31 de julio de 2011

Biblioteca con limonero al fondo


Me encantan los libros que hablan de bibliotecas, de cómo ordenarlas, de cómo vivir con ellas, de cómo padecer la falta de espacio que genera el aumento progresivo de libros. Me encantan las anécdotas de mudanzas con biblioteca. No me asusta trasladarme con mis libros. Me encantan las cajas llenas de ellos, los volúmenes por colocar, pacientes, que aguardan sin prisa.
Mi biblioteca (nueve mil volúmenes) espera ahora, conteniendo la risa, a ser trasladada. Cuando llegamos a este piso donde ahora apuramos las últimas semanas, él dijo: "Ojalá me hubiera liado con una analfabeta". Éramos entonces una pareja recién constituida, apenas nos conocíamos. A veces, el pasado nos dejaba sin habla. Sombras extrañas paseaban de vez en cuando entre nosotros. Entre estas paredes comenzamos a mirarnos a los ojos de verdad. Luego, el tiempo pasó.
Juntos, todo comenzó a multiplicarse. Los libros son ahora mucho más numerosos que cuando llegamos. Y eso a pesar de los expurgos y la resistencia a quedarme con muchos de los que pasan por mis manos. Construimos entonces estanterías de obra, adaptadas a los muros como una piel. Ahora nos urgen anaqueles nuevos. Tenemos los libros, pero sus estantes se quedan aquí. Como tanto de nosotros.
No es fácil elegir una estantería para una biblioteca. Los libros pesan mucho. Las dimensiones habituales no les son propicias. Hacen falta baldas estrechas, abundantes, regulables. Todos los que tenemos libros sabemos que sus tamaños difieren mucho y cambian con el tiempo. 25 centímetros de anchura como máximo. De suelo a techo. 
Luego está el color. Madera. Blanco. Negro. Hay pros y contras para todas las opciones. Debatimos mucho. Miramos. Entro en las tiendas y fotografío estanterías. Construyo un sueño nuevo. Busco casa para mi biblioteca. Calculo cuántos caben. En ello estoy invirtiendo este año parte de mis vacaciones.
El ser humano, ya se sabe, se hizo sedentario para poder tener libros.

Cuando la estantería esté en su lugar, me sentaré frente a ella y abriré el portón del patio. La brisa entrará, suave, animada por los juegos de mis hijos. Apenas unos metros más allá, habrá un limonero que habré plantado con mis propias manos. Ese limonero, que quienes mejor me conocen sabrán reconocer enseguida -puede que con una sonrisa- es el mismo del que llevo hablando años, aunque no haya existido jamás fuera de mis sueños.
A la sombra de ese limonero veré pasar los años, amigos, sin hacer nada distinto de lo que hago. Inventar historias, escribirlas, disfrutar el efecto que tienen en los demás y comenzar enseguida a inventar otras.
Ese limonero será mucho más que un árbol en mi jardín. Será un sueño. Un símbolo. Un atajo entre el pasado y el futuro.
Jamás había sentido, como ahora, estar llegando al lugar donde siempre he deseado estar.

22 de julio de 2011

Revista de prensa: Isabel Marín habla de "Habitaciones cerradas" en Mujer de Hoy

Habitaciones cerradas incluye todos los ingredientes para hacer de ella una novela recomendable: secretos familiares, relaciones tortuosas, amores crueles, mansiones abandonadas y habitaciones llenas de secretos que esperan ser descifrados. Ambientada en la Barcelona modernista, es un buen reflejo de una época de esplendor truncada por la Guerra Civil, con los míticos almacenes El Siglo como clave de la trama. Habitaciones cerradas es una obra perfectamente circular, donde las primeras y últimas páginas encajan a la perfección, pues el inicio contiene ya todas las claves que, perfectamente desarrolladas a lo largo de la novela, darán la solución al caso que se presenta. 

PARA LEER
LA RESEÑA COMPLETA

19 de julio de 2011

Supermami de julio


18 de julio de 2011

Un correo y una historia preciosos que llegan desde muy lejos y que me llenan de felicidad

Acabo de terminar Habitaciones Cerradas. Vivo en Puerto Rico y lo compré durante mi viaje a Barcelona y Madrid en junio.  Quiero darte las gracias por haber escrito un libro tan maravilloso. Mi familia es originalmente de Barcelona y se trasladaron a Puerto Rico en 1890. Tenían centrales de azúcar, pero la tatarabuela se quedó siempre en Barcelona. Pienso en ella con el personaje de Maria del Roser. Al su hijo casarse con mi bisabuela (hija de catalanes ya viviendo en Puerto Rico) viajaron a Barcelona de luna de miel a conocer a la familia y ella (la suegra) le regaló los muebles para su casa de Puerto Rico (algo que haria Maria del Roser con Teresa). Los muebles son iguales a los que hay en el museo de La Pedrera, en la parte donde vivía la familia Milà. Yo los heredé y son los que ahora están en mi casa.
Tu libro me ha hecho sentir que he visitado la Barcelona de la época de mis tatarabuelos y bisabuelos y me parece haberlos podido conocer mejor a través de tus personajes. ¡He llorado la muerte de Violeta por horas! Y también la de Maria del Roser. Me siento con un nudo en la garganta al haber acabado el libro, porque quisiera que nunca terminara.

15 de julio de 2011

Crónica casifotográfica de una felicidad madrileña

Nací para ser rata de biblioteca. A pesar de que lo sé, no siempre puedo ponerlo en práctica. Estos días, en Madrid y en la Real Academia de la Historia, lo he hecho. A veces pienso que sólo escribo novelas para poder hurgar en pliegos llenos de legajos.


Las plumas del XIX escribían bonito y sus autores, gastaban una prosa seductora.


¿Hay algún lugar donde todavía estemos en el XIX? Una librería anticuaria, desde luego. La foto corresponde a la Librería del Prado, donde recibí lecciones por partida doble. Esta librería, por cierto, sólo tiene un defecto: estar a 600 kilómetros de mi casa. 

Antes de que la novela comience a cobrar, ya estoy en deuda con algunas personas. Le debo estos primeros pasos a Luis Alberto de Cuenca y Jesús Marchamalo, pero sé que antes de que termine el año habrá muchos más nombres en la lista (soy una mujer afortunada). Ay, navegantes, si pudiera compartir ya con vosotros la historia que se me está ocurriendo...

8 de julio de 2011

Escrito en una Moleskine roja / ONCE MINUTOS PARA MÍ

Tener once minutos para mí,
espejismo de paz,
que remeda el descanso
de los muertos tempranos.
Me relajo a cualquier sombra,
trazo letras, echo cuentas,
descabezo un breve sueño imaginario
clasifico mi dicha por texturas
y soy (perdón) feliz,
pero en voz baja
porque ser feliz hoy día
requiere discreción.

En mis once minutos
propios, intransferibles,
escribo versos malos para nadie,
termino libros gruesos,
imagino fatales desenlaces,
contemplo el sol, que tiene mucha prisa
para ir donde siempre.
Y ronroneo
como si fuera un gato.


En mis once minutos
explota alguna estrella,
mueren y nacen seres inauditos,
alguien lejos de aquí 
pronuncia unas palabras importantes
o descubre ruinas que cambiarán el rumbo
de esta arbitrariedad que llamamos historia.
Luego, suena un chasquido
anunciando que algo llega a su fin.
Y clic, acaba todo esto
sin haber empezado.

La eterna acción regresa sin saberlo
al repetir solar de cada instante.
Mas mis once minutos
han servido de algo.
Algo mínimo, espúreo, fugaz y peregrino
que no le vale a nadie
y que me colma.


5 de julio de 2011

Quiero todo esto (al modo de José Agustín Goytisolo y por encargo de la Cadena Ser)

Quiero una pluma estilográfica nueva
que sólo sirva para escribir poemas.
Quiero pasar una hora encerrada en una habitación
con el fantasma de mi padre.
Quiero ver nevar sobre Cracovia.
Quiero nadar en el mar la última tarde de octubre
antes de que llegue el frío.
Quiero ser la reina de Inglaterra
durante cinco minutos.
Quiero ver a mis tres hijos cuando tengan mi edad
por el ojo de una cerradura.
Quiero que se prohíban los libros
compuestos con letra diminuta y apretujada.
Quiero pagar mis impuestos sin dolor.
Quiero que la gente que no sabe ser feliz
reciba lecciones urgentes.
Quiero ser la primera bailarina
del New York City Ballet
una noche de estreno.
Quiero que vayan a la cárcel
los novelistas que aún escriben:
“Lágrimas tibias y saladas resbalaron por su mejilla”
y se quedan tan anchos.
Quiero encontrar zapatos del 42
en una zapatería de mi barrio.
Quiero que quienes no entienden nada
comiencen a entender algo.
Quiero que el hombre que duerme a mi lado
siga ahí dentro de treinta años.
Quiero salir al jardín a arrancar un limón
de un limonero plantado con mis propias manos.
Quiero una ducha con buena presión de agua.
Quiero ser un astronauta sin fecha de regreso
durante cinco minutos.
Quiero leche que sepa a leche.
Quiero viajar en el tiempo para asistir
a una comida de Navidad
en casa de mi bisabuela.
Quiero que me perdone –más aún, que me comprenda-
quien nunca va a comprenderme ni perdonarme.
Quiero pintar una pared de color naranja
con mis propias manos.
Quiero un sillón de leer de 90 x 95
y un escabel a juego.
Quiero besos, abrazos y caricias
(darlos, recibirlos, recordarlos).
Quiero conocer a un librero de viejo
con muchas ganas de hablar.
Quiero palabras que suenen bonito, 
como Pulpa, Almidón, Zascandil, Plantígrado.
Quiero que todos los bares del mundo
tengan tónica Fentimans.
Quiero hablar ruso
como si hubiera nacido en San Petersburgo.
Quiero abrir la puerta y encontrar
a Wislawa Szymborska en el rellano.
Quiero tener setenta años
durante cinco minutos.
Quiero ser estudiosa de algo insignificante
y consagrar a ello toda mi vida.
Quiero que los mosquitos no me zumben en el oído
mientras concilio el sueño.
Quiero un abrigo largo hasta los pies
para envolverme con él el próximo invierno.
Quiero ver la vida
desde el punto de vista de las medusas.
Quiero que los Reyes Magos no sepan la verdad.
Quiero morir, como mucho, a los 80 años.
Quiero silencio para leer.
Quiero un periódico sin sección de deportes.
Quiero conocer a gente
que aún no ha sido engendrada.
Quiero echar por la ventana
todos los televisores de la casa.
Quiero ser muy menudita y pesar 40 kilos.
Quiero aprender el arte de estar
en dos lugares al mismo tiempo.
Quiero disfrazarme de señora con polisón.
Quiero, lo antes posible, 
meter todos mis libros en cajas
y llevármelos a otra parte.
Quiero ser Jack el Destripador
durante cinco minutos.
Quiero admirar a mis amigos.
Quiero cantar el aria de la reina de la noche
de La flauta mágica.
Quiero aprender a hacer tiramisú.
Quiero ser un hombre durante los veinte segundos
que dura lo que ya sabéis.
Quiero asombrarme siempre y mucho.
Quiero no recordar nada de lo que quiero,
según esta lista,
la próxima vez que me pregunten
qué quiero.

3 de julio de 2011

Robin de Sherwood

The adventures of Robin Hood, llamada Robin de los bosques en España, está considerada la mejor película de aventuras de todos los tiempos. Fue rodada en 1938 por tres directores distintos, protagonizada por un Errol Flynn que es igualito -quienes tengáis niños seguro que sabéis de quién hablo- al Sportacus de Lazy Town. En el papel principal femenino tiene a una Olivia de Havilland tan desmayada como de costumbre, pero deliciosa. Fue una de las primeras películas filmadas en color y costó, leo, dos millones de dólares. Se llevó tres Oscar: al mejor decorado, a la mejor banda sonora y al mejor montaje. de permanente inalterable y que resulta igualito -quienes tengáis niños me entenderéis- al Sportacus de
Es una de las películas que más éxito ha tenido entre los críticos jueces de mis sesiones familiares de cine forum. No sólo por el tema -el ciclo artúrico nunca falla- sino también por otros méritos, más difíciles de encontrar en cine apto para todos los públicos de cualquier época: no es moralista, no es cursi, tiene un ritmo trepidante, los malvados son muy malvados y los buenos se rigen por suicidas causas nobles. Hay luchas, escenas emocionantes y un final feliz nada ramplón. Es seguro que volveremos a verla.
Ha sido una buena manera de ir intimando con Robin Hood, ese justiciero que tanto trabajo tendría hoy día y que nunca pasa de moda. Ni en los bosques de Sherwood ni en el salón de mi casa.