31 de marzo de 2010

Per fi, en català!



Editorial Cruïlla
Il·lustracions de Mercedes Marro
110 pàgines
Col. El Vaixell de Vapor
Sèrie Blava, num. 168

30 de marzo de 2010

Horacio Ferrer pone contundente letra a Libertango de Astor PIazzola

Hay que leerlo eschando la pieza de PIazzola. Podeis hacerlo AQUÍ



Mi libertad me ama y todo el ser le entrego.
Mi libertad es tranca a la cárcel de mis huesos.
Mi libertad se ofende si soy feliz con miedo.
Mi libertad desnuda me hace el amor perfecto.

Mi libertad me insiste con lo que no me atrevo.
Mi libertad me quiere con lo que llevo puesto.
Mi libertad me absuelve si alguna vez la pierdo
por cosas de la vida que a comprender no acierto.

Mi libertad no cuenta los años que yo tengo,
pastora inclaudicable de mis eternos sueños.
Mi libertad me deja y soy un pobre espectro.
Mi libertad me llama y en trajes de alas vuelvo.

Mi libertad me sueña con mis amados muertos.
Mi libertad adora a los que en vida quiero.
Mi libertad me dice de cuando en vez por dentro,
que somos tan felices como deseamos serlo.

Mi libertad conoce al que mató y al cuervo
que ahoga y atormenta la libertad del bueno.
Mi libertad se infarta de hipócritas y necios.
Mi libertad trasnocha con santos y bohemios.

De niño la adoré, deseándola crecí,
Mi libertad: mujer de tiempo y luz
la quiero hasta el dolor y hasta la soledad.


* La imagen es de Pipiten en Flickr.

29 de marzo de 2010

Perdidos


Veo poca tele. Sin embargo, hace varios años -no recuerdo cuántos: ¿tres? ¿cuatro?- me enganché a la primera temporada de Lost, Perdidos, una serie estadounidense que me parecía fuera de lo común, que retrataba a una serie de verosímiles personajes en una situación límite. Me sedujo, creo, en primer lugar por la creación de los personajes, pero también por el arranque de la acción, que me pareció poderoso y me creó, como a millones de espectadores en todo el mundo, muchas expectativas. Durante semanas, vi puntualmente mi capítulo de Perdidos y renegué la semana que, por algún motivo, tuve que dejarlo escapar. Así hasta el final de temporada. Con el último capítulo llegó una profunda indignación y deserté. Para siempre. Desde ese instante, cada vez que encuentro en un zapping a alguno de los personajes que tanto me gustaron, me apresuro a cambiar de canal y a renegar bajito.
Soy poco constante y, como he dicho ya, casi nada televisiva. En los hoteles, raramente enciendo la tele. Prefiero abrir un libro, en silencio, sin más luz que la de la mesita. Sin embargo, el fenómeno se ha repetido hace poco con otra serie estadounidense: FlasForward. De nuevo comparecí, fiel, ante la tele a la hora de emisión. Esta vez sólo aguanté tres semanas. Tres capítulos.
Perdidos, como seguramente todo el mundo sabe, trata de la vida en una isla desierta de un grupo de supervivientes de un desastre aéreo. Sus historias son interesantes y variadas como lo son ellos mismos, pero lo realmente chocante es la isla, tropical pero llena de osos polares, con extraños monstruos de humo que acechan a los humanos y capaz, además, de desplazarse no sólo en el espacio, también en el tiempo.
En FlashForward lo inexplicable también está en la base del argumento: toda la humanidad salvo unos poquísimos pierde el conocimiento a la vez durante 137 segundos en que todos ven su futuro. Luego, tratan de saber por qué ha ocurrido tal cosa y de luchar contra lo que han aprendido de sí mismos.
Los motivos por las que dejé de ver estas series fue el mismo: de pronto, me resultó evidente que los guonistas ni tenían ni idea de hacia dónde iban. De repente me pareció que recurrían con insolente facilidad a cualquier tipo de argucia con el fin de captar mi atención. Me pareció, sencillamente, que me estaban tomando el pelo. Es la guerra de las audiencias, supongo. Con tal de que te quedes conmigo y no te pases a la producción de la cadena competidora, soy capaz de decirte que los osos tienen sueños premonitorios o que Nueva York se funde como si fuera mantequilla, si hace falta. Aunque no venga a cuento, aunque ni siquiera se me hubiera ocurrido hasta este momento, aunque sea absurdo.
Al principio, me pregunté si era la única en notarlo. No, evidentemente. FlashForward dejó de emitirse porque los guionistas se habían hecho un lío. Bueno, dieron una explicación levemente más técnica, pero la cosa era así: no tenían ni idea de lo que iban a contar, habían apuntado demasiado alto, habían creado demasiada expectativa.
Lost ha triunfado, incluso dicen que ha creado escuela, pero a costa de perder millones de espectadores cada temporada Ahora sus guionistas también reconocen que ellos estaban más perdidos que sus protagonistas, y que "improvisaron para interesar a la audiencia". Aunque su ejemplo es peligroso, porque han marcado un antes y un después.
A mí todo esto me inquieta y me parece la punta de un iceberg mucho mayor. En los tiempos de la prisa, también las ficciones que consumimos tienen que estar aceleradas. La expectativa hay que crearla en los primeros cinco minutos y mantenerla hinchada como un globo, volando cada vez más alto, aunque ni siquiera te hayas planteado dónde hacerla aterrizar (o si sabes hacer que aterrice, que aún es peor).
Escribo esto después de leer en El País un artículo donde se habla de un nuevo lenguaje de la narrativa basado en la improvisación y el sobresalto al receptor, en el todo-vale-con-tal-de-que-te-quedes. Me horrorizo sólo de pensar que eso pueda ser cierto.Por último, me permito recordar algo que los contadores de historias sabemos muy bien: crear expactativas es muy fácil, incluso demasiado. Lo difícil es, en primer lugar, mantenerlas. Y en segundo, lograr que el receptor crea que mereció la pena tomarlas en serio.
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28 de marzo de 2010

27 de marzo de 2010

Cita a las doce y dos

Si quieres olvidarte de una mujer*, conviértela en literatura.

Henry Miller


* Es válido también aplicado a los hombres.

26 de marzo de 2010

Nuestra curiosidad es nuestro castigo, que dijo Montaigne


En su tumba nunca falta gente y, mucho menos, flores. Los responsables del cementerio han tenido que desalojar los seis nichos colindantes para dar cabida a la gran cantidad de exvotos, ramos y ofrendas de todo tipo que recibe a diario. Su eterno descanso es el más concurrido del Cementiri de l’Est, el más antiguo de Barcelona. ¿De quién hablo? Dejadme que os presente a un curioso personaje…
En vida se llamó Francesc Canals Ambrós. Murió con apenas 22 años, el 27 de julio de 1899, dicen algunos que en un incendio. Era de origen humilde, como muchos de los que ahora le veneran, y trabajó en los míticos Grandes Almacenes El Siglo, que marcaron toda una época en la ciudad. Se cuenta que en vida ya todos le conocían por su buen corazón y sus buenas obras, que se sacrificaba a menudo por ayudar a la gente e incluso que poseía el don de adivinar la fecha en que alguien iba a morir sólo con mirarle a los ojos. Por lo visto, llegó a pronosticar su propia muerte. Aunque de todo esto sólo queda constancia en la memoria colectiva.
El nicho donde descansa El Santet está protegido por un cristal. En el interior, una fotografía lo muestra como debió de ser: cándido, aniñado, de mirada limpia y tristona. En ocasiones, el retrato no se aprecia, porque los feligreses utilizan ese espacio como una urna y arrojan a su interior sus deseos escritos en pequeños papeles. A pesar de que los cuidadores retiran los papeles cada semana, a menudo cubren la lápida por completo.
Aprovecho mi visita para leer algunas de las notas más visibles. Sé que no está bien, pero es difícil resistirse: «Quiero que mi hijo vuelva a caminar», «Trabajar de lo que sea», «Le agradezco que me curara la pierna», «Dame lo que tú ya sabes», «Gracias por escucharme», «Suerte y salud», «No quiero volver a la cárcel»... Tomo algunas fotos. Mientras lo hago, una mujer se acerca con un ramo de flores. Me hago a un lado. Deposita el ramo entre los demás y reza en silencio durante unos pocos segundos. Luego, se marcha. Me atrevo a hablarle para preguntar si es la primera vez que visita al milagroso personaje y por qué motivo lo ha hecho. La respuesta me deja de piedra: «Vengo cada lunes, para agradecerle lo que hizo y sigue haciendo por mí», contesta. No me explica nada más, ni yo me atrevo a insistir. La veo marchar, muda del asombro.
Antes de irme, hablo un momento con el conserje del cementerio. Me cuenta que la veneración que la gente tiene por El Santet es antigua. «Yo llevo aquí desde 1979 y entonces ya venían muchas personas a pedirle cosas y a traerle regalos, pero últimamente va a más. He leído en alguna parte que esta costumbre empezó a los pocos días después de su muerte, cuando algunas compañeras suyas vinieron a visitar su tumba y aprovecharon para pedirle algo, pensando que si era tan bueno en vida lo sería también después de muerto. Sus peticiones debieron de cumplirse y corrió la voz de que Francesc Canals hacía milagros». Tengo suerte de que al hombre le guste tanto hablar y hoy no tenga mucho trabajo. Me lo paso en grande con la conversación. Me cuenta una jugosa creencia. «Puede que no te hayas fijado, pero hay una grieta que atraviesa la lápida de lado a lado. La gente piensa que la miras fijamente terminas por ver al otro lado una luz muy blanca. Es el más allá, el reino de los muertos. Yo nunca me he atrevido a intentarlo, porque creo que es verdad».
Mientras el conserje habla, se nos acerca un desconocido que nos estaba escuchando. Es un hombre mayor, despeinado, con barba de varios días, que lleva una especie de guardapolvo marrón hecho jirones. Está muy sucio y huele mal. El tema le exalta, a juzgar por su enfático modo de hablar: —Yo sí vi una vez esa luz que dice. Viene seguro desde el otro lado, porque su claridad no se parece a nada de lo que hay en este mundo.
Nadie le ha invitado a la reunión, pero el hombre prosigue, cada vez más animado:
—Me ha ayudado mucho, a mí, El Santet. Lo mismo que a mucha gente que conozco. Lo que le pides se cumple siempre, porque él nunca falla, como otros santos. Lo que no entiendo es por qué no le ascienden de una vez. ¿No dicen que para ser santo hay que haber hecho cinco milagros? ¡Anda que no hace tiempo que el chaval cumplió los requisitos básicos! ¿Cinco milagros? ¡Anda ya! ¡Seguro que ya lleva más de cinco mil! Lo que pasa es que en este país todo funciona igual. Los curas no quieren santos pobres. Da lo mismo que seas un instrumento de Dios en la Tierra o que todo el mundo te necesite. ¿Para qué van a pensar en nosotros, las personas humanas? No se dan cuenta de nada. Yo se lo digo a todo el mundo, para que quede claro de una vez: ese muchacho es santo, un santo de verdad, ¡socialista, público, colectivo!, y lo era ya cuando nació, y es evidente que mientras estaba vivo no paraba de hacer milagros, y ya saben lo que dicen, ¿no?: que por sus obras le conoceréis. Pues eso. ¿A qué coño esperan para mandarle al cielo y nombrarle santo oficial? ¿No ven que desde allá arriba nos ayudaría mucho más que ahora? ¿No ven que merece una corona dorada, un altar en una iglesia, un día en el calendario y ser nombrado patrón de los trabajadores de todos los grandes almacenes del mundo?».
La verdad es que pasé un buen rato con estos personajes. Incluido el muerto milagroso.

25 de marzo de 2010

Cita a las doce y dos


Quede muy pocas veces el teatro
sin persona que hable.


Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, de Lope de Vega

24 de marzo de 2010

Palabras para la entrega del IV Premio Literario Antonio Vilanova, de la Facultad de Filología (Universidad de Barcelona), 23 de marzo de 2010


Como todos los que escribimos sabemos, un buen comienzo es decisivo. Si uno afirma que La Vetusta ciudad dormía la siesta o que Yo señor no soy malo aunque no me faltarían motivos para serlo o que El día en que lo iban a matar Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo, si uno afirma esas cosas, ya nada vuelve a ser igual.
Yo empiezo esta noche por proclamar mi estupor, y espero que no parezca mal arranque, porque no siento que haga tanto que yo recorría a diario los claustros de esta casa. Fui aquí una estudiante tardía, creo que algo chulesca, a ratos rezongona pero muy dada al asombro y, sobre todo, al entusiasmo. De aquella época guardo muchos recuerdos, pero de entre todos siguen muy vivos dos: el profesor Lluís Izquierdo llamándole en su exaltación gilipollas a Juan Ramón Jimenez ante un alumnado perplejo y —me parece— que indignado; y don Adolfo Sotelo refiriéndose con ese énfasis tonante tan suyo a Álvaro Mesía o a Fermín de Pas con la naturalidad y la consternación con que hubiera hablado de dos miembros díscolos de su familia que no dejaran de darle disgustos.
El énfasis, como a buena hiperestésica, siempre me ha seducido.
Llegué aquí tras abandonar las aulas de Derecho —donde también había profesores inolvidables y enfáticos, que a mí me parecían muy literarios, como el civilista Carlos Maluquer de Motes, que era un lector ávido y confeso de las novelas de Patricia Highsmith y un culé tan devoto que cuando ganaba el Barça nos perdonaba el caso práctico (y también se le enojaba el alumnado, nunca entendí por qué)— y llegué aquí, ya he dicho que tarde, buscando un oro que deseaba encontrar desde hacía mucho: amor por la Literatura.
Aquí conocí cómplices con quienes hablar de libros, con quienes leer poemas en voz alta, con quienes fantasear acerca del futuro que inventaríamos escribiendo y a quienes prestar los primeros garabatos, sintiéndome más vulnerable que nunca. Recuerdo una conversación con un amigo poeta. Quería publicar, pero no hallaba un editor lo bastante osado o lo bastante afín. Dudaba, claro, aunque intuía que la duda suele ser el oxígeno del quehacer literario. El desánimo ganaba terreno. Recuerdo que le dije algo que después he pensado mucho. Mi amigo era —es— un buen poeta. Le dije que nunca sería más escritor que esa noche en que los dos compartíamos copas y frío en la terraza de un bar cercano. Le dije que yo también intuía algo terrible: que la certeza nos era muy ajena. Las certezas no sirven para escribir, sólo las dudas. Era —lo supe ese día— la vulnerabilidad lo que nos hacía tener algo que decir. Nunca seríamos más escritores que aquella noche helada en que ambos éramos inéditos y teníamos un miedo atroz.
En esta casa, mientras tanto, aprendí y me entusiasmé mucho, pero les confieso siempre eché en falta algo. En mi osadía, me habría gustado que me invitaran a participar de ese festín de las palabras que ya formaba parte de mi riego sanguíneo, pero no sólo como observadora. No me bastaba con ser la entomóloga que estudia un prodigioso coleóptero sujeto con un alfiler a un corcho. Yo, y como yo muchos compañeros, ansiaba ser el coleóptero. Ansiaba revolotear un poco, llamar la atención, tal vez hacer un ruido inútil (pero ruido al fin y al cabo), experimentar algo fabuloso o tal vez estrellarme para empezar a tener algo que contar. Y contarlo, claro. Deseaba escribir. Ser leída. Medir mis fuerzas en el único lugar donde mis fuerzas eran tomadas en serio. Es decir: aquí.
Pero, en fin, ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma: hoy estoy aquí y no ahí, entre los estudiantes. Tengo un papel en la mano, aunque hablo muy de cerca a quienes siento tan iguales a mí que las distancias estorban. He venido armada con mi entusiasmo antiguo y mi estupor reciente, a celebrar de corazón que exista por fin en la Facultad un premio literario al que tantos echamos tanto en falta. Un premio —como escribieron Eugenio Fernández Vidaurreta y Borja Bagunyà en el prólogo que acompañaba la edición de los trabajos de las tres convocatorias anteriores— que quiere sumar a la perspectiva teórica, lingüística, filológica, histórica y comparativa desde la que se analiza a nuestro literario coleóptero, un nuevo ángulo: el festivo.
Particularmente, me satisface la idea de celebrar la Literatura. Compartir las palabras como quien comparte un arroz. Alabar el punto exacto de cocción o la audacia de un ingrediente inesperado. Buscarle al plato parentescos o inventarle sucesores. Y sobre todo, congratularnos porque algo tan sutil pueda compartirse.
Quiero, por último, felicitar a los ganadores. En primer lugar, por hacer aquello que a Scott Fitgerald le parecía característico del genio: poner en práctica lo que se piensa. Esto es, escribirlo. Iniciarse en ese oficio que algo tiene de devoción sagrada y algo de trabajo de oficina. No sé si lo habrán hecho a fuerza de trabajar como catorce bueyes, tal y como confesaba hacer Flaubert o dedicando apenas 3 horas al día, entre paseos y meditaciones, como recomendaba T. S. Elliot. Ordenando a sus familiares que no llamen jamás antes de las 11, como hacía Henry Miller o poniendo el vecindario patas arriba para acallar el canto de un grillo que no le dejaba trabajar, como cuentan que hizo Juan Ramón. Tal vez hayan escrito en su escudo una única palabra (lo dijo de Henry James): Soledad. O puede que su necesidad de soledad sea tan grande que se vean forzados a escribir en el coche, como parece que hacía Raymond Carver o en un banco del parque del Retiro, como se cuenta de Valle Inclán. Nada de eso importa mucho, está claro. Lo importante sólo es escribir, haber escrito, y vislumbrar parte de esa certeza de mi amigo cuando ambos éramos inéditos: créanme: nunca serán más escritores de lo que ya son hoy.
Por cierto, si no fue esa noche de frío y copas debió de ser la siguiente, pero recuerdo bien haber buscado unos versos, haberlos apuntado con trazo grueso en un papel y haber sujetado el papel en el corcho que siempre tengo frente a mi mesa. La mesa, el papel, el corcho, hasta la casa y la ciudad… todo ha cambiado. Excepto los versos, que siguen allí. Y como que si algo me queda claro es que estoy aquí por ese amor a las palabras compartidas, quiero acabar con éstas, que para mí fueron, y son, y serán, un faro. Tienen que ver con la vida. Lo cual significa que tienen que ver con la escritura. Con lo que nos hace seguir escribiendo. Y son de Antonio Machado.

Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
—así en la costa un barco— sin que el partir te inquiete.
Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya
porque la vida es larga y el arte es un juguete.
Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera
aguarda sin partir y siempre espera
que el arte es largo y, además, no importa.


* La imagen de hoy es de Wamba, tomada en L'Astrolabi en octubre de 2009.

18 de marzo de 2010

Allá donde vaya, uno siempre...


Allá donde vaya, uno siempre acaba encontrándose con los que son iguales que él. La frase es de un libro estupendo de Francesc Miralles titulado Cafè Balcànic.
La cito porque llevo unos tres días instalada en esa frase. El martes por la tarde un amigo me citó en el Café de La Central del Raval. Es un amigo con el que llevaba 20 años sin mantener una conversación decente. Hace 22, fue alguien importante en mi vida. No sólo el primer escritor de carne y hueso que conocí, también un crítico de teatro que me ayudó con generosidad y sabiduría, cuando yo era una bisoña aspirante a escritora y una redactora de cultura recién fichada por un redactor-jefe suicida (e ignorante del profundísimo alcance de mi bisoñez). En fin, fue maravilloso hablar con Joan Casas, después de este tiempo, un poco más de tú a tú, ofrecerle la réplica que hace dos décadas no encontraba por ninguna parte. Hablamos -de literatura y teatro principalmente, como siempre- y luego nos separamos.
No me gusta quedar en La Central del Raval porque las conversaciones son de todo menos privadas. En este lugar la cita de mi querido Miralles cobra vida, y una tiene que interrumpir todo el tiempo las conversaciones para saludar a conocidos que vienen y van, y que tampoco hablan con privacidad, pobres. Pero durante mi encuentro con Joan Casas no pasó nada de eso. Nadie nos interrumpió. Oh, milagro.
Esta mañana a primera hora he llamado a un caballero con el que quería entrevistarme. Él es una pieza fundamental de la documentación de mi nueva novela. Un hombre de clase social, edad y pretensiones mayores que las mías. Vamos, que algo me decía que no teníamos mucho en común . Hasta que me ha dicho: "¿Conoces La Central del Raval?" y he comenzado a pensar que tal vez éramos más parecidos de lo que yo imaginaba.
Hemos charlado dos horas. La información que me ha proporcionado es para mí puro oro. Luego nos hemos despedido, conjugando unos pocos verbos en futuro -es interesante que queden cosas para otro día- y he aprovechado para comprar tres o cuatro libros sobre teoría del arte -Lledó, Dodler, Gasquet...- que me interesan para lo mismo: la obsesiva y ya peligrosa documentación de mi novela. Luego he vuelto al café, donde, muy oportunamente, me había citado con Elena Medel, y he abierto el ordenador, arrebatada de la euforia que me ha provocado la siguiente frase (pronunciada por el cajero, quiero decir por el chaval que me ha cobrado): "En la cafetería hay wi-fi gratis".
En estas, mirando la pantalla estaba, cuando alguien me ha saludado desde un rincón. La periodista y colega Elena Hevia, con cara de aburrida, un libro, un cuaderno y un agua sin gas sobre la mesa, esperaba a su entrevistada. Su cita era Pola Oloixarac, la que se supone que es la autora revelación de esta temporada, argentina y jovenzuela. Para la contra de su libro, publicado por Alpha Decay, aporté una frasecita hace no tanto. He besado a Elena, le he dicho que espero a otra Elena y he vuelto a mi pantalla. Entonces ha llegado un chaval con barba y gafas de concha. "Es Julián Ríos", ha dicho Elena. Más besos. Risas tontuelas. Congratulaciones. "Coño, ¿va a estar todo el mundillo literario del mundo mundial precisamente aquí?". He decidido escribir un post. Ha llegado Pola. No me presento. De hecho, creo que huiré antes de besarla, porque ella está contestando a las preguntas de Elena justo en este momento. Para ser rabiosamente actual, diré que en estos momentos, mientras yo escribo esto, Elena le pregunta sobre la provocación de su novela y ella responde: "Es como curioso porque yo no siento que la novela esté entroncada en la línea de ellos. Me parece divertido que haya sido leído de esa manera pero si vos analizás, la novela puede ser leída de otra manera. Primero, porque yo no pienso en mi novela como una provocación. Es una primera novela..." En fin. Mejor lo dejo, que esto es adictivo. Pola habla al ritmo que yo escribo. ¿O será al revés?
Bueno, ha llegado Elena. Como es una enferma virtual, como yo, estamos frente a frente, cada una con nuestro portátil. Pero os aseguro que enseguida cerraremos los aparatos, dejaremos la escritura a un lado y nos iremos a comer, que para eso hemos quedado. Al fin, la vida se impone a la literatura. Siempre y cuando la dejes, ¿no?
Y por supuesto, no nos quedaremos en el café de La Central del Raval, ese lugar donde la privacidad es imposible y una, horror, siempre termina encontrándose con otros que son exactamente iguales a ella.
El verdadero milagro, ahora que lo pienso, es que haya podido escribir este post y hasta ilustrarlo, con oportuna foto tomada in situ.

16 de marzo de 2010

Clientes muertos y libreros torpes


Hace poco me vi obligada a hacer una cosa absurda que todo escritor termina haciendo tarde o temprano: comprar mi propio libro. Fue en la Casa del Libro, en Sevilla. Necesitaba un ejemplar de "Los que rugen". Lo busqué (sin éxito) por las mesas de novedades, por los anaqueles ordenados por orden alfabético -Sanz, Santos (Mayra), Santonja...-, por la sección de "relatos". Nada de nada.
Finalmente, hice otra cosa que detesto: preguntar a uno de los libreros.

YO: Perdona, ¿tenéis un libro de cuentos que se llama "Los que rugen"?
LIBRERO: En la sección de infantil. Segunda planta.
YO: No, no, es un libro para adultos. Lo ha publicado Páginas de Espuma.
LIBRERO: ¿Páginas de Espuma? Si es una editorial nueva, igual no lo tenemos.
YO: No, no es una editorial nueva. Llevan diez años.
LIBRERO: ¿Has mirado en la sección de novela?
YO: No, porque son cuentos.
LIBRERO: Pues en la sección de cuentos, entonces...
YO: No está. O no he sabido verlo.
(Cara de fastidio del Librero, como si le estuviera molestando mucho con mis preguntas. Va hacia el ordenador.)
LIBRERO: ¿"Los que suben"?
YO: (copiando su cara de fastidio) "Los que rugen".
LIBRERO: ¿De qué editorial has dicho?
YO: Páginas de Espuma.
LIBRERO: ¿Recuerdas el nombre del autor?
YO: Sí. Care Santos.
LIBRERO: ¿Care con K?
(¿Cuántas veces he oído esta pregunta a lo largo de mi vida?)
YO: Care con C. C de Cabreada. De Camión. De Calambre.
LIBRERO: ¿Es un autor español?
YO: Sí. Española. Es una mujer.
LIBRERO: ¿Sabes si es un autor vivo?
YO: Sí lo sé. Viva.
("Pero con ganas de matar").
LIBRERO: Lo siento pero no está en la base de datos.
YO: Es un poco raro. ¿Puedes volver a mirarlo?
LIBRERO: El libro debe de estar descatalogado.
YO: Más raro aún, porque salió en octubre pasado.
LIBRERO: Yo sólo sé que no lo...
(Cambio de ángulo y miro la pantalla. Ha escrito "Karen".)
YO: Es Care. Con C. Terminado en E. ¿Te lo apunto en un papel?
(Teclea con cara de asco lo que le acabo de decir.)
LIBRERO: ¿Has dicho "Los que rugen"?
YO: Exacto.

Se va y regresa, triunfalmente, con mi libro. Creo que sobran comentarios.

* La foto la tomó, más o menos en los mismos días, Victoria Rodríguez en Gijón.

7 de marzo de 2010

Damas y caballeros, con ustedes... ¡el genio Ifigenio!


Ifigenio es un genio en prácticas. Verde, muy elegante, aficionado a los crucigramas, perfecccionista... Como aún no ha conseguido el título, no tiene lámpara maravillosa y tiene que aparecerse en cualquier parte: botellitas de zumo, de leche, de agua, tazas del desayuno, tetra-bricks y ¡hasta cantimploras! No lo lleva muy bien, pero sabe que así será hasta que conceda su deseo número 999.999 y pueda por fin graduarse.
Mientras lo logra, Ifigenio cruza los dedos para que los niños que le hacen aparecer no deseen cosas demasiado difíciles, que le pongan en apuros o le obliguen a llamar a la oficina todo el rato. En realidad, sueña con que le pidan animales (es fácil concederlos, y están en el Catálogo de Deseos Homologados, que siempre lleva consigo). Pero no hay forma. Los niños de hoy en día no piensan las cosas, o quieren deseos tan abstractos, poéticos o exóticos que el pobre Ifigenio se vuelve loco a la hora de concederlos. Por no hablar de algunos deseos con los que no está de acuerdo en absoluto, como el de una niña guapísima que le pide convertirse en una planta, ¡habráse visto!

En fin. A finales de marzo Ifigenio se aparecerá en todas las librerías. Habrá versión en castellano y en catalán, ambas en Macmillan. La colección constará de seis títulos, y de entrada aparecen tres: Un ratón llamado Elefante, Quiero ser una planta y Ada, la genia. La ilustradora que ha obrado el prodigio de convertir a Ifigenio en esa figura simpática que veis es Issa Sánchez-Bella.
En la imagen tenéis a Ifigenio en compañía de Adrián, el protagonista del primer cuento. Es un niño muy listo, que sueña con tener un elefante, sólo que no ha pensado en un detalle importantísimo: para tener un elefante hace falta disponer de espacio donde guardarlo.
Añado que para mí es un cuento entrañable, porque Adrián -el de verdad- es mi hijo, y el elefante, su sueño incumplido. Por suerte, porque en esta casa nuestra sólo nos faltaría un elefante para estar de verdad al completo. Sólo deseo que sin un día conoce a Ifigenio, lleguen a un pacto razonable, como el del cuento que hoy he querido presentaros en exclusiva, navegantes.
¡Felices deseos!

4 de marzo de 2010

Una perlita publicitaria que he encontrado en la prensa de 1899: La baratura de Almacenes Las Indias


UNA MUCHACHA DE SERVICIO QUE TENÍA AHORRADAS 100 PESETAS PARA SU PRÓXIMO CASAMIENTO, NO SABIENDO CÓMO COMPONÉRSELAS PARA QUE LE BASTASEN PARA EL AJUAR COMPLETO DE LA CASA ENTRÓ, ACOMPAÑADA DE SU SEÑORA, POR CASUALIDAD EN LOS ALMACENES "LAS INDIAS" DE LA CALLE DE LA CANUDA Y COMPRÓ: UNA MANTILLA DE BLONDA, 7 PESETAS; UN RICO VESTIDO DE ARMUR NEGRO PURA LANA, 12 PESETAS; OTRO VESTIDO PAÑETE COLOR, 10 PESETAS; UNA DOCENA DE SÁBANAS DOBLADILLADAS, 18 PESETAS; UNA SÁBANA DE NOVIA PURO HILO, 8 PESETAS; UNA DOCENA DE TOHALLAS (sic) RUSAS, 6 PESETAS; UNA MANTA DE MATRIMONIO, DE LANA, 15 PESETAS; OTRA DE ALGODÓN, 1 PESETA; UNA DOCENA DE PAÑUELOS HILO, 3 PESETAS; Y AUN DE SU CAPITAL LE SOBRABAN 20, CON QUE COMPRÓ DOS ELEGANTES VESTIDOS DE LANA PARA SU MADRE Y SU HERMANA. EN VISTA DE TANTA BARATURA, SU SEÑORA COMPRÓ UN RICO TRAJE DE TERCIOPELO, 35 PESETAS, Y UNA CAPA DE PIEL DEL CANADÁ, 30 PESETAS; Y SALIERON HACIÉNDOSE CRUCES.