradable. Él hedor sólo ofende al principio. No creo que me cueste encontrar postura.
Cerrar la tapa o cerrar los ojos será lo mismo.

10 de julio de 2006

Descubriendo a Sonia González Valdenegro

Las antologías sirven para hacer descubrimientos.
He aquí el último: Sonia González Valdenegro. Nacida en Santiago de Chile en 1958, licenciada en Derecho, autora de novelas y libros de cuentos (todos inencontrables en España).
Su cuento Gineceo, incluido en Cuentos chilenos (Siruela, 2006) me ha acercado a su obra. En él se habla de una madre y su relación con sus tres hijos. Cómo ellos viven en un mundo enormemente masculino al que ella se resigna y se adapta. Es un personaje tan real, y son ellos también tan de carne y hueso, machistas pero humanos, también vapuleados por la vida, también alumnos de esta carrera absurda de la existencia. Creo que eso es lo que más me ha gustado de este texto de apenas 10 páginas: su humanidad, su modo de ser espejo de la vida, la verosimilitud como de vecinos, como de amigos de la infancia, que exudan sus personajes... Lo he leído esta mañana en la piscina, fascinada de que alguien sea capaz de trazar un retrato tan verdadero, tan sencillo y a la vez tan emocionante. Me ha gustado tanto que nada más llegar a casa he empezado a rastrear algo de su autora, a quien hasta hoy desconocía, en la Red.
He aquí los resultados de mis pesquisas: su foto, lo primero (pequeña, lo sé, pero no hay otra). Aunque lo más importante es lo que viebe ahora: dos textos. Con un click sobre cada uno de ellos, son vuestros.
El primero da nombre al libro del mismo título, publicado por Planeta Sur en 1993. El segundo está incluido en la antología de Siruela y forma parte de un libro inédito. La versión que aquí os sirvo os conectará con el blog de Hugo Vera Miranda, otro colega incógnito (¡saludos!).
Ahora sólo me falta ver si un blog (éste mismo) sirve también para acortar distancias hasta lo impensable.
He decidido invocar a Sonia. No como se invoca a un muerto, puesto que ella está viva, y lo demuestra en todo lo que escribe.
Sonia, colega, si lees esto desde el mundo real, manifiéstate en este blog. Gente interesante y curiosa pulula por aquí y la admiración, como la amistad, también sirven para hacer descubrimientos.

9 de julio de 2006

Causamos sensación


Aquí nos tenéis: las 5 chicas de Repóker de Damas en nuestra actuación en la Semana Negra de Gijón. Le añadimos a la lectura una mínima puesta en escena y muchas ganas. No se puede negar que quedamos resultonas. Espero que muchos y en muchos lugares tengan la ocasión próximamente de saber hasta qué punto.

En la foto, de izquierda a derecha: Marta Sanuy, Luis García, yo misma, Cristina Cerrada, Pilar Adón, Eugenia Rico y Elena Medel.

Más sobre nuestros dos apretados días en Gijón, en Wan-Tun

8 de julio de 2006

Repóker de Damas


De derecha a izquierda: Elena Medel, Cristina Cerrada, Pilar Adón, Paco Ignacio Taibo II, Eugenia Rico y yo misma.
Esta foto fue el colofón de la rueda de prensa que ayer ofrecimos en el Tren Negro mis insignes colegas de Repóker de Damas (ver entrada anterior) y yo misma. Posamos sonrientes junto a Paco Ignacio Taibo II, el factotum de los negros días de Gijón, un hombre de tal empuje y capacidad que agota a sus invitados en la primera jornada.
En el punto en que hoy empezará a ser mañana ofreceremos un recital peculiar en la Carpa de los encuentros. Tal vez será el primero de muchos. Quién sabe.

Para los insaciable: todo aquí.

5 de julio de 2006

Ilusión negra

Mañana a las 8.10 de la mañana parte el Tren Negro de la estación madrileña de Chamartín. Se dirige, claro, a la Semana Negra de Gijón, que durante los próximos 10 días llenará la ciudad asturiana de adictos al género.
Me ilusiona deciros que mañana yo iré en ese tren. Junto a mis compañeras de Repóker de Damas —es decir: Elena Medel, Pilar Adón, Cristina Cerrada y Eugenia Rico— participaremos la medianoche del domingo en una lectura golfa (el adjetivo es mío, nadie se ofenda). La cosa es otra feliz iniciativa de la gente de Literaturas.com, los mismos que inventaron eso del Repóker, una sección de opinión en la que las cinco tomamos parte, alternativamente.
Me han dicho que el Tren Negro es de las cosas más divertidas que te pueden pasar siendo escritor en España. De momento, está previsto un almuerzo en Mieres y se nos anuncia también una espicha. Los veteranos la esperan como agua de mayo, por algo será. Yo, que debuto en estos asuntos negros, voy contenta como colegiala de excursión. Todo sabe a eso, incluso las habitaciones compartidas que nos esperan en Asturias. Además, me ha tocado una de las mejores compis de cuarto: Elena Medel. Espero que ella no vaya pensando que le ha tocado la plasta.
En mi equipaje, casi sólo hay libros. Los de todos los admirados amigos que encontraré por allí, y cuya firma espero capturar para mi biblioteca, esa que algún día malvenderán mis herederos.
Andaré por allí con ojos y oídos muy abiertos.
Prometo crónica de cuanto vea y oiga, navegantes.

Lost, mi debilidad televisiva

El año pasado me enganché a una serie de televisión. No suelo hacerlo, pero ocurrió. Se trata de Lost, Perdidos, esa historia de unos supervivientes de un accidente aéreo en una isla desierta. El final de la temporada de la serie, que transpiraba cierta improvisación, me enfureció. Rastreando por Internet conocí hipótesis de los guionistas, en connivencia con algunos fans, acerca de cuál podía ser el secreto de los misterios de la isla. (Por si alguien no sabe: desaparecen personas, aparecen osos polares —¡en una isla tropical!—, el tiempo no parece medirse como en el resto de los lugares, hay supervivientes anteriores o escotillas en mitad de la selva. En fin... mucho lío para que alguien no se tomara la molestia de crear un desenlace a la altura de mis expectativas. O eso, por lo menos, pensé entonces. Ya sabemos: lo peor de la ficción es, precisamente, salir de ella, acabar, resolver las cosas (o no hacerlo). Ninguna de las teorías que leí menguaron mi cabreo, más bien todo lo contrario, de modo que me prometí no dejarme embaucar más, renegar, volver la espalda a mi serie favorita. En fin...
Todo esto sólo sirve como introducción a una confesión que me fastidia tener que hacer: he vuelto a caer. Y no puedo evitar que me interesen los personajes, su destino y las extrañas cosas que les siguen ocurriendo en esa condenada isla en mitad de ninguna parte. Incluso encuentro muy guapos, todo un regalo para la vista, a un par de sus actores principales. Ay, creo que no tengo remedio.
Algún otro día hablamos de mis otras dos debilidades televisivas: A dos metros bajo tierra y House (sí, sí, yo también soy adicta al Doctor Borde). Ah, y si contamos a Lorenzo Milá, ya serían tres. Cielos, ¿me estaré vulgarizando?

4 de julio de 2006

Tierra de hielo




¿Habrá algo más fatal que este deseo
de irme a Islandia y recitar sus sagas,
de recorrer sus nieblas?
Son versos del poeta venezolano Eugenio Montejo

Yo también deseo ir a Islandia. Más después de estar allí. A varios miles de metros encima de Islandia, exactamente, como muestran las imágenes.

También en mi vida lo hielos se resquebrajan.

3 de julio de 2006

Más allá


Mi hijo asegura que es un delfín, pero a mí me recuerda más bien al espectro de un delfín. ¿Será su radiografía? Eso estaría muy bien, porque significaría que mi hijo ve más allá de lo que es visible a los ojos: ve en el interior. O por lo menos, se lo imagina.