28 de noviembre de 2008

Juan Cervantes Marsé

Le han dado el Cervantes a Marsé, qué alegría. Le han dado el Cervantes a un gran escritor, un defensor cabal de sus ideas y -no lo niego- alguien a quien admiro como escritor y como persona. Se lo han dado a un escritor catalán que escribe en castellano. Ay. Asunto espinoso, de esos que convoca a los políticos a decir idioteces. Primera idiotez. La dijo ayer el Ministro de Cultura: «Marsé ha contribuido a la defensa en Catalunya de una lengua (el español) que hablan 500 millones de personas».
De entrada, no parece que tenga que defenderse de nada una lengua que hablan ¡500 millones de personas! pero me gustaría explicarle algo al señor Ministro de Cultura. En Barcelona, es raro subir a un taxi y que te hablen en catalán. Si caminas por la calle, y escuchas con atención, sólo una de cada ¿seis? conversaciones (puede que siete, puede que quince) son en catalán. En los restaurantes del Raval, en pleno centro de Barcelona, los camareros no te entienden si les hablas en catalán. Encontrar en el Servei Català de la Salut (¡!) un médico que hable catalán es casi un milagro. Y no hablemos de la justicia. O de algo tan sencillo como el servicio de correos. El catalán es una lengua pequeña por su número de hablantes pero grande por su tradición, su literatura y hasta por el empeño de quienes la hablamos. Un idioma siempre es un patrimonio a proteger, pero un idioma expuesto al bombardeo constante de una lengua más hablada y omnipresente, la lengua tradicional del poder y de los medios de comunicación, necesita sobreprotección para sobrevivir. Y esa sobreprotección es la que no se entiende fuera de las fronteras de Catalunya: la que nos lleva a defender la enseñanza sólo en catalán, el catalán en la justicia, en la administración, en los medios de comunicación y en nuestro día a día. "Quiero poder vivir en catalán", me decía un buen amigo hace poco. Lo decía con cara de tristeza. Justificada tristeza.
Así que, señores políticos, dejen de decir que el castellano está perseguido. El castellano es un coloso, no necesita que nadie venga a protegerle de nada. Menos del catalán, que es como el pájaro arrojado del nido en plena la tormenta.
Pero hablaba de Marsé. Para compensar al Ministro, el escritor ha dicho algo muy oportuno, al hilo de todo esto: "Espero que el premio no tenga intencionalidad política porque yo no defiendo nada ni a nadie, sólo el derecho a escribir en la lengua que me dé la gana". Como es sabido, la "lengua que le da la gana" utilizar a Marsé para escribir es el castellano. O el español, aunque el sinónimo levante más ampollas. La misma, por cierto, en la que "me da la gana" escribir a mí (aunque con salvedades, porque de vez en cuando siento necesidad de escribir en "mi otra" lengua materna, el catalán). Hay catalanes que arrugan la nariz porque Marsé, nacido y criado aquí, escriba en castellano. Hay quien le rechaza sólo por eso. Siempre me ha inspirado ternura esta gente mía que conoce Nueva York o Londres o Tokio como la palma de su mano y que sin embargo no encuentra nada interesante que visitar en Madrid. O que lee en inglés y francés pero nunca se le ocurriría leer lo último de Marsé, a no ser que se traduzca (a Mendoza se le tradujo, ¡cosas veredes!). Me inspiran ternura porque les comprendo bien: protegen lo nuestro, protegen una cultura frágil, históricamente bombardeada, que con razón a veces ha focalizado en lo castellano al enemigo. Hya que recordar que la Cultura, con mayúsculas, está por encima de este tipo de rencillas. Y algunos de nuestros actuales políticos no contribuye, precisamente, a pasar página.
Yo formo parte de esa gente incómoda que siendo catalana de nacimiento y corazón comete la traición de escribir en castellano. Estoy en una incómoda frontera: cuando viajo por España, tan a menudo, me entristezco al comprobar que Catalunya es la eterna malinterpretada, desconocida, despreciada. Me indigno o me apeno, a partes iguales, ante comentarios cazados al azar, en conversaciones. A veces salto, y discuto, trato de luchar contra molinos gigantes: el desconocimiento, los prejuicios, las manías... El problema es que cuando juego en casa me pasa lo mismo: ¿Quién se atreve a considerarme ajena a todo esto por mucho que escriba en castellano? ¿No son las novelas de Marsé algunas de las que mejor han dibujado la Barcelona literaria? ¿No ha hablado siempre de su ciudad, de sus raíces, de su entorno? Y, el tema incómodo: ¿No es Catalunya una tierra maravillosamente mestiza, abierta, tolerante, que sabe hacer la digestión de diversas culturas, idiomas, costumbres...? ¿Qué nos pasa con el castellano, que nos provoca indigestión permanente? ¿No habría una forma de garantizar una convivencia más afectuosa sin descuidar que el catalán no puede descuidarse? ¿De verdad no es posible amar a la vez la literatura catalana escrita en catalán y la misma literatura escrita en castellano?
El tema provoca exaltaciones y, como veis, no me quedo precisamente al margen. De modo que, a modo de conclusión: gracias, señor Marsé, por hablar de lenguas en este día, aunque sea para replicar a una idiotez. Ah. Y felicidades. Con tanta vehemencia, por poco se me olvida.

Higgins a Pickering en My Fair Lady

Why can't a woman be more like a man?
Men are so decent, such regular chaps.
Ready to help you through any mishaps.
Ready to buck you up whenever you are glum.
Why can't a woman be a chum?
Why is thinking something women never do?
Why is logic never even tried?
Straight'ning up their hair is all they ever do.
Why don't they straighten up the mess that's inside?
Why can't a woman behave like a man?
If I was a woman who'd been to a ball,
Been hailed as a princess by one and by all;
Would I start weeping like a bathtub overflowing?
And carry on as if my home were in a tree?
Would I run off and never tell me where I'm going?
Why can't a woman be like me?

27 de noviembre de 2008

Elia (5 años) neologiza

SOÑOLENTO: Dícese de quien lo hace todo muy despacio porque tiene mucho sueño.

PREFERITO: Más que preferido y favorito juntos, claro.

26 de noviembre de 2008

25 de noviembre de 2008

¿Qué tienes en la cabeza?

Fue ver a Woody Allen rodando en Barcelona, y a los barceloneses se les antojó su sombrero verde de pescador. Eso, por lo menos, afirmaban algunos periódicos: que la demanda de sombreros verdes de pescador estaba creciendo en la ciudad condal, y que era necesario hacer lo posible por satisfacerla. Sólo Antoni Obach permaneció inalterable y recordó que en verano lo que se vende en Barcelona son panamás de paja y sombreros de algodón de anchas alas. Será porque las modas no alteran los nervios de este veterano sombrerero al que esto de vender adminículos que cubran las testas le viene de linaje. Obach es la decana de las sombrererías barcelonesas y su escaparate uno de los más fotogénicos e inmortalizados de toda la ciudad. No es de extrañar: tiene ese aire de lugar a punto de desaparecer, de cosa que estamos imaginando porque no es posible que persita.
Sólo he entrado una vez en la sombrerería Obach. Fue en el verano de 1990. Yo era la periodista más joven y más cándida del Diari de Barcelona. La productora había convocado a los medios de comunicación para anunciar la finalización del rodaje de una película de Ventura Pons, una comedia llamada Què t’hi jugues Mari-Pili? De la que no recuerdo nada salvo a Amparo Moreno, que interpretaba a una gitana y quería convertir su interpretación en un homenaje a todos los gitanos de España. La sombrerería Obach estaba patas arriba, invadida por la artillería del equipo de rodaje. Las actrices se refugiaban en el estrecho balcón que daba a la calle y contemplaban la calle del Call, estrecha y bulliciosa como debió de estarlo en la Edad Media, cuando esto era el barrio judío.
No recuerdo haber visto ningún sombrero por ninguna parte.

24 de noviembre de 2008

Una casa para siempre (microcuento)

De pequeña, solía visitar a mi abuela Teresa cada domingo por la tarde. Ella vivía en un piso grande, gélido, habitado por las sombras. Nos refugiábamos en el salón, en la compañía de un televisor y una estufa de butano que siempre estaban encendidos. Ella compraba comida preparada y alargaba la sobremesa hasta pasadas las cuatro. Después, antes de que la tarde venciera del todo, salíamos. Caminábamos sin prisa, ella agarrada de mi brazo, hasta la vieja casa familiar, un lugar grande como un mundo en el que, de pronto, mi abuela había decidido hacer reformas. Nuestra labor de todos los domingos consistía en supervisar el trabajo semanal de los albañiles. Yo la ayudaba a inspeccionar cada detalle, desde la colocación de los azulejos de los cuartos de baño hasta el tono de las nuevas persianas. Nunca hubo que llamarles la atención.
La reforma fue integral, incluyó derribos de tabiques, restauración de mosaicos y renovación del mobiliario y los electrodomésticos. En una de las paredes del salón, mi abuela mandó pintar un mural de enormes dimensiones donde se veía un lago de aguas transparentes custodiado por una cumbre nevada. «Me han dicho que es Suiza», me dijo, y añadió: «Me relaja. Creo que no me cansaré de mirarlo».
Una vez le pregunté cuándo pensaba mudarse a la vieja casa.
«Pronto», me contestó.
Mi abuela tenía una tienda de objetos de regalo que era toda su vida. Día tras día, a las nueve y media de la mañana, abría las puertas del establecimiento. A la una y media se marchaba a casa a comer y regresaba por la tarde, para cumplir con su horario comercial sin un solo retraso. De cuatro a ocho. De lunes a sábado, toda su vida. Sin vacaciones. Si alguien le preguntaba cuándo pensaba descansar, solía responder: «Estoy de vacaciones todo el año». Si alguien le hablaba de cerrar la tienda, o venderla, decía: «En cuanto termine las obras de la casa».
La última vez que visitamos juntas la vieja casa familiar, las obras ya casi habían acabado. Todo presentaba un aspecto pulcro, impecable, de mundo por estrenar. Los azulejos de la cocina formaban una cuadrícula perfecta, que me recordó a la de los cuadernos escolares el primer día de curso. Los electrodomésticos recién instalados aguardaban, en el silencio de las máquinas, tras sus plásticos protectores. En el cuarto de baño no faltaba nada: ni siquiera el cepillo de dientes, también nuevo.
Regresé sólo una vez más, el mismo día del entierro de mi abuela. Me entristecí al descubrir la pátina de polvo que se había acumulado sobre los embalajes sin abrir. Me senté un momento en el sofá del salón, a contemplar el mural de la pared. Mi abuela tenía razón: inspiraba un enorme sosiego. Por un momento, me pareció que ella estaba allí, a mi lado, contemplando el paisaje suizo, y que en sus labios se dibujaba una sonrisa satisfecha.
Mi madre heredó la casa con todo su contenido. Apenas un mes después, decidió venderla. No fue difícil encontrar compradores —una pareja mayor, sin hijos—, que quedaron maravillados con el aspecto que presentaba todo. Valoraron el trabajo de los albañiles y se interesaron por su procedencia, pero no supimos darle razón: sólo mi abuela conocía los detalles.
La imaginé en el sofá, contemplando el paisaje suizo y sonriendo cada vez que alguien alababa la buena calidad de los acabados.

En la imagen de hoy, Teresa, mi abuela, me puso sobre la mesa.

18 de noviembre de 2008

La pared herida


Novembre acosta la felicitat
Joan Margarit
Misteriosament feliç


Noviembre acerca la felicidad, leo en las páginas del libro que me acompaña como un lazarillo. Estoy en la plaza Sant Felip Neri y es noviembre. A juzgar por la quietud del lugar, la felicidad está presente. O tal vez sea otra cosa, parecida, siamesa. El vacío.
La definición científica de vacío habla de energía y repulsa. El horror fue energía en este lugar, y de la repulsa surgió este vacío que lo desborda todo. Desde entonces ese vacío protege esta plaza, esta iglesia, estos árboles indiferente. Los árboles son como dijo Cortázar que eran las estatuas: hay que ir a verles, porque ellos no se molestan. A Sant Felip Neri no sólo se viene a ver árboles: se viene a reencontrarse con ellos en silencio, como se reencuentra una con un amor al que dejó escapar.
La historia de la ciencia es la de la entonación distinta de algunas metáforas, dijo Borges. Estoy de acuerdo, pero en esta plaza no hay metáfora que valga. El horror no se ha consumido.
Cuentan que mientras se rodaba en Barcelona El perfume: historia de un asesino, John Malkovich se sentaba en esta plaza a beber buen vino. Apostaría algo a que antes de llegar aquí, Malkovich desconocía el significado exacto de la palabra «metralla». Después de observar la pared herida, ya nunca más será indiferente a ella.
Fue un 30 de enero de 1938: una bomba. 42 muertos. La mayoría, niños. Las paredes no cicatrizan. Nuestra inocencia, tampoco. La herida siempre estará como recién abierta.
Para soportar la verdad que contiene este lugar hacen falta las metáforas. Al mismo tiempo que la vida, crece la muerte, susurra el poeta desde la página que ha quedado abierta.
Añado que al mismo tiempo que la verdad, crece la máscara.

17 de noviembre de 2008

El debate sobre la eutanasia salta a las páginas de un thriller de misterio


Javier Sauras. AGENCIA EFE. Madrid, 14 nov. - El debate sobre la eutanasia salta desde los periódicos a las páginas de un thriller de misterio, "Hacia la luz", una novela de la catalana Care Santos en la que un médico muy respetado por la sociedad pasa "de ser el ángel bueno de la muerte al ángel exterminador".

La publicación de "Hacia la luz" (Espasa) coincide con el caso de Hannah Jones, una niña inglesa que se ha convertido en portada de todos los medios británicos, al ser denunciada por su médico después de que la joven renunciara a aceptar un trasplante de corazón para prolongar su vida.

"El caso de Hannah plantea el mismo dilema que la novela, porque ella está en su derecho a decidir sobre su propia vida", ha afirmado la escritora en una entrevista con EFE. "Pretendemos hacer pasar a todo el mundo por el rasero de unas creencias muy antiguas; ¡qué horror!".

En "Hacia la luz" el doctor que hace saltar las alarmas de la sociedad es Ángel Febles, "una cara pública muy querida que encierra un lado monstruoso", tal y como le describe Santos.

Febles ya le llevaba "rondando desde hace 12 años" a la autora, quien intentó, antes de "Hacia la luz", darle salida en varios relatos cortos, algo que "no funcionó". Detrás de la "fachada suntuosa" con la que aparece en la novela, el médico esconde "muchos escombros" que se van revelando a medida que avanza la historia.

Los encargados de ahondar en los misterios de Febles son Miren, una triunfadora que "ha pagado con su vida privada un currículum muy brillante", y Quim Quílez, un médico militante de la Asociación Dignidad Final, dedicada a los derechos de los moribundos.

Aunque Miren lleve el mayor peso en la narración de la obra, es Quílez el personaje con el que Care Santos se siente "más relacionada".

"Las conversaciones sobre medicina en la mesa me amargaron la infancia", confiesa entre risas la escritora, hija y hermana de médicos, y que ha vivido sumergida en tratados de neurología y tanatología para desarrollar la novela.

Care Santos contactó con la Asociación por el Derecho a Morir Dignamente, le pasó sus textos a varios expertos en medicina y farmacología para que "corrigieran gazapos", estudió a gurús de la tanatología -un terreno cercano a la parapsicología-, y entrevistó a gente que había estado clínicamente muerta, para redondear la obra.

Después de todas estas experiencias, la escritora ya no se queda "con la explicación científica de que la imagen del túnel y la luz que sobrevienen cuando se acerca la muerte responden a procesos bioquímicos del cerebro".

"La medicina ya ha tenido que alterar varias veces la definición de la muerte", advierte Santos. EFE


La imagen de hoy, de Spalenka

14 de noviembre de 2008

Aitana y las gallináceas

Para celebrar el final de las consecutivas promociones en las que he estado desde hace 5 semanas, en mi última noche en Madrid, decido ir al teatro. Es un milagro encontrar una entrada: están agotadas hace meses. Maribel Verdú y Aitana Sánchez Gijón en el mismo escenario tiran mucho (también están Antonio Molero y Pere Ponce, por cierto). Yo voy más por el texto, que es de Yasmina Reza y se llama Un dios salvaje (Le dieu du carnage). Me gusta mucho la autora francesa. Me gustan sus tramas basadas en malentendidos, las corazas de sus personajes por las que siempre asoma su parte más débil, me gusta cómo muestra lo vulnerables y desquiciados que somos en realidad, bajo esa pátina de hombres y mujeres de mundo, refinados por la cultura, que nos empeñamos en mostrar siempre. Yasmina Reza nos recuerda a cada obra suya: "Cuidado, porque bajo la sofisticación vive el monstruo, uno dentro de cada uno de nosotros".
Hace no tanto, Reza fue mamá. A mi modo de ver, ese cambio en su vida ha supuesto también un giro muy interesante en su obra. Sus personajes son los que eran antes, sofisticados, parlanchines, dados al análisis... -los de Arte, para entendernos- pero ahora tienen hijos, y no hay nada que saque a relucir nuestros instintos más primarios mejor que los hijos.
Hace unos pocos meses vi en Barcelona Tres versions de la vida, un texto en el que dos matrimonios tratan de resolver algunas cuestiones, y de mantener una conversación, mientras el hijo de dos de ellos les interrumpe constantemente porque no quiere dormir. Los personajes no comparten puntos de vista con respecto a la educación, los invitados acaban opinando -y muy duramente- sobre la falta de normas que perciben en la casa y la intromisión les lanza a todos a un combate dialéctico brillante, cargado de sentido del humor, pero en el fondo muy amargo. Toca cuestiones que dan justo en la diana de quienes tenemos algún interés en la educación y, sobre todo, nos muestra tal y como somos, seres de carne y hueso.
Un dios salvaje es hermana de aquella, pero mucho más dura. Aquí la risa apenas surge -aunque constato que el público de Madrid es más risueño que el de Barcelona- y el drama aflora enseguida. Dos matrimonios también, reunidos porque el hijo de uno de ellos ha pegado brutalmente (le ha arrancado dos dientes) al hijo de los otros dos. Intentan ponerse de acuerdo para llegar a una solución, pero no hay acuerdo posible, como se verá enseguida. Intentan ser civilizados, pero no lo logran. Acaban recurriendo a la misma violencia que, se supone, están tratando de evitar.
Es un buen texto, y la puesta en escena, que es de la directora Tamzin Townsend, merece la pena. Fue un buen final de fiesta.


A modo de anécdota, ocurrió algo en la representación de anoche que no he visto jamás en mis ya más de 20 años como espectadora frecuente de teatro. Tres señoras más que maduritas se sentaban en la primera fila. Reían como gallináceas y comentaban constantemente los movimientos que ocurrían en escena. Por ejemplo, si al personaje de Antonio Molero le sonaba el móvil, decían: "Otra vez el teléfono, contesta". Si Maribel Verdú vomitaba, comentaban: "Está mareada, pobrecita". Otros espectadores les chistaron varias veces, pero no hicieron ningún caso. Hasta que de pronto, la muy guapa Aitana Sánchez Gijón se detuvo en mitad del escenario, se volvió hacia ellas y dijo: "Esto es una pesadilla, señoras. No pueden estar haciendo comentarios todo el rato porque nos desconcentramos y nos salimos del papel. Les ruego silencio, muchas gracias". Levantó una ovación espontánea, admirada. Luego, la función continuó como si nada. No, como si nada, no: las gallináceas permanecieron en silencio el resto de la noche. Y es que Aitana cuando regaña, regaña de verdad.

13 de noviembre de 2008

What I Believe, J. G. Ballard


Creo en el poder de la imaginación

para frenar el mundo

para renacer la noche.

Creo en la sombra de la luz.

Creo en nada.




La imagen de hoy, de DeRajkizfakindet, en Flickr

7 de noviembre de 2008

Estáis todos invitados

6 de noviembre de 2008

Cita a las doce y dos

La peor cárcel es la muerte de un hijo. Porque nunca se sale.


De la película Hace tanto que te quiero, escrita y dirigida por Philippe Claudel

4 de noviembre de 2008

De promoción

Qué placer pasear por Las Ramblas bajo el sol, después de un fin de semana de lluvia, lluvia y más lluvia. Qué placer que llueva precisamente cuando puedes pasar cinco horas en el sofá leyendo (por este orden) a Le Clézio, Anna Gavalda y Constantino Bértolo. Qué placer quedar para almorzar con el hombre de tu vida en un japonés escondido. Qué placer tomnarse un té minutos antes de subir al Altaria que te llevará a Valencia. Qué placer leer con el mundo desfilando tras los cristales del tren. Qué placer darse una ducha calentita nada más llegar al hotel. Qué placer imaginar el desayuno de mañana, antes de comenzar la jornada. Qué placer tomar notas para la próxima novela, que ya tiene título. Qué placer hojear un libro recién publicado y pensar que ya no te pertenece. Qué placer imaginar el próximo, ese que de momento sólo es tuyo, con avaricia.


"¿Cuánto descansa entre libro y libro?", le preguntaron una vez a Patricia Highsmith.
"Quince segundos", dijo ella.
Eso es.





La imagen, del folotog de Mady

3 de noviembre de 2008

Comienza la fiesta