4 de mayo de 2014

Correspondencia


Cuando tenía quince años le escribí un carta de amor a Gabriel García Márquez. Después de leer una de sus novelas (dos veces, una tras otra), necesitaba decirle que para mí no existiría jamás un escritor como él. También aproveché para contarle que yo también escribía (este también, ¡qué atrevimiento, entonces!) y que estaba decidida a hacerlo el resto de mi vida.

Comencé a leer a mi escritor favorito por recomendación de un novio efímero. Fue un consejo de piscina, un verano. Más tarde, desvanecida aquella pasión primeriza, quedó el legado de un escritor que ya habría de acompañarme para siempre. Tuve mucha suerte. Pocas veces una relación tan insustancial deja algo de tanto provecho. Todo esto también se lo conté a García Márquez.

Ahora no me acuerdo de dónde saqué la dirección de Ciudad de México a la que envié la carta. Era un nombre sonoro, con ángeles y fuego, o eso es lo que ha quedado en mi memoria. Cuando la dejé en correos el sello me pareció baratísimo considerando la importancia del envío. Nunca esperé una respuesta rápida. Tenía suficiente con haberla escrito. Quizá las cartas de amor lo son más cuando no obtienen respuesta. García Márquez lo sabía. Por eso nunca respondió.

A veces me pregunto dónde debió de ir a parar mi carta. Si debe de estar clasificada maniáticamente en algún archivo. Si algún día la encontrará algún estadounidense que trabaje en una tesis rara, pongamos por caso Tipología del correo por contestar en los autores del boom (1979-1985). O puede que mi carta se perdiera en alguna parada de su largo viaje. Quizá Mercedes, la señora Márquez, la utilizó para escribir la lista del supermercado. A veces me pregunto si alguien la leería alguna vez. Si despertó alguna sonrisa. Todo ello en el caso de que la dirección fuera la correcta. Si no, las posibilidades se multiplican demasiado.

De vez en cuando, pensaba en él, en García Márquez. Pobre, con el Premio Nobel y tantos viajes de aquí para allá, no podía ponerse al día con la correspondencia. Quizá era la respuesta la que se había extraviado. Tal vez una casualidad la había retenido en algún lado, como esas cartas de Elvis que tardaron treinta años en llegar. Tengo paciencia, y no le doy más importancia al hecho de que mi corresponsal haya muerto. En Macondo, donde se ha mudado hace poco, los muertos tienen una agitada vida social y gustan de cultivar las relaciones epistolares. Quizá ahora tenga más tiempo que antes. Quizá aproveche para poner al día la correspondencia.
   

2 de mayo de 2014

Supermami de abril (y 2)