28 de febrero de 2007

Qué bonita es la primavera


Escribo esto a las 23.38 de un día agotador, minutos antes de irme a la cama. Siguiendo con mis principios, mi principal objetivo ahora es olvidar todo lo que ha ocurrido hoy. Bueno, no todo. Lo que no quiero olvidar: la alegría de algunos amigos muy queridos (y algunas amigAS muy queridAS, ejem), el abrazo del hombre de mi vida al saberlo y una frase de mi madre de esas que hacen época («Por mucha gente que te felicite, por muchos que sean los que se alegren, ten presente que nadie se alegrará tanto como yo»).

Salvo esto, lo demás no importa. Ni los halagos, ni las llamadas de los periodistas ni esta vorágine de ojo de huracán, hermosa y falsa. Mi ego es algo así como bulímico: no le aprovechan este tipo de cosas. Ergo, en ese sentido estoy a salvo. Lo importante ahora es ser capaz de levantarme mañana y volver al ordenador, a mi mesa siempre desordenada, y ser capaz de hacer lo que debo (es decir, escribir) durante 5 o 6 horas. Escribir como si nunca hubiera pasado nada bueno. Como si aún estuviera todo por hacer. Como si me fuera la vida en ello.

Hoy ha sido un día agotador y especial. Cuando he acostado a mis hijos le he dicho a Adrián, el mayor (tiene 5 años), que hoy me han dado un premio. Sus ojitos luminosos han refulgido más aún y ha abierto la boca, como un pez, en señal de sorpresa.
«¿Y qué es?», me ha preguntado.
«Es un libro», he dicho.
«¿Un libro?», en su cara brillaba la emoción de lo fascinante. No parecía decepcionado de que su madre no haya ganado una medalla o una copa o una bolsa de caramelos.
Mientras le arropaba, le he contado un secreto al oído (le encanta que lo haga):
«Vosotros tres sois mi mejor premio», le he dicho.

Ha sido un día feliz. Gracias a todos los que lo habéis compartido conmigo.

27 de febrero de 2007

Venus se siente feliz

http://www.elcultural.es/noticias.asp?c=500809

26 de febrero de 2007

Romanos y augustos Augustos




23 de febrero de 2007

Maria Aurèlia Capmany habla de Pedrolo en 1975

La novela policíaca tiene (...) una exigencia: cierto grado de diafanidad; como la novela pornográfica rechaza la complicación formal, la matización psicológica, el idilio amoroso. La abstracción preside la auténtica novela policíaca, la novela problema. Sus personajes son arquetipos y pueden sucederse unos, intercambiarse, aparecer y reaparecer como los cimientos de un rompecabezas. La habilidad del gran novelista es hacerte caer en la trampa de su narración hasta el punto que, mientras sigues, la trama, estás convencido de la humanidad de los personajes. (...) En la novela policíaca nada tiene que sorprendernos excepto la conclusión final, nada debe distraernos de la trabazón lógica –aunque sea una lógica llena de falacias– que nos tiene que conducir al final. Pero ya sabemos que en arte sólo los mediocres respetan las normas, como sólo los mediocres son perfectos representantes de una escuela o de una moda.

El Noticiero Universal, 11 de maro de 1975

22 de febrero de 2007

21 de febrero de 2007

20 de febrero de 2007

Lluvia, Antonio Santos (1955)

Estoy solo
—contigo en el recuerdo—
viendo la geometría
del agua con el viento.

Estoy solo contigo, Maribel,
y está lloviendo.

Unos niños que pasan
sin ganas de colegio
me miran sorprendidos
de encontrarme tan serio.
Con su carga de adelfas
pasa un caballo negro.

Es primavera y llueve
en las flores del huerto.
En el mar huele a rosas
y en el viento
que vuelve de la playa
huele a sal.
Marinero
¿vienes a distraerme?

¿Para qué? Yo estoy solo,
pero te lo agradezco.

Déjame aquí con ella
en esta soledad del pensamiento.

19 de febrero de 2007

Mensaje para Deni tomando prestados unos versos de Benjamín Prado


Mi amor,
todo es tan simple:
en la llave que hoy usas hay mil puertas cerradas
y en mis manos
terminan las líneas de tus manos.

No te asustes.
No mires hacia la oscuridad.
Yo haré un puente que cruce de tu casa vacía
a mi casa vacía.

Nunca serás feliz si sales de mis sueños.


Los versos son de MAREA HUMANA (Visor, 2006)
La ilustración, "testamentum", es de Alejandro Terán, tomada de su web

18 de febrero de 2007

...y la definitiva



A los asiduos de este sitio seguro que la grapadora os parecerá alguien de la familia.
Pues eso, que mi novela más gamberra ya tiene portada. Y fecha de publicación, yupi: en un mes escasito.

17 de febrero de 2007

16 de febrero de 2007

Antonio Portela: Hay que ser absolutamente posmoderno


Hay que ser absolutamente posmoderno.
Simultáneo a cada hombre del presente,
a todas las edades de la Historia,
mi memoria se fragmenta.
Yo y mis contemporáneos
hemos aprendido el olvido.
Estoy libre del pasado y juego con él:
descanso con otras formas eternas.
Puedo elegir mi tiempo. No así mi espacio.
Mi vida y mi cultura se componen
de formas de calidoscopio.
Nunca fuimos tan libres.
Hemos olvidado viejas lenguas,
nuestro credo
y las formas antiguas de poder.
Es el comienzo de una nueva era
menos novedosa que las anteriores.
Mi momento es el resumen
de todos los momentos del mundo.

¿Estás seguro de que no nos siguen?,
Premio Andalucía Joven de Poesía, 2002.
DVD, Barcelona, 2003

15 de febrero de 2007

14 de febrero de 2007

Secretos

Se hablaba ayer de secretos en la presentación barcelonesa de los libros galardonados con el Premio Nadal. Carmen Amoraga dijo que en todas las familias hay un secreto y defendía el secreto de los enamorados como la clave para mantener viva la chispa del amor. Felipe Benítez Reyes dijo no saber nada acerca del papel que el secreto tiene en la vida de cada uno de nosotros, pero tener muy claro el que juega en la ficción, donde el secreto, lo que no se dice, la información que no se le facilita al lector, resulta tan importante. Tanto, añadió, que a veces es el pilar que sustenta toda una trama.

¿Qué sería la vida si no quedaran secretos por descubrir?

13 de febrero de 2007

Fue en una conversación de café...


(LA DECISIÓN), de Andrés Neuman

A Care Santos, que me contó la historia de su padre

Atravesó la puerta.
Dobló el abrigo negro,
vistió con él la silla.
Lentamente se dirigió al desván
aún con la maleta
de madera de pino en una mano.
Se detuvo a medir
la quietud de la casa: era perfecta.

Puso un pie en la escalera.
Hubo un ruido de pájaros huyendo.
Descansó la maleta en la primera tabla,
respiró luz y polvo.
Subió cada peldaño sin apresurarse,
aunque una ansiedad roja le latía por dentro.

Al llegar al final, dejó en un ángulo
la maleta y abrió los ventanales:
la tarde encendió lámparas de invierno.
Él buscó en una caja
los pinceles del tiempo en que era joven,
los frascos de pintura un poco secos
y se miró las manos.
Arrastró su equipaje, lo vació por completo,
lo dio vuelta
y partiendo con calma la madera
pintó la primavera en el reverso.

Se acaba de publicar en La Jornada Semanal, el prestigioso suplemento mexicano, este poema, que Andrés escribió hará sus buenos 5 años. Pertenece a un especial dedicado a la joven poesía española que podéis ver aquí:

http://www.jornada.unam.mx/2007/02/04/sem-jovenes.html

12 de febrero de 2007

CONFESIÓN (y IV)

Desde entonces, mi vida se convirtió en un infierno. Da igual lo que me ocurra de dia, qué personas conozca, qué lugares exquisitos pise por primera —o por última— vez. No importan las pequeñas o grandes vanalidades de que se aliña el día a día de los profesionales de la letra impresa, si por las noches voy a seguir topándome con el espíritu vengativo del becario. Recuerden que les dije que le maté hace ocho años. Lo cual eleva a 2.937 las noches que he pasado ya en su nada deseable compañía. Comprenderán que no haya podido casarme, o fundar una familia en condiciones. Tenía un marido por aquel entonces, cuando comenzó todo, como algunos recordarán, pero me dejó poco después, incapaz de seguir compartiéndome noche tras noche con el memo, que inexplicablemente le acribillaba a preguntas también a él. Lo mismo hizo con los (pocos) amantes que he tenido en este tiempo. Recuerdo uno en concreto, que se levantó a mear en mitad de la noche y regresó preguntádose por qué un señor muy raro que había dentro de la bañera le había preguntado cómo veía el panorama actual de la narrativa española. Por la mañana el fantasma ya no estaba en mi bañera, y el amante tampoco estaba en mi cama.

Entre lo que les cuento y la locura sólo media un poco de tiempo. Y, como sabrán aquellos que alguna vez hayan tenido contacto con presencias espectrales, los seres de la otra vida son terriblemente pacientes. Será porque allí donde viven el reloj ya no importa mucho. El caso es que pueden permitirse una pertinacia a prueba de calendarios. Siempre se salen con la suya. La constancia todo lo consigue, siempre que se lleve al extremo necesario.

Pues bien. Héme aquí, convertida en el despojo de lo que fui. Narradora premiada e histérica. Vaya donde vaya —hotel, domicilio, cámping o casa de amigo— siempre comparto tálamo con el periodisa de La Nueva España que jamás terminó de entrevistarme. Y siempre, a eso de las cuatro o las cinco de la mañana, cuando he conseguido por fin dormirme y olvidar su presencia, cuando me hallo sumergida en un sueño feliz donde tengo marido, tres hijos y una casa con perro, alfombra y secadora, en ese momento el muy cruel me zarandea con sus manos inertes, agarrándome sin piedad por los hombros, me hace enfrentar mi somnolencia con sus pupilas saltonas y espeta aquello que lleva espetándome 2.937 noches, con urgencia de ahogado y estupidez sempiterna:
—¿Qué opinas de la literatura femenina? ¿Has tenido algún problema siendo mujer y escritora? ¿Cómo ves el actual panorama de la narrativa en España, en Europa, en el Mundo, en el Sistema Solar? ¿Morirá la novela? ¿Qué has pretendido decir en esta obra? Perdona, pero me han dado tu libro esta mañana y no he tenido tiempo de leerlo...
Y cuando ya no puedo más, cuando ya no soporto ni una más de la sarta de tópicos a que me tiene acostumbrada, y veo que comienza a clarear por mi ventana y que el muy sádio no tiene intención de dejarme en paz lanza la puntilla:
—Perdona que me asegure pero, ¿eres Ángela Vallvey, verdad? Me dijeron que la entrevista era con Ángela Vallvey, pero te veo un poco desmejorada, Ángela. ¿Seguro que eres tú?

9 de febrero de 2007

Ricardo Moreno Castillo, Panfleto antipedagógico

Un muchacho de doce años es ya ingobernable, y si no quiere estudiar, no hay ley de educación obligatoria que pueda conseguir que lo haga, como es imposible hacer dormir en la cárcel a quien se empeña en permanecer despierto.
(...)
No es necesario que un muchacho cuya ilusión es aprender a arreglar motos tenga que estar, de los doce a los diciséis años, oyendo hablar de cultura clásica y de otras cosas que le aburren soberanamente.

Leqtor, Barcelona, 2006

8 de febrero de 2007

Boda Negra, Antonio Santos (1955)


La negra se va a casar
con un negro larguirucho.
La negra me quiere mucho:
tiene ganas de llorar.

La negra va al cocotero
y en su dialecto escribe:
Antonio, cuánto te quiero.

Pobre negra del Caribe.

Yo no le quiero decir
que no estoy enamorado.
¿Para qué hacerla sufrir?

El negro canta, acostado
debajo de la palmera.
El negro está ilusionado
con que su negra lo quiera.

Por las tardes, en el río,
la negra me da su pelo,
me cuenta su desconsuelo
mientras me llama amor mío.
Y el negro me tiene celos.

Todos los negros cantaban
reclinados en el suelo.
Todos los negros me odiaban.

La negra guapa es princesa,
tiene labios de cereza
dulces como cañadú.
La negra llora y me besa
para olvidar su tristeza.
Tiene el cuerpo de bambú.

Una mañana de gritos
la negra cumplió su rito
con el negro larguirucho,
entre danzas y entre cantos.
A mí me dijo quedito:
—Antonio, te quiero mucho.
Mucho y siempre, Antonio Santos.

7 de febrero de 2007

CONFESIÓN (III)

Una vez, cuando yo misma trabajaba en la sección de "Cultura y espectáculos" de un rotativo con mucho más pasado que futuro, me enviaron a entrevistar a Mariano Antolín Rato. Había escrito una novela llamada "Madrid Blues" en la que la capital era un lugar con catedral -en aquellos tiempos la Almudena seguía en obras perpetuas- y hermosas playas de arena blanca y fina. La había publicado Anagrama y Antolín Rato recibía a los periodistas en la editorial, de la que guardo un vago recuerdo de cuartos estrechos, moquetas polvorientas y sofás de imitación de piel (aunque, ahora que lo pienso, es posible que mis recuerdos me engañen en esto).
Yo tenía entonces dieiciocho años y una vida muy ajetreada. Por las mañanas estudiaba Derecho y por las tardes me las daba de periodista. Debí de ser la redactora en plantilla más joven de toda Barcelona. Casi todos los días salía de trabajar pasadas las once y cogía un taxi -con cargo al periódico- que me llevaba hasta mi casa, a treinta quilómetros. Al día siguiente me levantaba a las seis para llegar a la universidad a las ocho de la mañana, a tiempo para pillar un asiento en las muy concurridas aulas de los primeros cursos de la carrera.
Aunque de todo esto, claro, Antolín Rato no sabía nada. Tal vez de haberlo sabido habría actuado de otro modo. El caso es que yo me planté frente a él con su libro y un cuaderno en la mano y espeté aquella frase-lugar común entre los habitantes del azaroso universo del periodismo cultural:
—Lo lamento mucho, pero no he tenido tiempo de leer tu libro. Me lo han dado esta misma tarde, y sólo he conseguido ojearlo un poco.
Mariano Antolín Rato, a quien recuerdo con un bigote grisáceo al estilo Pablo Abraira, me miró sin perder la calma y replicó:
—No te preocupes. No tengo prisa. Ahí tienes un sofá muy cómodo —señaló el de poli-piel—, donde puedes instalarte a leer. Cuando termines, charlaremos.
No hace falta decir que fui muy aplicada. Leí el libro de cabo a rabo sentada en el sofá de Herralde que, para colmo, estaba en el recibidor, de modo que frente a mí desfilaron uno por uno los tres o cuatro periodistas que estaban citados después que yo. Cuando terminé, me confesé preparada para realizar mi trabajo. Antolín Rato me atendió con la amabilidad que merecía alguien bien preparado, y todo acabó mejor de lo que había empezado.
Por lo que a mí respecta, aprendí una lección elemental: nunca te pongas delante de un escritor y reconozcas que no te interesa un rábano su trabajo. Un escritor es alguien obsesionado con ese trabajo que tú "sólo has podido ojear", alguien obsesionado hasta la enfermedad, hasta el paroxismo, la náusea, la diarrea. Puede ser que no lo hayas leído, pero procura que no note.
Y conste que no digo todo esto por la novela de Antolín Rato. "Madrid Blues", contra todo propósito, me gustó. No será por las agradables circunstancias en que la leí, ciertamente.
Moraleja: Como es sabido, se aprende a ser fraile ejerciendo de monaguillo.

* * * * * *

Aquella madrugada, en la 307 del Gran Hotel Regente tuve el primer contacto con el fantasma del bobo a quien acababa de asesinar. He aquí un axioma infalible: si alguien ha sido idiota en vida, sigue siéndolo después de muerto. Aquel lamentable individuo estaba condenado, por mi culpa, a ser becario desaliñado y memo por el resto de la eternidad. Del mismo modo, yo lo estaba a soportar la venganza de su espíritu y resistir sus embites durante el resto de mi existencia.
Comenzó por algo sencillo: se sentó a mi lado en la cama y formuló durante toda la noche la misma pregunta. Era la pregunta que me había decidido por fin a lanzarme a su cuello, despues de algunas vacilaciones. Se comprendía que, ya que había muerto con ella en los labios, se había convertido en algo que no podía dejar en tierra al partir hacia una vida ultraerrena. La había traido consigo y la blandía con la persistencia de un tábano. Lo hizo mil cuatrocientas once veces. ¿Lo sé por algún motivo en concreto? Por supuesto. Lo sé porque las conté. En algo tenía que entretenerme, mientras el bobo muerto me miraba de hito en hito y me acribillaba con su insistencia.
Serían las cuatro de la madrugada cuando cambió de registro y soltó la frase que ya no habría de dejar de repetir hasta el amanecer:
—Perdona, pero me han dado tu libro esta mañana y no he tenido tiempo de leerlo. Perdona, pero me han dado tu libro esta mañana y no he tenido tiempo de leerlo. Perdona, pero me han dado tu libro esta mañana y no he tenido tiempo de leerlo. Perdona, pero me han dado tu libro esta mañana y no he tenido tiempo de leerlo...

6 de febrero de 2007

CONFESIÓN (II)

Es paradójico, pero no sé apenas nada de la vida de aquel infeliz, salvo que yo le puse fin. Meses más tarde de aquella tarde en que llovía sobre Oviedo, supe que tenía una novia, que luego resultaron ser dos (el chaval era sociable). El jefe de sección de su periódico le consideraba un idiota, lo cual en algún momento me ayudó a tranquilizar mi conciencia («un idiota menos en el mundo», pensé, «deberían darme un premio por haberlo hecho»); con su padre (su madre había muerto años atrás) mantenía con él una relación cercana a la antropofagia.
Su nombre fue lo único que tuve claro desde el principio, aunque me lo reservaré no por respeto (sería ridículo, a estas alturas) sino por pudor. Digamos que se llamaba M. C., por si a alguien le sirve de algo saberlo (y perdón a todos aquellos que, lo sé, odiáis los personajes que se nombran sólo con iniciales, espero que en este caso sepáis comprender que se trata de una necesidad). Gracias a que supe su nombre desde el principio, por cierto, pude llevar a cabo las pesquisas necesarias para saber cuanto acabo de constatar (una de las dos novias tenía un blog donde le gustaba explicar todas sus nimiedades, la mayoría de las cuales le afectaban también a él).


Acerca de lo que hice después del asesinato, no sabría preciarlo. Me lancé a callejear por los alrededores de la catedral, tan agradables de unos años a esta parte. Entré a echar un vistazo a los anaqueles de la librería Cervantes y hasta me encontré con mi amiga Concha Quirós. De inmediato pensé que me notaría algo raro en la mirada, un temblor o una palidez delatoras, no sé, ese tipo de cosas que en la ficción siempre sirven para revelar lo inconfesable. Aunque nada ocurrió. Mantuvimos una conversación distedida y agradable acerca de su maravillosa librería y de mis deseos de dejar atrás la promoción y regresar a casa, donde podría seguir escribiendo con esa tranquilidad que he aprendido a defender de los depredadores.
Concha estuvo de acuerdo conmigo. «Créeme que os compadezco», dijo, «tantas ciudades y tantas personas distintas y vosotros explicando siempre lo mismo, parece un castigo divino».
Qué acertada está siempre Concha Quirós, pensé. Y qué bonito nombre el de esta mujer: Concha, Quirós. Dos palabras que da gusto pronunciar. Como «pulpa», como «tántalo», como «plantígrado». Dos palabras con gracia: «Concha». «Quirós».
Ella fue lo único bueno que me pasó esa tarde.

5 de febrero de 2007

CONFESIÓN (I)

Lo confieso: una vez maté a un periodista.
Lo he callado durante todo este tiempo, pero ya no puedo más. Su recuerdo me persigue, de día y de noche. Y cuando digo que me persigue me refiero exactamente a eso: cuando abro los ojos de madrugada, asustada por alguna presencia que no reconozco como real, encuentro a mi lado a aquel bobo, observándome con esos ojos saltones que ya tenía en vida, formulándome preguntas de pesadilla. No puedo soportarlo más. Tal vez a algunos de los no habituales os resulte sorprendente el lugar que he elegido para esta confesión. Seguramente, aquellos quienes últimamente me habéis acusado de mantener una cierta asepsia, una cierta distancia, os alegréis de que esta vez ofrezca las vísceras. Yo opino que nada de eso importa mucho: las historias lo son, con indiferencia de lo que invirtamos en ellas. Los lugares, como las historias, también te escogen para que los cargues de sentido.
En fin, no quiero irme por las ramas. En mi descargo debo decir que no se trataba de uno de esos periodista maduros y bregados en mil batallas que siempre están en los lugares más peligrosos informando con la palabra justa de aquello que no deberíamos desconocer. No. Éste pertenecía a la clase prescindible de los informadores culturales, uno de esos especialistas en el refrito de las notas de prensa, en la distorsión de las declaraciones y en la copia salvaje del artículo anterior, rescatado de Internet, y siempre firmado por alguien más brillante. Además, técnicamente ni siquiera era periodista titular. Apenas becario, uno de esos recién llegados a una sección de Cultura desde el útero de la Universidad de Ciencias de la Información —¡já!, ¿ciencias?; ¡já!, ¿información?— que confunden el horóscopo con la crítica de arte. Y lo peor: no porque sean inexpertos, sino porque nunca, en toda su puta vida, tendrán la capacidad suficiente para discernir del todo una cosa de la otra.
Puede que los más morbosos os estéis preguntando por qué método me decanté. Sobra decir que no lo había hecho antes, de modo que tuve que pensarlo, aunque fuera durante tres centésimoas de segundo. Podría haber lanzado contra su cabeza un cenicero de cristal que había sobre la mesa que nos separaba, o podría haberle rebanado el pescuezo con un vaso de tubo. Salvo estas armas, no había ninguna otra a mano, de modo que me decanté por lo artesanal, que siempre da buenos resultados: Le agarré por el pescuezo y se lo retorcí hasta que exhaló su último aliento. Así, sin más, aprovechando la ventaja que me daba su desconcierto (¿qué periodista podría prever que su entrevistado se comporte de ese modo?) y de su menguado tamaño (debía de tener un Índice de Masa Corporal rozando la anorexia). En rigor a la verdad, no me resultó tan fácil como yo creía. Pataleó, se retorció, intentó arañarme con sus uñas comidas, me lanzó la grabadora, me agredió con un bolígrafo, hasta hizo volar por los aires un mocasín, con la intención de estrellarlo contra mis ojos (acabó rompiendo la superfície de cristal de la mesa que antes nos separaba). Pero nada de aquello le valió de mucho. Apreté, y apreté y apreté, hasta que vi asomar a sus mejillas un rubor intenso y me di cuenta de que su lengua caía, fláccida, entre sus fauces. Entonces le solté. Sonó un plof sobre la alfombra. Miré a ambos lados. Estaba sola en aquel rincón de la cafetería. Dejé cinco euros por las consumiciones y salí del lugar, ajustándome la bufanda de lana.
Está bien, de acuerdo, fui algo tosca, lo acepto. La ofuscación es lo que tiene. Procedía con la misma vehemencia con que ahora estoy aporreando el teclado para vomitar esta confesión destemplada que durante todo este tiempo ha ardido en mi memoria. No me explico cómo he aguantado tanto tiempo, y sin volverme loca. Casi nueve años. Ese es el tiempo que hace que abandoné el cadàver del becario muerto sobre aquella mullida alfombra de color sangre y salí del Gran Hotel España, de Oviedo, una bella ciudad a la que había llegado para promocionar mi última novela.

2 de febrero de 2007

Recuerdo, de Antonio Santos (1954)

Nadie me lo quitará.
Nadie.
Ni la llama que queme.
Ni el acero que mate.
Ni los ojos que hieran.
Ni las olas que arrastren.
Este placer de mi recuerdo,
nadie.
Está conmigo allá, sobre las olas
de tu carne.
Tiene recias cadenas
de sangre.
Nadie, nadie.
Ni la vida.
Nadie.


Antonio Santos nació en Camas (Sevilla) en 1928. Autor de cuatro novelas y más de una docena de libros de poemas, que nunca publicó. Licenciado en Medicina por la Universidad de Barcelona, ejerció su profesión hasta el mismo día de su muerte, el 8 de octubre de 1990. Además de médico, poeta, y aficionado a la pintura, era mi padre. Creo que le hubiera gustado estar aquí.

1 de febrero de 2007

Lo prometido...


Prometí volver y aquí estoy. En estos meses de ausencia he escrito una novela, de la que espero hablar aquí muy pronto. También ha habido buenos propósitos para el año que empieza, varicela para todos, un camello en la cornisa y un puñado de buenos amigos en este espacio difus del ciberespacio. Os he echado mucho de menos.


Para empezar con buen pie, un anuncio: en breve, habrá cambios. Ya sabéis: renovarse o...

Y no, soy muy joven para morir. Y tengo muchos cuentos que contar todavía.


Para ir abriendo boca, me gustaría saber qué habéis hecho vosotros en el tiempo que este blog ha permanecido «cerrado por escritura». ¿Me lo explicáis?