31 de enero de 2010

Escritores de mal humor


Esta semana fui a un cóctel con motivo del fallo de un premio de literatura infantil y juvenil y allí coincidí con un viejo colega. Estaba enfadado porque, según dijo, "no hay forma de que las cosas empiecen con puntualidad". Tiene razón, aunque si no fuera por la impuntualidad no estaríamos hablando. Ni habría podido saludar a un montón de amigos, a algunos de los cuales sólo les veo en este sarao y, por tanto, una vez al año. "Si se dice a las siete, es a las siete", apostilló mi colega. Le vi ceñudo, con la mirada algo esquinada. Sé por conocidos comunes que últimamente está algo huraño. Su última novela no vendió mucho, aunque era buenísima (a mí me parece que este amigo mío es uno de los grandes escritores vivos actuales y que precisamente por eso, o sobre todo por eso, vende tan poco). Pero claro, los grandes escritores quieren ser escritores de éxito. Los de éxito quieren ser escritores de culto. Los de culto quieren ser populares. Y los populares quieren ser respetados por sus colegas.
De ello se desprende que el colectivo de los escritores, tengan la edad que tengan y escriban lo que escriban, es uno de los más insatisfechos que existe. Y mi colega es una buena muestra de ello. Lo cual, bien mirado, tiene mucho que ver con el asunto que tanto le perturbaba el otro día, que no era otro que la eterna impuntualidad de las cosas de la vida.
Ay...


La imagen de hoy es de David Kittos, en Flickr

24 de enero de 2010

Ignacio Sanz ha ganado el Ala Delta 2010

Ignacio Sanz, XXI Premio Ala Delta

El autor segoviano Ignacio Sanz, con su obra Una vaca, dos niños, trescientos ruiseñores, ha resultado ganador del XXI Premio de Literatura Infantil Ala Delta, convocado por el Grupo Editorial Luis Vives.

El jurado destacó «el tono fresco y dinámico de la narración, de acentuada oralidad, que recuerda a los cuentos tradicionales». La obra, «de argumento sugerente, muy visual y rica en imágenes», recrea un episodio de la vida del poeta chileno Vicente Huidobro que, de regreso a su país tras pasar unos años en Europa con su familia, se empeñó en llevar consigo varios cientos de ruiseñores para llenar América con su canto.

El libro se alzó con el premio por unanimidad de votos de un jurado compuesto por doña Mª José Gómez-Navarro, como presidenta; doña Marina Navarro, bibliotecaria; doña María Domínguez, profesora; doña Carmen Blázquez, crítica; don Patxi Zubizarreta, escritor; doña Pilar Careaga, jefa de publicaciones de Literatura Infantil y Juvenil de la editorial y don Ignacio Chao, que actuó como secretario.

Más información sobre el autor AQUI

18 de enero de 2010

Respuestas crudas que he dado a una entrevista diferente (¿me habré pasado de sincera?)


¿Qué tipo de formación crees necesaria para desarrollar esta profesión?

Hay dos escuelas de escritores: la vida y los libros. O al revés. Una vez le preguntaron a Montserrat Roig en cuál de las dos había aprendido más y dijo que estaban empatadas. Hay que leer sin descanso, cuanto más, mejor. A los clásicos, a los contemporáneos, a los buenos, a los malos. No hay que olvidar que hay escritores que enseñan a escribir, y devorarlos. Pero también hay que caminar por la calle con los ojos muy abiertos. Y dejar que el tiempo pase. Escribir es, como dijo Pynchon, un largo aprendizaje.


¿Y qué cualidades personales?
No viene mal un punto de obsesión, pienso, y de desequilibrio. Me explico. Cuantos más años pasan, más me convenzo de que no es de personas muy sensatas pasar la vida entera en otro mundo (eso es lo que hacemos los escritores), pensando en algo que no existe ni existirá. Si lo hacemos es porque tenemos necesidad de huir del mundo real, y eso significa que en el mundo real ocurren cosas que no nos gustan en absoluto. La obsesión puede ser buenísima aplicada al trabajo, y de los grandes problemas salen grandes historias, de modo que en eso llevamos cierta ventaja: la literatura se construye con material de derribo. Por otra parte, hay que recordar a cualquiera que quiera ser escritor que la tenacidad es imprescindible. Es una carrera que proporciona enormes sinsabores. Hay que ser terco para que no te afecten. Continuar a pesar de todo. Me gusta pensar en algo así como “El síndrome de Van Gogh”: ser impermeable al desaliento. Van Gogh jamás vendió un cuadro, pero nunca dejó de pintar. Le mantuvo su hermano, pero siempre supo que hacía lo que debía. Eso es.

Una escritora puede ganar al mes de … a … euros.
Una escritrora puede ganar al mes 0 euros. Y eso durante muchos meses, varios años seguidos, mientras empieza y no la conoce nadie. Pero de pronto puede ganar un premio dotado con 50.000 euros, o más, y de pronto parece que ese dinero le da sentido a todo, cuando en realidad no es así: el sentido estaba antes del dinero. Una de las desventajas claras de esto: no saber nunca con qué cuentas a fin de mes. Una de las ventajas: tampoco tienes horarios ni jefes. Si no tienes un buen día, te lo tomas libre y nadie se queja. Si pretendes, como es mi cvaso, combinarlo con la maternidad, puedes disponer del tiempo cuando a tu manera, y pasar con tus hijos los ratos que tú elijas. Claro que también te encontrarás a menudo trabajando hasta muy tarde para recuperar ese tiempo precioso que has pasado con tus hijos. En estos momentos, por ejemplo, mientras contesto estas preguntas, son las 23:48 de un día en que he pasado 12 horas delante de la pantalla y en que después de cenar les he propuesto a mis hijos ver juntos una película. Ellos duermen, yo trabajo.
* La imagen es de jpstanley, en Flickr.

14 de enero de 2010

Huir (otra vez a vueltas con lo mismo)

Quien huye de algo, huye siempre de sí mismo.

13 de enero de 2010

Navy Pier, Chicago: ver las cosas de otro modo sólo cuesta 5 dólares







* Las fotos son de finales de noviembre de 2009

11 de enero de 2010

Sala de prensa


Concurso de opinadores


No suelo hacer mucho caso a las críticas. Las positivas, porque no aportan nada más que hidratos de carbono para el ego. Las negativas, porque una vez extraída la sustancia, no sirven para mucho. De todos modos, suelo prestar más atención a las segundas, porque si están cocinadas por profesionales, sin pasiones que nublen la mirada, suelen dejarte algo de lo que puedes aprender.
Claro que hay excepciones. Está el crítico predispuesto. El que tiene contra ti una ojeriza antigua cimentada en cuestiones no-literarias. Y está el que no lee los libros y a pesar de todo opina (mal) sobre ellos. El que odia todo lo que se vende, de modo que si tienes un mínimo éxito, de inmediato eres sospechosa de algo. El que desprecia a los lectores con sus opiniones que no admiten réplica. En fin. No merece la pena extenderse mucho en este asunto.
Las excepciones a menudo son positivas. Hay críticos que me han hecho ver cosas que estaban en mis libros y de las que ni yo misma era consciente, que han aportado una visión de mi trabajo que para mí ha sido sumamente esclarecedora o que han enriquecido mis ficciones con interesantes aportaciones de su cosecha, que me han hecho ver cuál es la verdadera razón por la que las historias nos fascinan. A ese tipo de críticos, a quienes por fortuna he conocido también en buen número, siempre les estaré agradecida. Y ello -debo decirlo- a pesar de que cometen los mismos desmanes que los otros, aunque de signo contrario: a menudo me ven con excesivos buenos ojos y me convierten en blanco de su generosidad sin límites. Una generosidad a la que con demasiada frecuencia no sé cómo corresponder.
También leo con mucho interés los comentarios de los lectores. Por supuesto, los que me llegan por correo electrónico. Pero no sólo esos. En algunas librerías virtuales piden a sus clientes que opinen de las novelas que tienen a la venta. Reconozco que cuando me dispongo a comprar un libro prefiero que no haya comentarios de ningún tipo. Hace tiempo que me dejo guiar sólo por las opiniones de lectores de mi confianza o por mi propio olfato o necesidad con respecto a un libro o un autor. Pero cuando se trata de mi propio trabajo, la cosa es muy diferente. Me gusta entrar y husmear lo que la gente opina de él. Me encanta -y me admira- el ritual de la pasión, la vehemencia con que la gente defiende sus gustos. Y me divierten mucho los comentarios más negativos, los despiadados, los que mezclan saña con tinta para dejar su impronta. Los leo arrebatada y siempre me parecen cortos y pocos. Los disfruto tanto que hoy quiero, navegantes, compartir con todos vosotros este placer. Aquí van. Pertenecen todos a la sección "Opina" de la Casa del Libro. Os sirvo un menú de ideas preconcebidas y disgusto (imagino que algún ingrediente más habrá, pero no es elegante nombrarlo). Prometo que entre los autores no hay amantes despechados ni acreedores. Por lo menos, hasta donde yo sé.

1)"Una copia descarada de la primera novela de Emily the Strange (...). Si comparas las portadas de las dos novelas te darás cuenta de que la de Care Santos es un quiero y no puedo de la de Emily".
2) "Es tan obviamente similar a Ghostgirl que parecía estar teniendo un dejavu (...), eso sí, se parece a Ghostgirl pero de malísima calidad".
3) "No me gusta que se pase medio libro hablando de lo triste que está la familia de Bel. Me abrurrió bastante".
4) "Se ha perdido el norte. ¿Una campaña de marketing que empieza 3 meses antes de la salida del libro? ¿con merchandising para comprar y con un libro que sólo incluye una mísera canción y una entrevista que está en Youtube? Pero qué es esto, por favor. ¿Y la historia? Una Ghostgirl para españoles, sólo que con una edición horrenda y unos dibujos que dan repelús. Vaya timo".
5) "Una copia de otra novela juvenil que ya ha triunfado, Ghostgirl. ¿Dónde queda la ética profesional? En fin, un libro que no leeré. ¿Se pensarán que los lectores somos ovejas?"

No puedo resistir la tentación de elegir mi favorito, y no es fácil.
Comparto con la número 4 la opinión acerca del cd (no se lo digáis a nadie) y quisiera puntualizar que mi novela no lleva dibujos (con perdón) aunque si los llevara puede que tenga toda la razon y dieran mucho repelús.
A pesar de todo ello, me empecino en elegir el último. ¿No es estupendo ser acusada de plagiaria por un lector que no me ha leído? Espero que por lo menos haya ojeado Ghostgirl. Y que la próxima vez no meta en esto a las ovejas, que no siempre se equivocan, pobres.
Ah, la magia de la literatura.

* La imaginativa foto es de Armando Álvarez, del periódico La Voz de Asturias, y fue tomada a fines de noviembre y en la librería Cervantes de Oviedo.

8 de enero de 2010

Fragmentos de un texto presente o futuro


Sí, es cierto, una vez tuve un amigo. Luego, desapareció. De pronto, sin saber por qué. Ocurre, a veces: la gente desaparece. Amas a una persona, compartes con ella algo importante. Sufres un espejismo de perdurabilidad. Todo amor se proyecta engañosamente hacia un futuro yermo. La estupidez de nuestro optimismo no conoce límites. El cerebro optimista, le llaman a la gelatina que nos engaña desde dentro. No es más que un truco, una argucia para hacernos confiar. La verdad nos haría incapaces. La magia es esa nada que no podemos predecir. Luego, la vida nos extirpa órganos vitales. Sonríe sin dientes y nos dice: «¿Lo ves? Sin esto también respiras, caminas, haces la digestión». Nada por aquí, nada por allá. Es así como de pronto te descubres que estás solo, echando de menos a quien ya no volverá. Telón.

Mi piso barcelonés lo vendí en aquella época, a un editor sueco que buscaba en España soles tibios para su mujer. El día que ambos, el sueco y yo, comparecimos ante un notario de Paseo de Gracia, dijo haber salido de su casa en Estocolmo a una temperatura de veinte grados bajo cero. Los primeros días después de cerrar la venta, el sueco me llamaba para darme noticias de su felicidad recién adquirida:
My woman’s happy here, enjoying the sunlight! We have put a lot of plants in the terrace. This is a wonderful place in the world.
Yo le escuchaba al borde de las lágrimas. En ese lugar concebí dos hijos, pensaba. Miré al cielo apagado de la ciudad un szinfín de veces. Casi siempre fui feliz allí. Mi amigo me visitaba y yo hacía café. Nos sentábamos a charlar entre libros. Reíamos a carcajadas, a lágrima viva. Me pregunto si seguirá riendo de ese modo. Si lo hago yo.
—Cuando la ironía se aleja, la vida se acaba —me dijo mi amigo una vez.
Hablando con el sueco, yo no era capaz de encontrar mi ironía por ninguna parte. Me sentía como si un huésped incómodo hubiera tomado mi casa hasta expulsarme de ella, dejándome en la puerta, como a un perro recién abandonado. Odiaba al sueco, a su esposa y al sol tibio que les hacía tan felices.
Odiaba no poder contárselo a mi amigo, porque la niebla de silencio que nos envolvía desde hacía mucho había terminado por devorar todas las palabras futuras.
Acaso eso fue lo peor, lo que nunca nos perdonamos. El silencio.
Cuando dos personas dejan de comprenderse y comienzan a juzgarse, es imposible que todo sea como antes.
Me fui a vivir al área metropolitana. También aquí miro al cielo. Incluso soy feliz. Se puede ser feliz sin ser inocente.


Hace unos días, descubrí a mi amigo cuando me disponía a cruzar una calle del Ensanche. Él estaba al otro lado, y también aguardaba a que el semáforo cambiara a verde. Fingí no verle. Decidí darle cierta ventaja, como el jugador de ajedrez que cede con gusto las blancas. Miré al suelo, hablé por teléfono. Él me reconoció entre los transeúntes, desvió la mirada, giró sobre sus pasos. Se marchó calle Numancia abajo, en dirección a la estación de Sants. Es un camino que no lleva a su casa, que tal vez no debía tomar, que no habría tomado si yo no hubiera estado allí. Reconocí su gesto. Sólo intentó no cruzarse conmigo, no tener que saludarme.
Le di la razón también en esto. Después de todo -la risa, las palabras, la memoria- saludarnos en mitad de un paso de peatones con una mirada esquiva y una sonrisa circunstancial habría sido horrible.
Siempre es mejor no darle ocasiones a la vida de ponerte contra las cuerdas.
Huir siempre fue uno de nuestros argumentos favoritos.

6 de enero de 2010

La orfebrería de la emoción


El pasado 8 de diciembre tomé el vuelo de Air Nostrum IB 8857 entre San Sebastián y Barcelona que salía a las 17:55 y llegaba a las 19:55. Ocupé el asiento 12C. Fue un vuelo estupendo, que se esfumó mientras terminaba las memorias de Esther Tusquets y apuntaba algunas citas que me habían llamado la atención en mi cuaderno, siempre igual pero sistinto cada cierto tiempo: una Moleskine negra tamaño medio folio, de tapas duras y hojas rayadas.
Cuando llegué a casa reparé -horror- en que había perdido la Moleskine.
Recordé en un fogonazo cómo y dónde la había perdido: la dejé en el bolsillo delantero de la butaca, a la espera de poder guardarla con más comidad. Cuando aterrizamos, se me olvidó.
Aquella noche recordé, una por una, las cosas que había en ese cuaderno. Lo comencé en noviembre, en otro avión. Entre mis muchos rituales, me gusta especialmente el de dedicar los viajes a confeccionar mis cuadernos, a repasarlos, a adorarlos. Esa Moleskine tenía historia desde la primera página, porque lo compré en Miami y lo comencé sobrevolando Estados Unidos, entre Nueva York y Chicago. Le puse un título -cada uno de mis cuadernos lleva uno diferente-, lo numeré -era el sexto-, dediqué las dos primeras páginas a retener las citas de su predecesor de las que aún no puedo desprenderme -siempre lo hago: de algún modo hay en los cuadernos que voy abandonando un montón de cosas que me duele dejar atrás, y además un cuaderno en blanco es mala compañía, de modo que siempre dedico las 3-4 primeras páginas de mis libretas a ese recordatorio, y eso me ayuda a sentirme menos desamparada cuando en todas partes saco mi cuaderno y él me protege del miedo escénico- y a continuación comencé a apuntar cosas de nuevo cuño. En la página 5 anoté mis impresiones que me había causado la ciudad de Chicago por si un día decido utilizarla como ambientación novelesca. En las páginas 7 y 8 apunté cuatro posibles argumentos para 4 posibles novelas que rondaban desde hacía tiempo por mi cabeza sin que me hubiera decidido a retenerlas y que de pronto allí, frente al lago Michigan, cuando bajaba de la noria de Navy Pier me vi en la obligación de apuntar. Lo hice mientras se le encendían las primeras luces a la ciudad, aún poco invernal, y enseguida me sentí mucho mejor. Al día siguiente, saqué la Moleskine en la maravillosa librería Barnes & Noble de Union Square, me senté en la cafetería con una decena de libros que no pensaba comprarme y tomé nota de un montón de citas e ideas escarbadas de ejemplares que ni han sido publicados ni lo serán en España. La mayor parte de las citas hacían referencia al oficio de escribir. Recuerdo que había una que decía: "Ser escritor es como tener deberes por las noches durante el resto de tu vida".
Aún había más en aquellas pocas páginas. Media docena de títulos para los que no se me ha ocurrido aún una novela. Unos veinte nombres para futuros personajes. Un recorte de periódico donde se pasaba revista a las veces que la humanidad ha temido que iba a asistir al fi del mundo (esto era para la novela que estoy terminando), una muñequita de papel que acompañaba un regalo entrañable que me hizo una desconocida en el Hotel AC de Gijón, y un montón de cosas más. Mis cuadernos son cajones de sastre donde se da cita todo lo que me pasa por la cabeza o por las manos y merece la pena conservarse. Eso, considerando que soy una mitómana y una olvidadiza que necesita esta prolongación en tapas de piel negra de su propia memoria. Es decir: apunto muchas cosas, casi costantemente. Y esas cosas son la materia prima con que invento las historias que voy escribiendo.
Pues bien, todo eso se quedó en el avión de hélices que me había traído de San Sebastián. Y yo me quedé desolada, claro.
Al día siguiente comenzamos las pesquisas. Bajo el lema -brújula de mi vida- de que prefiero arrepentirme de lo que he hecho que de lo que no he hecho, y ayudada por mi fiel hada madrina, Mònica, comencé un juego de pistas absurdas con Iberia como escenario. Números de teléfono donde no responde nadie, oficinas fantasma, operarios que no tenían ni idea de lo que les estaban contando, cartas burocráticas donde a nuestra desesperación le habían asignado un número de expediente, operarios que nos aseguraban que ese número de expediente no correspondía a nada o era imposible... hasta que, al borde de la desesperación, y después de describir varios círculos sobre nuestros propios pasos, una señorita nos echó la bronca por no haber reclamado antes el cuaderno, y nos dijo indicó en qué mostrador de qué lugar debíamos recogerlo. Allí me plantifiqué a las tantas de la noche y, después de ser enviada a varios extremos del aeropuerto cual bola de pin-ball -¡qué grande es la terminal nueva de El Prat, carajo!- , tuve que irme a casa con las manos vacías. El lunes volví a la carga, conseguí contactar con alguien que por fin parecía informadoy que me informó por fin...de que por cuestiones "de protocolo", habían mandado mi Moleskine a Madrid, donde podía ir a recogerla al mostrador de objectos extraviados de Iberia.
Y yo, más extraviada que los objetos del mostrador, que me he pasado los últimos tres meses fuera de casa, de pronto no tenía viajes a la vista. Decidí contrartar una empresa de mensajería para recoger mi Moleskine en Barajas, y cuando llevaba tres días esperando a que llegara me llamaron los mensajeros para decirme que no pensaban ir a buscar nada a ese sitio porque nunca les atendía nadie. DE modo que volvíamos a estar como al principio y yo ya empezaba a pensar en redactar una nueva carta para Iberia reclamando, además de mi Moleskine, mi paciencia, por si estaba también en la oficina de objetos extraviados de Barajas...
Hasta que un señor me llamó por teléfono y me preguntó por favor si podía hablar con Henry Miller. Fue un punto de inflexión, una señal. El espectro de Henry Miller había tocado la conciencia del custodio de las cosas perdidas de Iberia. Loado sea Miller y, de paso, el custodio.
El señor, que dijo ser de Iberia, llamaba a mi número de teléfono porque lo estaba leyendo en la primera página de un cuaderno que alguien había olvidado en un avión, dijo.
Es una parte importante de mi ritual de empezar un cuaderno: apunto mi teléfono y mi correo electrónico, por si un día lo pierdo y alguien lo encuentra. Hasta ahora nunca había escrito nada debajo de esos datos. A partir de este momento escribiré también: "Se gratificará". Creo que todo habría sido más fácil si hubiera dejado claras ciertas cosas (involucrar al poderoso caballero en este asunto, por ejemplo).
Pero volvamos al amable señor (porque fue muy amable) que marcó mi número y preguntó si yo era Henry Miller.
"Aquí pone Heny Miller", dijo, mientras yo recordaba una de las citas que tomé en Union Square y daba saltos de alegría. Y me informó de algo más: existe otro modo de recuperar los objectos que se pierden en los aviones. Una vez al semestre, por lo menos, Iberia organiza una curiosa subasta con todo el material que la gente olvida. Es de lo más curioso, me dijo, hay desde piernas ortopédicas, muletas, juguetes o ropa interior. Salen a subasta por lotes y cualquiera puede pujar por ellos. Algunos son muy económicas, me explicó. Imaginé mis ideas subastadas junto con una pierna postiza, un bastón de setero y una faja de la talla 60, y por poco me da algo. Por fin, le prometí al caballero telefónico que alguien iría en las siguientes 24 horas a buscar mi cuaderno y le pedí por favor -creo que varias veces- que lo pusiera a buen recaudo hasta que llegara mi brioso emisario. Creo que después de hablar conmigo debió hojear mi libreta de otro modo, movido tal vez por la curiosidad que le despertó mi actitud. Espero que mis ideas para futuras novelas fueran de su agrado y desde aquí le mando un saludo cariñoso.
El caso es que mi adorado suegro pasó por mi cuaderno al día siguiente. Eso fue el 28 de diciembre y podría ser una broma, pero por fortuna no lo es. Mi suegro se llevó la regañina del personal de Iberia en última instancia (otra vez por no habermnos preocupado antes, siempre según ellos, claro), pero recuperó mi tesoro de piel negra y hojas rayadas. Ayer me lo trajo a casa, como un Melchor inesperadamente generoso y mágico. De modo que hoy los reyes me han traído mi Moleskine, mi cuaderno número 6, y he recuperado las citas, las ideas, la ciudad de Chicago, mi ratito maravilloso en Union Square y muchas cosas más.
Leo en el último libro de José Luis Piquero que durante 12 años se ha preocupado mucho de los procesos que dan pie a la escritura, de la génesis de las ideas y de los sentimientos, de la lenta orfebrería de las palabras, que jamás empieza en las palabras mismas. Pues bien, eso es lo que contienen mis Moleskines: la orfebrería de la memoria y de la emoción. Por eso estoy feliz de haber recuperado todo eso y quiero dedicar este post a Mònica Montaña y Dionisio Olmedo Val, que a mis ojos se han convertido en verdaderos héroes clásicos, tenaces, empecinados, luchadores infatigables, vencedores de cíclopes... y todo gracias a los usos y costumbres del amable y regañón personal de Iberia.

2 de enero de 2010

Censo infernal


Me documento leyendo tratados de demonología. Descubro que una de las mayores preocupaciones de los demonólogos de todos los tiempos, sobre la que se han hecho correr mares de tinta, es el número exacto de demonios que nos rodean. En su intención de despejar esa duda, los expertos han arrojado distintas teorías. Algunos han dado una idea aproximada de la magnitud del fenómeno: "Si lanzaras una aguja desde el cielo, antes de llegar al suelo habría ensartado varios demonios", dijo alguien en el siglo XV. En el XIII, el abate Richalm había afirmado que los seres diabólicos que nos acompañan "son tantos como granos de arena hay en el mar". Un tercero, en una descripción muy plástica, que casi preconiza el barroco, dijo que "los demonios están en todas partes, rodeando a cada uno de nosotros como una bóveda espesa".
Aunque no siempre los estudiosos han incurrido en tales imprecisiones. Al contrario, muchos de ellos han aportado datos concretos del fenómeno, muy de agradecer para quien como yo amamos los números exactos. Máximo de Tiro, filósofo platónico y aficionado a las cuentas, dijo en el año 180 que los demonios que habitan la Tierra eran 30.000. Quince siglos más tarde, Johan Wier se atrevió a lo que nadie había hecho: los contó. A todos y cada uno. Así, concluyó que los demonios se agrupaban por legiones, que en total había 1.111, formadas por 6.666 demonios cada una, lo cual arrojaba un total de 7.405.926 ejemplares. No está mal. Pero no fue el único. Hubo posteriores recuentos y en la del siglo XVIII, salieron algunos más: un total de 133.306.668, aunque igualmente alineados en 6.666 legiones. Por fin, Corado Balducci, el que durante años fue uno de los exorcistas en nómina del Vaticano, muerto en el año 2008, había dicho muchas veces que los diablos son cuatro millones, repartidos en los cinco continentes. A la vista de este resultado cabe preguntarse si en los últimos siglos la población infernal ha resultado afectada por algún tipo de plaga o si el censo de Balducci tiene algún defecto.
Sea como sea, no hace falta ser un genio, ni un teórico, ni siquiera un exorcista, para saber que demonios hay muchos. Cada cual tiene los suyos. Un día de estos os presento a algunos de los que siempre me acompañan. Especiamente de noche y si duermo fuera de casa. Cada cual entienda lo que quiera.


* La imagen de hoy es del videojuego Devil World.