30 de diciembre de 2010

Rituales

Todos los años, ocupo una de las últimas horas del 31 de diciembre en anotar algunos propósitos para el nuevo año. Es el ritual ridículo de una mujer aficionada a los rituales (ridículos o no) desde antiguo. 
Mientras escribo esto, tengo delante la lista de mis propósitos del año pasado. Hago balance. De los 10 propósitos, 8 se han cumplido. Uno de los dos restantes no me parece ahora importante. Al otro, le hemos puesto fecha para después de vacaciones de Navidad. Lo que se me ocurre ahora al ver la lista es que 10 propósitos son muchísimos, demasiados. Creo que este año sólo habrá 5.
El año que se va deja cosas magníficas. Pasé más tiempo con la gente que me importa. Hubo planes de futuro, muchos de los cuales no se cumplen aún (pero lo maravilloso de los planes de futuro no es que se cumplan, sino tener alguien con quien compartirlos). Hubo paisajes nuevos y otros viejos. Hubo un libro que me llena de emoción, ¿Qué estás pensando? (Baladí) porque es lo más sincero y lo más personal que he escrito nunca. Cumplí 40 años. Escribí mi primera obra de teatro (¡qué atrevimiento, pardiez!), que espero ver algún día sobre un escenario. Hubo muchas horas de trabajo y escritura, pero con un resultado que me emociona mucho y que verá la luz en un trimestre. Y, lo más importante, hubo tranquilidad y silencio y cosas que no cambian. 
Por todo ello quiero hoy brindar con vosotros, navegantes. Mañana pensaré muy en serio mis 5 propósitos para 2011 pero, mientras tanto, brindo por lo bueno y también por lo malo que nos dejó 2010. Que lo malo nos haga fuertes y lo bueno nos regale lo mejor que puede poseer un ser humano: buenos recuerdos. La certeza de que alguna vez fue feliz y supo apreciarlo.


FELIZ AÑO NUEVO

29 de diciembre de 2010

Mi primer artículo en Mujer Hoy

26 de diciembre de 2010

Feliz post-Navidad, cotidiano Año Nuevo

De entre las razones por las que soy un bicho raro, una de las más incomprendidas es mi ausencia de espíritu navideño. A la mayoría de la gente le suena terrible cuando digo que mis navidades ideales consistirían en que todos se olvidaran de mí y me dejaran largarme a algún sitio perdido y gélido donde escribir y leer de la mañana a la noche. ¿Sola?, me preguntan. Bueno, no necesariamente, respondo yo, podría ser en compañía de alguien que también quiera hacer algo -sin mi ayuda- de la mañana a la noche, y a quien encuentre entre las sábanas cuando ambos nos acostemos, cansados de nuestros individualismos. No existen muchas personas así, lo sé, y por suerte estoy casada con una de ellas, de modo que le elegiría a él -y sólo a él- para pasar mis navidades ideales. ¿Y los niños?, me preguntan las gentes de buena voluntad. Suspiro. Ay, los niños. Gran paréntesis. Bueno, los niños son los responsables de todas y cada una de las cosas que ahora hago en Navidad. Desde que el diez de noviembre (datos de este año) empezaron machaconamente a reclamar el árbol, el belén, el calendario de adviento y las vacaciones (por este orden) yo me sumergí en eso que detesto y que comúnmente se denomina "espíritu navideño". Comencé a almacenar turrones, compré adornos para el árbol de plástico -muy aparente- que guardo en el trastero, inauguré calendarios de adviento y calmé ánimos desatados. Y lo mejor es que lo hice del mejor humor, porque la felicidad de mis hijos me compensa con creces las molestias que todo ello supone y porque su espíritu navideño es tan efervescente que sería de idiotas no dejarse contagiar un poco. Pero en realidad, mientras hago todas esas monadas que odio, me relamo de pensar en cómo serán las navidades futuras, cuando ellos tengan novios y novias y encuentren ridículas algunas cosas o -más allá- cuando ellos tengan familia, belén y árbol propios, y yo sea una invitada a su mesa. Qué dulce placer. Les haré algo de comer que les guste y me presentaré como la suegra ideal (la que guisa, regala y no molesta) y a las cinco en punto me despediré alegando mucho quehacer y me iré a mi casa, a leer y escribir hasta que me dé la gana. O, mejor aún: en fin de año les diré que me quedo en casa. Sin excusas, con la verdad por delante: quiero estar tranquila, cenar como todas las noches y acostarme con un buen libro (y con su padre, aunque la manera de atender a ambos aún está entre mis asignaturas pendientes). No más compras compulsivas, no más luces parpadeantes invadiendo mi salón-biblioteca, no más villancicos a la hora de los postres. ¿Navidad? Sí, ajena y corta, por favor. Yo adoro la normalidad. Esa normalidad que me permite sumergirme sin cesar en lo extraordinario (que siempre está en negro sobre blanco), que me habla de la grandeza de lo sencillo y de la belleza de lo pequeño. Mi mundo. 
Feliz post-navidad, pues, y muy cotidiano Año Nuevo.

22 de diciembre de 2010

19 de diciembre de 2010

Máquinas perfectas: diagonales


13 de diciembre de 2010

11 de diciembre de 2010

Carta abierta a un librero de verdad

El mundo comenzará a morir el día en que cierre la última librería de verdad del planeta. Uno de esos rincones atestados de buenos libros -no de todos los libros, sino sólo de aquellos que se dirigen a los enfermos de literatura-, donde puedes demorarte durante horas contemplando los anaqueles o conversando con el librero. Porque una buena librería siempre está capitaneada por un librero de corazón, uno de esos que arruga la nariz cuando vende lo que no le gusta y que se siente feliz de que su clientela le pida y lea buenos libros. Uno de esos que organiza clubes de lectura, publica críticas de sus libros favoritos en su blog y siempre se toma infinitas e innecesarias molestias, porque profesa la religión de los libros con dedicación completa, sin descansar jamás. Nunca me cansaré de ponderar el papel de esos mediadores tan necesarios. Lo dice mi admirado Emili Teixidor: la lectura es un aprendizaje, una educación que, como toda formación, requiere un maestro, alguien que sepa guiarnos y aconsejarnos, que nos conozca -por dentro, claro, porque se lee desde dentro y lo leído anida en lo más hondo de nosotros mismos- y que nos aprecie. El librero que sabe es un mediador inmejorable.Esta semana uno de esos libreros de verdad ha dedicado su tiempo y sus palabras a mi último libro, ¿Qué estás pensando? Un año en Facebook y otros mundos virtuales. Ha escrito una reseña divertida, generosa, que roza el atrevimiento. En ella, su autor me recrimina no haberle aceptado como amigo en Facebook (glups) y me llama rica y Karen, parafraseando un capitulito del libro en cuestión, y una vieja publicación de esta bitácora. Podría haberle mandado un mensaje de agradecimiento, pero he preferido escribirle una carta abierta aquí. Es coherente, ya que nuestra relación ha estado siempre marcado por lo virtual.
Sin embargo, lo que Javier no sabe es que he estado varias veces en su librería y que siempre me he ido cargada de libros. Que, en cierto modo, estamos en paz: yo he sido feliz entre los anaqueles superpoblados de su casa y ahora él dice haberlo sido entre mis renglones. En fin, a veces las cosas suceden con un hondo sentido de la justicia que me hace feliz. Vamos, Javier, que gracias. Desde este momento, la Librería Cervantes de Alcalá de Henares será algo más que una parada obligada.





* La foto es de otra librería inolvidable, pero un poco más lejana: la Arkadian Bookstore de Nueva Orleans, donde compré la más hermosa edición de The Canterbury Tales que pueda imaginarse, y por 10 dólares.