27 de diciembre de 2009

Instinto maternal (relato inédito)


¿Vendrás esta noche al concierto? Después habrá fiesta donde siempre.
Mis amigos conocen la respuesta, pero a pesar de todo insisten. Tuerzo el gesto, finjo tristeza, resignación. No puedo, les digo, ya sabéis, los niños...
Y ellos saben, por descontado que saben, para algo nos conocemos desde hace más de veinte años. Entienden. Se hacen cargo de que soy la única de la vieja pandilla de aves nocturnas que no puede disponer a su antojo de su tiempo, que se ha visto obligada a cambiar sus costumbres, que ya no puede seguirles de bar en bar cada vez que se les antoja a los de siempre. Me dan la razón sin pronunciar palabra y sus ojos buscan refugio en la comprensión cómplice del otro. A veces siento que me compadecen, pero simulo que no me doy cuenta. Yo sé que debe ser así: es esa zanja infranqueable que separa las preocupaciones de quienes tenemos hijos de las de aquellos que optaron por no hacerlo. Vivimos en mundos diferentes. No tenemos casi nada que ver. Sólo el vago espejismo de que yo un día fui libre como ellos y que ellos un día imaginaron el terror de estar amarrados a otras personas de por vida.
Sé que ellos recuerdan lo que ocurría años atrás, cuando en estos mismos bares querían saber el porqué de tanto empeño, de dónde había sacado mi espíritu de maternidad tan universal y tan sediento, y yo les explicaba, con alegría al principio, con una inmensa tristeza después, lo mucho que significaba para mí sostener entre mis brazos una pequeña vida que yo misma había traído al mundo y lo mucho que me dolería no poder hacerlo. Les hablaba de dolor y miraban dentro de sus vasos, hacían tintinear sus cubos de hielo, esquivaban la mirada de la vida. La seriedad de mis palabras les dejaban sin ganas de bromear.
Muy pocos supieron de la época en que lloraba en los parques, de aquella soledad consecutiva que sucedía a la huida de mis amantes, del angustioso deambular por aquellas clínias frías llenas de enfermeras que sonreían todo el rato, y de la palabra final, sanatorio, a la que di vueltas durante más de un año, en aquella soledad que me impuse a mí misma, en aquella blancura de los días y las noches. Recuerdo una migraña insufrible que parecía el fin y un enfermero atractivo y amable que no sonreía. Cerré los ojos y pensé: cuando amanezca de nuevo, seré otra persona o habré muerto. De algún modo, una misma se da cuenta cuando llega al punto de no retorno.
Sobreviví.
Nadie supo nunca cómo ni de quién llegó la solución. Yo jamás hablo de eso. Cuando salí de allí, apenas unas semanas más tarde, era madre. Atribulada y generosa, como la mayoría de las madres que deben serlo en solitario. Pero también feliz, por primera vez en mucho tiempo. Los amigos me aceptaron igual que siempre, aunque al principio nos costó encontrar temas de conversación. A ellos, es natural, les molestaba mi constante referencia a los niños. Los padres y madres de familia solemos aburrir con nuestras cuitas. Su sopor me parece natural, un precio que pago con gusto. Aunque procuro no abusar de ello.
Con el tiempo, mis amigos dejaron de espantarse. A veces incluso me dan su opinión sobre las cuestiones que me atormentan. Aquella gripe que dejó a mi hija en los huesos, por ejemplo, o cómo hacer para que se alimenten correctamente. Yo siempre fui de mal comer, mis hijos lo han heredado de mí y yo reproduzco con exactitud la desesperación que tanto recuerdo de mi madre, casi cuarenta años después. Me sorprende que nunca pregunten nada. A veces parecen molestos. Cuando eso ocurre recuerdo la frontera que nos separa y cambio de tema. Tengo derecho a divertirme. Al llegar a casa, después de esos ratos, suelo tropezar con la realidad de los platos de comida que nadie ha tocado. Arrojo los restos al cubo de la basura, preocupada, inundada de dudas. ¿Se puede sobrevivir comiendo tan poco? ¿Debería cambiar de pediatra?, me pregunto.
Lo peor es ducharme. No soporto escucharles corretear por el pasillo mientras intento relajarme bajo el chorro de agua caliente. Pensaba que tal vez aprenderían a respetar mis necesidades, pero no es así. Después de todo, los niños son niños y no entienden ciertas palabras. Me enfado con ellos, pero en el fondo les perdono enseguida. No puedo evitar recordar lo desgraciada que era cuando no les tenía, y eso me crea nuevas culpabilidades: acaso por ese motivo les estoy consintiendo demasiado. Todo el día transcurre en un trajín, de modo que llego a la noche agotada, me acuesto en cuanto ellos se meten en la cama y me duermo en el acto. Por fortuna, jamás he conocido malas noches. Los niños han dormido siempre de un tirón y jamás han sufrido indisposiciones nocturnas. Soy de las que acusan enormenente la falta de descanso, eso habría sido horrible para mí. Además, duermo como un bebé. A veces me pregunto si les oiría si me llamaran en la oscuridad. Tal vez lo hacían, en otro tiempo, y se rindieron a la evidencia de que su madre no iba a acudir.
Así que mañana comenzará un día idéntico a este. No me importa, todo lo contrario: me hace sentir segura. Despertaré a las siete y cuarto con las canciones infantiles de la televisión cantadas a voz en grito por mis dos tesoros. Les serviré el desayuno, insistiré para que se lo tomen, les llevaré al colegio, me iré a trabajar, contaré las horas que faltan para salir, por fin darán las seis, les recogeré, tararearemos canciones alegres de camino a casa, les prepararé una buena cena, insistiré en parecerme cada vez más a mi madre, me daré una ducha mientras ellos corretean por el pasillo, les regañaré con dulzura por no permitirme ni diez minutos de paz, tal vez luego le cepille el pelo a mi hija, o hablemos de cómo nos ha ido el día, les besaré con todo mi amor antes de dormir y me meteré en la cama destrozada.
Así ocurre desde hace más quince años.
Así seguirá ocurriendo hasta el día en que me muera.


La imagen es de Dalla, de Flickr

3 comentarios:

Begoña Argallo dijo...

Creo que cualquier madre se siente retratada en esta entrada. Lo daríamos todo por ellos, luego crecen ( en mi caso uno ya conduce y otra va al instituto)y hacen lo posible por dejarnos atrás. De pronto nos miran como si fuésemos un fastidio, como si no quisieran parecerse a nosotros. Pero resulta que cuando ellos han sido lo más importante de tu vida y no has tenido ni cinco minutos para ducharte tranquila, tienes con ellos un cordón umbilical invisible que nadie cortará. Quedan todos esos cuentos que les contaste, los libros que les trajiste a casa desde la biblioteca, las películas que alguna vez disfrutásteis juntos mientras intentabas explicarles lo que es la vida. Y todo eso queda anclado en alguna fibra de lo que son. Mañana si saben apartarse de los peligros crecerán tal y como tú quisiste verlos crecer. Y envejecerás sabiendo que ya tienen sus vidas y que apenas tendrán tiempo para tí, pero no mirarás el calendario con amargura ni contarás los días que faltan para verlos, porque sabrás que están criando a sus hijos como tú les criaste a ellos, sin tiempo para ducharse. Y sabes que están haciendo lo mejor.
Gracias Care, como siempre un placer leerte.

Care dijo...

Qué bonitas palabras, Begoña. Gracias por regalárnoslas y un beso.

Begoña Argallo dijo...

Robert de Niro díce que no necesita auditoría, que para críticos ya tiene a sus hijos capaces de bajarle los humos en un periquete.
Pues como madre te diré que desde hace unos años tengo prohibido comprarle a mi hija de 12 años cosas rosas. No hay mayor frustración para una madre como comprenderás y de Hello Kittie vamos ni hablar.
El otro día su madrina le regaló sabanas y pijama rosa de la susodicha. Yo vi aquello y le pregunté cuando dijo que le encantaba ¿de verdad te gusta? afirmativo ¿te lo vas a poner? afirmativo. Y constato que le encantó y duerme como una niña. Afortunadamente siempre hay quien puede devolvernos la niñez de nuestros hijos aunque no lo creamos posible, en este caso fue un hada madrina.
Un abrazo.