25 de diciembre de 2008

La continuidad de las cosas

Me encantan las cosas que se descubren volviendo las palabras del revés, como si fueran calcetines. Navidad deriva de natalis —natalicio, en latín—, de la cual proviene natividad, una palabra demasiado larga para que los siglos no se cansaran de ella. Natalis, nativus, natividad, nadvidad… Se produce alrededor del solsticio de invierno. Para algunos nace un dios. Otros se alegran de celebrar el paso de las estaciones, el inclemente tiempo al cual han sobrevivido una vez más. El motivo es lo de menos, embellecido ante la consecuencia: hace siglos que nos sentamos a la mesa y brindamos por ello. En Grecia, donde se inventó la sofisticación tal y como hoy la conocemos, lo hacían con su mejor vino, casi siempre llegado de las remotas tierras de Asia Menor. La alegría se transportaba al comedor, y la mesa se engalanaba para celebrarlo. Siempre después de que se pusiera el sol, cuando también las prisas del día habían tocado a su fin, cuando en la mesa podía alargarse la conversación, y de ella se podía ir a la cama, como inventaron aquellos antepasados remotos que tanto sabían de las delicias de la vida.
Me encanta celebrar la continuidad de las cosas. Me hace feliz desplegar un mantel navideño pensando que sobre él desmigarán el pan aquellos que más me importan. Veo en ese gesto tan simple de arrimarse a la mesa una rememoración entrañable de las muchas comidas navideñas de mi niñez: ahí está el gesto querido de la abuela que ya no está, la presencia real del bisabuelo a quien no conocí, mi padre contando anécdotas divertidas frente a un plato humeante que huele a gloria, las fuentes repletas de sabores por estrenar o de dulzores emocionantes que siempre me agarraban por sorpresa, las navidades en que fui por primera vez invitada en la casa paterna, y de ahí a las primeras navidades de mi madurez, cuando por primera vez creí decidir el menú —¿fue ese, acaso, uno de mis primeros gestos como persona adulta?— aunque terminé por servir los mismos platos que comí de niña en las navidades que decidía mi madre, igual que me esforcé por encontrarle el punto exacto a cada plato, la perfecta imitación de los sabores que amamos. Y, al fin, la primera vez en que animé a mi hijo a probar sabores nuevos, los mejores, aquellos que, como hicieron los griegos y los romanos, hemos traído de alguna parte sólo con esta excusa efervescente de la celebración que nos une.
De modo que ahora miro esos ojillos brillantes de emoción y les digo: «Prueba, cariño, verás lo rico que está». Y esas palabras lo contienen todo. Los menús de mi madre, de mi abuela y mi bisabuela, las palabras de mi padre durante las sobremesas, los sabores presentes y pasados, el futuro de la mesa que un día engalanarán mis hijos y sobre la que reposarán, como un plato más, los recuerdos que aún no conozco, aquellas en las que ya no estaré y que ya les pertenecerán por completo a ellos, los que amo, y a la memoria. Y a las palabras que inventaron aquellos de los que ya no recordamos nada más.

La imagen de hoy: el reptil de nuestro belén, de hace 3 años.

14 de diciembre de 2008

Libros (y libreros) sin fronteras

De las cosas que más me gustan de mi vida nómada son los almuerzos con libreros. Hace poco he tenido la suerte de compartir pan y sal (qué bíblico me ha salido) con dos de los mejores libreros de este país y en dos almuerzos distintos. Fernando, de librería Estvdio de Santander y Estrella, de librería Oletvum de Valladolid. A Estrella me la reservo para otro post, que da para mucho. Dejadme hoy que os hable de Fernando y de Julián, su encargado de Literatura Infantil y Juvenil.
¿Cómo se reconoce a un buen librero? Lo primero, por el entusiasmo. Por ese brillo en los ojos que se le pone cuando te enseña su librería, cuando te habla de las obras o de las ampliaciones o de cómo coloca sus libros favoritos en una mesa intocable y lucha para que el aluvión de novedades no las desplace de inmediato. Un buen librero, he aprendido, es aquel que cuida con celo su mesa de recomendados. Por supuesto, por lo que contiene esa mesa también se reconoce a un librero de raza, y por sus recomendaciones de sobremesa, por supuesto. Un consejo: jamás desatendáis las recomendaciones de un buen librero.
En un almuerzo reciente en Santander, después de pasar la mañana en Estvdio, una librería-refugio, donde los pasos resuenan sobre la madera y hay rincones dedicados monográficante a Ediciones del Viento, Impedimenta, Anagrama o Libros del Asteroide (por citar algunas editoriales suculentas), Julián me habló de sus filias como lector-devorador de literatura juvenil. Repasamos algunos títulos clásicos de álbumes ilustrados, esa puerta de entrada al mundo de la lectura para los más pequeños: Donde viven los monstruos, Vamos a cazar un oso, Los tres bandidos, Yo... y poco a poco fuimos llegando a otro tipo de clásicos. La Pippi Calzaslargas de Astrid Lindgren, tan repleta de sueños infantiles —empezando por la libertad y la anarquía absolutas en las que vive— que sólo podía ser un clásico, o Historias de Winny de Puh, de A. A. Milne, un libro publicado con esmero por Valdemar —colección Avatares, nº 40— que reúne en un magnífico volumen los dos libros que el autor inglés, íntimo amigo de Barrie, dedicó al oso glotón —Winny de Puh y El rincón de Puh— junto con las ilustraciones originales de E. H. Shepard.
Lo leí ayer, de un tirón, durante un azaroso viaje de regreso desde Valladolid. Y resultó una lectura tan estupenda que este post pretende ser una muestra de agradecimiento a Julián, por recomendármelo. Me reí con las ocurrencias de Winny y su pandilla, disfruté eligiendo a mi personaje favorito, que es el desdichado burro Iíyoo, al que le pregunta Winny en un momento dado: «¿Cómo estás?» y él contesta: «No estoy muy cómo. Hace mucho que no estoy cómo», me pareció acertadísimo el juicio negativo que emite Conejo cuando sabe que al bosque ha llegado un extraño, que es un canguro: «Un animal del que ni siquiera habíamos oído hablar. Un animal que lleva a su familia metida en un bolsillo». Y, por supuesto, me emocioné con la historia verdadera que hay tras el cuento: Milne escribió estos dos libros para su propio hijo, el Christopher Robin real (1920-1996), quien para sus juegos disponía de varios "amigos" de peluche: un oso, un cerdito, un tigre, un canguro y un burro. El final del segundo libro es emocionante, cuando se nos dice que Christopher Robin se va, aunque no se sabe a dónde, y él y Winny se prometen mutuamente ser siempre fieles al recuerdo de lo que juntos han compartido. Es una preciosa alegoría de la infancia y de su final, como el libro está repleto de emocionantes y divertidos guiños a un montón de lugares comunes de la madurez. Es un libro que puede leer tanto un niño como un adulto, aunque Julián —y no sólo él— se lamentan de que la gente no conoce el clásico de Milne y sólo pide el osito Puh de Disney, sin saber que al rey midas del cine para niños casi no le hizo falta añadir nada a la historia original o a los dibujos de Shepard para crear su película sobre el mismo personaje.
Como curiosidad: no hace mucho, en un viaje a Nueva York, me encontré con Winny de Puh y sus amigos, Porquete, Iíyoo y los demás, en la Quinta Avenida. Por algún avatar, los peluches reales con quienes jugaba Christopher Robin Milne
terminaron en la Biblioteca Pública neoyorquina, en el interior de una vitrina, y sus gastados pellejos transmiten una emoción idéntica a la que sentí cuando, ayer muy de madrugada, en el seno de un avión retrasadísimo, terminé de leer el segundo de los libros. De modo que si no sabéis que leer estas Navidades, supongo que a Julián le hará feliz saber que su consejo de librero experto llega también a los lectores de este blog, no menos duchos en tantas cosas importantes, por cierto.

9 de diciembre de 2008

Normalidad, dulce normalidad

La promoción se va terminando (aleluya) y vuelven mis viajes normales: colegios, mesas redondas, encuentros con lectores pero sin pretexto ni cámaras que todo lo ven. No hay felicidad mayor que la de la normalidad. Ni sensación de bienestar más estupenda que la de pensar que durante una temporada no voy a repetir varias veces al día las mismas cosas intrascendentes sobre mí misma. Con una sola compaña de promoción ya me habría bastado para aborrecerme para siempre. Con varias sucesivas (o simultáneas, según), lo menos que podía pasar es que me odie. Si en estos momento me viera llegar por la calle, cambiaría de acera. Qué coñazo de tía.

Tal vez ahí esté la clave de todo. Tal vez sólo escribo para alejarme de mí misma. Es por lo mismo que me gusta nadar, me figuro: dentro del agua mi naturaleza se diluye y el mundo, también, con sus colores, sus olores y sus ruidos. Me gusta hacer planes con mis hijos porque mientras estoy con ellos también soy un poco menos yo: sólo soy la parte de mí que ellos necesitan. Y podríamos continuar, si no fuera muy tarde y el fin de semana de tres días no me hubiera dejado extenuada.
Así que termino concluyendo:
Cosas que aprendí en este puente:
1) cumplir años para detestarse es una desgracia sin remedio
2) el contacto con ciertas estrellas deja un calor brillante en la piel
3) este año se llevan los adornos navideños peludos
4) la normalidad es una droga adictiva que en fechas de guardar crea síndrome de abstinencia
5) a los reyes magos, voy a pedirles unos pies de pato
La imagen: la de siempre, la odiosa, en no sé qué tele de no sé qué sitio

5 de diciembre de 2008

Cita a las doce y dos

Un gran amor, esa cosa impronunciable emponzoñada de trivialidad, probablemente empezó con el deseo de vivirlo.


Cees Nooteboom, ¡Mokusei! (Siruela, 1994)

4 de diciembre de 2008

Nunca reconozco el lenguaje en mi boca ni las palabras escritas
y lo que digo sucede en un discurso perdido o
en uno futuro, no es sino seducción, seducción y ser seducido
y ese miedo que invade al hombre cuando descubre
que grito y eco, gesto y comprensión
todo lo habitual,
es como algo regalado para siempre que de repente puede
extinguirse, y que és está solo
en mitad de la vida.

De En mitad de la vida, de Hermann Broch (Igitur, 2004)


La imagen de hoy, del De Im Here, en Flickr

2 de diciembre de 2008

Ocho maneras de contar


Carlo Frabetti, Antonio García Tejeiro, Ricardo Gómez, Alfredo Gómez Cerdà, Andreu Martín, Gonzalo Moure, Care Santos, Jordi Sierra y Fabra.

Ocho maneras de contar, ocho estilos de escribir, ocho formas de pensar, ocho miradas distintas al mundo y a la literatura.

Ocho escritores que, tras coincidir en El Juego Literario de Medellín (Colombia), descubren que las diferencias son interesantes, curiosas, enriquecedoras y nos lo quieren contar, cada uno a su manera.

Publicado por Ediciones SM.

1 de diciembre de 2008

Soy del club de fans de E & B

Pues es la verdad verdadera: hace unos días me animaron a formar parte del club de fans de Epi y Blas (o Ernie y Bernie, en Estados Unidos; o Enrique y Beto en América Latina)... y acepté. Ahora soy miembro numerario del club de fans de dos amiguitos de trapo que animaron mi infancia. Lo pone en mi ficha, que pueden ver mis (a día de hoy) 177 amigos y lo peor es que no me avergüenza. Imagino que habrá clubes de fans peores a los que pertenecer.
Sí, navegantes, he caído, del mismo modo que un día ya lejano caí en esto y me hice blogger: me he hecho usuaria de Facebook. Lo cual prueba que mi alma virtual es mucho más débil de lo que yo creía. Empiezo a pensar que todo esto no es más que una maniobra de mis enemigos (pocos pero tenaces, a la par que imaginativos) para alejarme para siempre de los libros y sumirme en una ruina total propiciada por Internet.
Sí, el invento es gracioso, te permite contactar de nuevo con gente del cole a quien hace siglos que no ves (algunos siguen igual de odiosos después de 20 años) y tener un contacto rápido, freuente y superficial con muchas personas. Rápido, superficial y frecuente... el paradigma de nuestros tiempos, eso es Facebook. En general, me parece algo divertido y útil, pero también hay algunas cosas que me mosquean un poco.
Y lo que más me mosquea es que Facebook exalta la infantilización definitiva de nuestras relaciones. Ya se sabe que hoy en día la gente quiere ser adolescente a los 40. La juventud se reivindica como un bien valioso, los jóvenes no acaban de crecer ni de asumir que ya no son jóvenes, a la gente le molesta el adjetivo "maduro" -¡con lo que cuesta alcanzarlo!- y, por si no bastara, ahí está Facebook para reducir nuestras relaciones a una adolescencia perpetua. Tus amigos, esos a quienes creías gente sensata, centrada en su trabajo y su familia, incluso escritores admirables, de pronto te envían un mensaje para que te unas a su causa. La causa puede llamarse "Lobotomización de Jiménez Losantos" o "Ahorra agua, dúchate con alguien" (por citar dos a las que me he unido, de modo que soy tan pecadora como ellos). Pueden crear un club de fans de otro amigo a quien apenas conoces y cuyo único mérito parece ser hacerse fotos en calzoncillos (consultables en Facebook) o darte "un toque" (gesto que no sirve para nada, más que para saber que alguien te dio un toque). Pueden agregar fotos para que les veas o enviarte una instructiva encuesta que te permita descubrir qué personaje de South Park, los Pitufos o Bola de Dragón serías si formaras parte de la serie. ¿Suena a pérdida de tiempo? Pues sí, porque lo es: una soberana pérdida de tiempo. Pero incluso eso me parece menos punible que la infantilización de nuestras vidas.
De modo que para reivindicar la madurez que tanto me ha costado conseguir, y en la que me siento tan confortablemente instalada, he decidido aplicar algunas medidas de choque (léase métodos de defensa) en mis relaciones "facebookiles": no pienso unirme a ningún otro club de fans; con el de Epi y Blas basta y sobra. No contestaré encuestas, de ninguna clase. Me basta con las entrevistas de los periodistas que no leen los libros de los que hablan, gracias. Sólo apoyo causas que me despiertan emociones verdaderas, y aún así me lo pienso mucho. El resto, las "ignoro", elegante verbo para decir que paso olímpicamente. Y a los eventos que me invitan, siempre digo que quizá asista, porque la esperanza -y la ocasión- es lo último que se pierde.
"Ignorar". Interesante verbo. Seamos malos e imaginemos la vida en clave de Facebook: ¿cuántas cosas merecerían nuestra ignorancia, de lo que ocurre cada día? Ojalá todo se presentara seguido de la pregunta que es estrella en este juego -que es la vida- del Facebook: ¿Deseas unirte a esta causa? Aceptar. Ignorar. Y yo llevo el cursor, lenta e inexorablemente, con mano segura, hacia lo que debe ser.