10 de julio de 2008

Dale nombre a tu vida, de Rebeca González *

-Mi nombre es Jimena y tengo catorce años.
Eso era todo lo que había que decir cuando entrabas en aquel grupo al que mi madre me había apuntado, como si la edad fuera el delito que habías cometido o como si fuera tu pecado; igual que los alcohólicos dicen en sus grupos de ayuda “me llamo Federico y soy alcohólico”. Reconocer que tenía 14 años era reconocer mi pecado, mi defecto, mi verdad, era el primer paso del camino de la recuperación: reconocer que tenía, que tengo, catorce años.
Mi madre me había dicho muchas veces que cuando yo nací, el día que yo nací, había sido uno de los días más felices su vida, que se sintió llena, realizada y otros adjetivos que yo ni siquiera entendía y a los que dejaba de prestar atención o buscaba algún motivo para dejarla con la palabra en la boca, porque ya me conocía yo esas sesiones de “mi niña pequeña y como ha crecido” y “¿por qué no vemos las fotos del álbum que te hice cuando eras pequeña?”. Si algo no soportaba era que mi madre se pusiera babosa conmigo e intentara hacer como si fuéramos amigos y eso era lo último que yo quería, que fuésemos amigas, porque era una amistad falsa, ella sólo quería información, meterse en mi vida, saber si yo fumaba, si tenía novio y esas cosas que preocupan a las madres.
Pero a mí lo que me preocupaba eran otras cosas, fumar no tenía, no tiene, importancia, soy joven y aún puedo fumar muchos años sin que mi organismo se resienta y además yo puedo dejarlo cuando quiera. Tener novio, “novio” una palabra que debería desaparecer del diccionario, para los tíos son de usar y tirar, me niego a que me hagan daño, o que intenten cambiar el rumbo de mi vida.
Anoche mi madre me dijo que mi padre, al que odio elevado a la enésima potencia, me había vuelto a llamar para hablar conmigo. Ya le he dicho yo mil veces a mi madre que no quiero ni verle, ni volver a oír su nombre y que para mí es como si estuviese muerto.
Por cierto al que voy a matar es a mi hermano pequeño otra vez le he pillado en mi habitación cotilleando mis cosas e intentando abrir mi diario, le he dado un manotazo que le he dejado todos los dedos marcados en la cara. Se ha ido llorando a decírselo a mamá; pero ya ves a mí lo que me importa, como me vuelva a poner la mano encima, otra vez, la vuelvo a denunciar al defensor de menores.
Estoy deseando tener los dieciocho para salir de esta casa y ser libre, estoy más que harta, de que mi madre me organice la habitación todos los días antes de irse a currar y de que me lave la ropa con ese detergente que huele a flores y que detesto, estoy harta de les dibujos que me regala mi hermano pequeño para que los cuelgue en mi habitación, él si que está “colgao” si cree que voy a poner esos garabatos al lado de mis pósteres de Tokio hotel o de Mario Casas.
El único que molaba en casa era mi hermano mayor, ¿dónde estará, el muy cabrón? Él sí que pasaba a tope, ponía la música a retumbar hasta que bajaba la vieja del tercero a protestar aporreando la puerta, cuando mamá no estaba, y la dejaba ahí hasta que se cansaba de llamar.
Mañana mi madre sí que se va a cansar de llamarme porque tengo que estar a las seis en la estación, al juez no se le ha ocurrido otra cosa que mandarnos a un hospital de parapléjicos donde tenemos que ayudarlos durante una semana, ya veré como me escaqueo.
Nueve meses más tarde.
Antes de ir al instituto he pasado por casa de mi hermano mayor para ayudar a su mujer, Marian, a levantarle la cama, lavarle y sentarle en la silla antes de que ella salga a trabajar. Es enfermera y una mujer excepcional, quiere a mi hermano con locura a pesar de todas sus limitaciones, le ha cambiado por completo y yo le veo ahora mucho más feliz que antes cuando podía andar
Mi madre y ella se llevan estupendamente. Además le ha conseguido un trabajo mucho mejor que el de antes, con mejor sueldo y menos horas, en el hospital en que ella trabajaba. Así mamá está conmigo y con mi hermano pequeño por las tardes y a mí me ayuda a estudiar, se sienta conmigo y me pregunta los temas y a Roberto, mi hermano pequeño, le ayuda con las divisiones.
Roberto ha ganado un concurso de dibujo y yo he enmarcado el dibujo premiado y lo he puesto en mi habitación, me encanta verlo por la noche antes de dormirme porque es un dibujo en el que aparecemos todos: mi madre muy guapa con su pelo rubio suelto, él, pintado en el cuadro, como Velázquez en Las Meninas, Marian y José, mi hermano mayor, en su silla de ruedas, a la que Roberto ha puesto alas y yo vestida de médico con el fonendo. Todos vamos dados de la mano y todos sonreímos.

* Rebeca González Ruiz nació en Madrid en 1994 y actualmente es alumna del IES Francisco de Goya / La Elipa de Madrid, barrio en el que vive. Quiere ser profesora de Primaria. Con el relato que hoy publicamos obtuvo uno de los galardones del Concurso Literario del IES Francisco de Goya de este año. Anterirmente había obtenido también el premio “Caja Mágica”.

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