14 de enero de 2009

Año nuevo, novela nueva (un arranque, en exclusiva para los lectores de este blog)

Aquellos que han nacido están destinados a morir y los muertos están destinados a ser llamados de nuevo a la vida.
Tratado de Avot, 4, 22


CAPÍTULO PRIMERO

La presencia de Bel no perturba el silencio del hospital. Aunque nada más atravesar la puerta de entrada, ella siente el dolor de la gente que sufre en aquel lugar. Mira un momento a su alrededor, para situarse. Lee un panel indicador. Mira hacia la cabina del fondo, con los cristales cerrados, donde una enfermera mira la televisión de espaldas a ella. No puede verla. Luego, con paso seguro, recorre el pasillo hasta los ascensores. Las puertas están abiertas. Entra y pulsa el cinco.
A estas horas de la madrugada, los pasillos están desiertos. Los de la quinta planta están en penumbra, y eso le resulta agradable. Últimamente, la luz muy brillante le hiere los ojos. No sabría decir qué la guía, exactamente. Podríamos llamarle presentimiento. Bel sabe a dónde se dirige, lo siente, algo en ella sufre también, y ese dolor es la que dirige sus pasos con absoluta seguridad.
Camina ciento dos pasos. Ahora ha adquirido esa costumbre, la de contar sus pasos sobre la Tierra, como si eso fuera importante. Tuerce a la derecha, deja a la izquierda el puesto de la enfermera —donde no hay nadie— y entra en la Unidad de Cuidados Intensivos. Otra vez a la derecha, escoge una habitación, se detiene en el umbral. Observa.
«Dios mío, qué pálido está».
De pronto, siente unas ganas horribles de llorar.
Siente un nudo que le oprime la garganta. No todo es tristeza. También está el amor, que de pronto la ahoga.
«Por fin estoy contigo. Nunca me separaré de ti».
Avanza hacia la cama y mira fijamente a Isma. Sus ojos cerrados, sus manos dormidas a ambos lados del lecho, el tubo de plástico que sobresale de sus labios, el latido de su corazón dibujado en la pantalla de una máquina… a simple vista, sólo es un paciente luchando entre la vida y la muerte. Aunque para Bel es mucho, muchísimo más que eso.
Bel no sabe cuánto tiempo hace que Isma está inconsciente, aunque puede imaginarlo.
«Desde el día del accidente, desde aquella caída que aún no sé cómo pudo ocurrir».
Busca una silla y la acerca a la cama. Se sienta junto a Isma. No siente miedo a ser descubierta. Le agarra la mano y lentamente deja caer su cabeza sobre ella, le acaricia despacio con la mejilla, roza con sus labios los dedos de él. Susurra una promesa, con los ojos inundados de lágrimas:
«Averiguaré qué ocurrió. Y vendré a verte todos los días».
Se queda ahí, muy quieta, sentada junto a él, durante horas. A ratos, cierra los ojos y duerme un poco. Cuando los abre de nuevo, mira otra vez la cara de Ismael, y vuelven la rabia y el dolor, el amor y el desconcierto. Acuden a su mente escenas del pasado que han compartido. Entonces desea con todas sus fuerzas que se recupere, que abra los ojos, que pueda apartarse de estas máquinas que le ayudan a seguir respirando. Que viva.
Se oye el tictac lejano de un reloj en el pasillo. No tiene ni idea de qué hora es. Aún es noche cerrada. Besa los dedos de Isma uno por uno. Vuelve a cerrar los ojos.
La despierta un sonido de pasos. Alguien camina a toda prisa por el pasillo. Sabe lo que significan: el inicio de un nuevo día en el hospital, la llegada de las primeras enfermeras del turno de mañana, el fin de la calma nocturna. Mira por la ventana y se da cuenta de que está amaneciendo.
«Será mejor que me vaya».
No le importa el tubo que sobresale de los labios de Isma. Tampoco que ni siquiera haya reparado en su presencia. Siente que su corazón late a mil por hora cuando se acerca a él y le besa. En ese momento, Bel recuerda el cuento de la Bella Durmiente y piensa que sería genial que ocurriera lo mismo. Sería genial que su beso de amor rompiera el hechizo de la muerte. Pero no ocurre. No ocurre nada. Isma sigue dormido, y ella tiene que irse. Aunque le duela, aunque lo último que desee en el mundo sea separarse de él.
«Volveré cada madrugada hasta que despiertes».
Cree que de algún modo Isma se da cuenta de que ella ha recorrido una larga distancia para verle. Que de algún modo, la presiente. También sabe que lo que siente por él es lo que la ha guiado hasta aquí, lo que la empuja a seguir adelante.
Deja la silla en su lugar.
Deposita un largo beso sobre los labios resecos y entreabiertos del paciente.
«Hasta mañana, amor mío».
Y sale sin hacer ningún ruido. No le cuesta nada llegar hasta la calle.


La imagen: Arturo Sinclair, Amor y muerte

1 de enero de 2009

Propósitos para que algo comience

Besar sin llevar la cuenta, frecuentar más el medio acuático, dar mil pasos cada día sin necesidad de fijarles un rumbo, cantar sin bajar el volumen, escuchar el silencio con los ojos cerrados, abrir los ojos en la oscuridad y respirar hondo, no amar nada con prisas, no odiar nada sin causa (ni odiar nada), leer sin mirar el reloj.
Ordenar la mesa de vez en cuando, no sé, una vez al mes, o al trimestre, para por lo menos conocer la sensación de cómo se trabaja en un lugar donde reina el orden.
Caminar por una calle mojada de cualquier parte del mundo en compañía de alguien a quien me guste escuchar.
Escribir como respirar. No se respira deprisa (sería absurdo) ni porque otro te lo pida. De vez en cuando, es necesario recordar cómo se respira, y saber apreciarlo.

La imagen de hoy, de Glenn Karlsen