Una vez conocí en un tren a una mujer que se ufanaba de no haberse enamorado jamás. Se había casado tres veces, eso sí, pero nunca había perdido la cabeza por un hombre. Eso, al parecer la hacía sentir muy orgullosa. Sin ir más lejos, me contó que en aquellos momentos regresaba de París, donde había pasado seis días con su marido. Iba camino de Barcelona, decía ella que «para respirar». «El amor es tan absorbente», opinó, «que en cuanto te descuidas, te esclaviza. Y yo no deseo ser esclava ni de mí misma.»
Estábamos solas en el compartimento. Ella hablaba un buen castellano con acento francés y comía naranjas a la misma velocidad que contaba secretos. Nuestro breve espacio se llenó del olor dulzón del cítrico. Me invitó varias veces a participar en la merendola, pero yo prefería oler las naranjas a comerlas. Y no deseaba perderme detalle de la narración de su vida, que me acortó el largo viaje. De regreso, la convertí en protagonista de un relato. En realidad, pienso ahora, el verdadero protagonista no era ella, sino el tren que propició nuestra complicidad.
Se ha escrito mucho acerca de la relación entre el ferrocarril y el amor. En el siglo XIX, los primeros trenes supusieron una revolución de inmediatez y velocidad en los encuentros amorosos. Los amantes se subían al tren y llegaban descansados a sus destinos. Tecnología punta al servicio del amor.
Suele decirse que Gustave Flaubert, el novelista francés, no habría podido ser amante de Louse Colet de no haber existido el tren que unía París (donde vivía ella) con Rouen (la ciudad de él). Su idilio acaso fue mucho menos apasionado de lo que ella deseaba —a juzgar por sus cartas— y mucho más extenuante de lo que él estaba dispuesto a tolerar, pero sin el tren no habría sido nada de nada, pues la distancia que les separaba era lo bastante grande para que un agotador viaje en diligencia fuera una posibilidad muy poco apetecible.
Cada vez que subo a un tren me da por recordar a la comedora de naranjas y los amores de Flaubert y Louise. Me pregunto qué pasiones propiciará en nuestros días la alta velocidad. Qué conversaciones truncarán las menguadas horas de recorrido. O mejor aún: qué ciudades conocerán los atribulados viajeros que por culpa de un buen conversador, y aún poco habituados al ritmo de las cosas, se pasen de largo de sus destinos. A qué radio de acción puede extenderse el amor en estos modernos tiempos de ferrocarriles confortables. En el fondo, todos estamos de acuerdo con Flaubert. El amor es extenuante. Conviene abordarlo con lentitud.
Sin embargo, la lentitud merece que lleguemos pronto.
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