3 de octubre de 2011

1799


Por una extraña casualidad, mis últimas dos lecturas han sido novelas ambientadas en el año 1799: Senyoria, de Jaume Cabré (maravillosa novela inexplicablemente no traducida al castellano, y sí al alemán y al francés) y Mil otoños, de David Mitchell. La primera, está escrita por un autor catalán que vive en Matadepera (provincia de Barcelona). La segunda, por un inglés que ha vivido en Sicilia y Japón antes de radicar en Irlanda. Cabré tiene más de sesenta años. Mitchell poco más de 40. Ambos tejen novelas complejas, extensas, que rehúyen las definiciones, donde los personajes embelesan. La de Cabré ocurre en Barcelona en las últimas semanas del siglo XVIII. La de Mitchell arranca en Deshima, Japón, en julio de ese mismo años. En ambas hay magistrados corruptos, viajeros con sed de aventura, prostitutas moribundas y amantes de los libros. 

Cabré y Mitchell pertenecen, sin saberlo, lo más probable es que sin haberse leído nunca, a una misma familia. Por lo que a mí respecta, me une a ambos una fidelidad sin mácula. Lo he leído casi todo de los dos. La pasión por Mitchell surgió hace ya algunos años, cuando cayó en mis manos El Atlas de las Nubes. Poco a poco fui descubriendo sus novelas, y llenando de significado aquella frase que puedo pronunciar tan pocas veces: es un autor que jamás defrauda. Lo de Cabré es una fiebre reciente, recientísima. Podríamos decir que en septiembre me he dedicado, casi de forma profesional, a ser lectora de Jaume Cabré. He hecho algo horrible: comencé a leerle por su última novela -Jo confesso (Proa) / Yo confieso (Destino)-, casi mil páginas de emoción tras emoción y quedé tan impresionada que comencé a recular. Les veus del Pamano, Senyoria, La teranyina, su única obra de teatro, sus libros de ensayitos sobre el arte de escribir y la virtud de leer... Y a pesar de recorrer el camino inverso -es decir, de lo último a lo primero- aún no sé cuál de estos libros es el mejor, pues todos me parecen magníficos, redondos. Lo que más me maravilla es haber llegado a ellos tan tarde. Y me enfurruño de pensar que se me están terminando y que el autor tarda ocho años en escribir una nueva novela. Así que, mientras tanto, busqué consuelo en Mitchell. Y he aquí que la casualidad del último año del siglo XVIII hizo que todo tuviera ese sentido difuso y feliz de las casualidades que nunca lo son.

Y termino con palabras de Cabré que reflejan este estado de exaltación desde el que escribo:

El lector de una novela, el lector de poesía, si ha salido de ellas transformado, cuando cierra el libro por última vez sabe que desde ese momento él es él más esa lectura.

* La ilustración es del artista neoyorquino Eric Drooker.





2 comentarios:

Rebeka October dijo...

Todos los libros que se leen, acaban transformando de una manera u otra al lector.
Nunca se es el mismo cuando se cierra un libro, si éste se lee con el corazón.

Me apuntaré los nombres, por si algún día acabo esa lista interminable de mis libros por leer.

Un beso grande.

Begoña Argallo dijo...

Creo que las palabras de Cabré suceden siempre, toda lectura nos aporta algo.
Saludos