6 de julio de 2007

Abismo

Leo, conmocionada, el caso de un alto ejecutivo vasco instalado en Inglaterra. Lo tenía todo: juventud, un ascenso recién concedido, un trabajo (estupendo y bien pagado en una empresa de seguros mundialmente conocida). La propia empresa le costeaba el apartamento londinense donde vivía con su mujer y su hija de dos años, Yanire.

Un sábado de abril, el matrimonio y su hija viajan de Londres a Bilbao para asistir a la boda de un amigo. Allí son el centro de todas las mitadas, un modo como otro de decir que son la envidia de todo el mundo. A él, dicen los testigos, se le vio orgulloso en su papel de esposo y padre, la típica imagen del hombre feliz porque lo tiene todo.

Cuatro días más tarde sus amigos tropiezan con su fotografía en el periódico. No en la sección de "Economía", como cabía esperar, sino en la de "Sociedad", que antes de la era eufemística se llamaba "Sucesos".
La notica cuenta cómo una vecina de la pareja, alertada por el escándalo que escuchó en el apartamento del joven empresario —golpes, gritos, gemidos amortiguados—, avisó a la policía. Cuando los agentes llegaron encontraron a la mujer con un ataque de histeria, al marido encerrado en el cuarto de baño y a la pequeña Yanire sangrando por la boca, la nariz y los oídos. La niña murió pocos días más tarde en un hospital londinense, mientras su padre era ingresado en un centro de salud mental.

¿Cuánto tiempo es necesario para destrozar a golpes el cráneo de una niña de dos años? ¿Cinco minutos? ¿Diez segundos? He aquí la distancia que separa la locura de la cordura. Lo justificable de lo que no puede argumentarse. La normalidad del abismo.
Es casi imposible no preguntarse qué hubo dentro de ese abismo, qué ocurrió. ¿El triunfador tuvo un mal día? ¿Trabajaba demasiado? ¿Le acababan de dar una mala noticia? ¿Discutió con su amante? ¿Llevaba noches de mal dormir?
¿Es posible hallar alguna explicación, ya que no hay justificación posible?
¿Qué media entre lo que todos envidian y los cinco segundos que siegan tres vidas?

He aquí el Abismo.
El que todos llevamos dentro.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Es muy fácil caer en el abismo: noches sin dormir, cansancio, una nena que llora por cualquier tontería...

La tentación de "estamparla contra la pared" es enooooorme a veces.

Sólo que nos frenamos. Efectivamente hay un interruptor que consigue que no lo hagamos.

Pero ¿y si el cansancio es extremo? ¿las tensiones enormes?... Pues el interruptor hace "switch" y, plaff, estampas a tu hija contra la pared.

¿Vosotros os creéis de verdad a salvo de no hacerlo? Yo no. Todos los que hayan vivido unas cuantas noches (y días) de llantos de bebés saben que el abismo está bajo nuestros pies.

Switch.

Carmen Fernández Etreros dijo...

Siempre me ha preocupado cuando leo este tipo de noticias la razón por la que estos "abismos" aparecen en personas aparentemente equilibradas y que no han dado problemas previos a sus familiares o amigos. A mí también me sorprendió esta noticia y los comentarios de sus familiares y amigos sobre la estabilidad del padre de la niña.

Y entonces me pregunto, ¿puede el entorno o el stress influir tanto hasta volver a una persona tan violenta? No puedo pensar que esto sea así. Me da pánico.

Me encanta tu blog Care.

Fernando Alcalá dijo...

¿Esta historia es real? Pone los pelos de punta... Supongo que por lo real que es. Sin embargo, es eso, yo me quedo con ganas de saber más. ¿Qué hay detrás?

http://community.livejournal.com/fertextos/

Joan Carles dijo...

Uf, la respuesta que anónima da a la pregunta que ella misma formula al final de su texto estremece en lo más hondo. Y, aun peor, aterra. Porque si la respuesta fuera cierta, supondría que en cada uno de nosotros se alberga el horror. Pero yo no creo que sea así. No creo que todos seamos capaces de reaccionar a lo complejo, a lo difícil, a lo inusitado, a, qué sé yo, lo que roe lo más profundo de nuestra alma de la misma manera que el maldito del que nos habla Care. Y no digo que no podamos tener pensamientos de lo más escabrosos, terribles e infames hacia nuestra familia, hacia nuestros amigos y hasta hacia nuestros hijos. Sería un hipócrita si afirmara lo contrario. Pero ocurre que la cultura ha sublimado la mayor parte de las reacciones a estos pensamientos, y aunque seamos capaces de reconocerlos no somos capaces de ejecutarlos. Quien altera el núcleo de aquello en lo que se basa su vida a la manera del funesto protagonista de la noticia, ha de tener, o carecer de, algo que los normales del mundo no tenemos, o tenemos. Me refiero a que esas reacciones a según que ideas o pensamientos, que la cultura ha sublimado y ha soterrado en lugares remotísimos y hondísimos de nuestro cerebro, han de situarse en lugares más cercanos a la superficie para quien actúa de este modo.

Una imagen: una prisión como símbolo del lugar del cerebro en el que se albergan estas ideas y pensamientos a los que me refiero. Y, a partir de aquí, dos imágenes más: la primera, para algunos, una prisión con gordas paredes de acero de la que no es capaz de escapar nada; la segunda, para otros, una prisión con finas paredes de cristal. Y dentro de ellas, las ideas proscritas. Alborotadas, hirviendo por el odio y por el dolor, babeantes, luchando por salir. Luchando e hinchándose, hinchándose, hinchándose…

La vida, para la mayoría, sucede con normalidad. Y esa la normalidad, y en ocasiones hasta la felicidad, contamina nuestros días. Y reímos y lloramos y peleamos y amamos y morimos.

…hinchándose, hinchándose, hinchándose. Y entonces: crash.

Anónimo dijo...

totalmente de acuerdo.
Los niños son extenuantes, y los que los hemos tenido llorones entendemos (que no justificamos) casos así