6 de enero de 2010

La orfebrería de la emoción


El pasado 8 de diciembre tomé el vuelo de Air Nostrum IB 8857 entre San Sebastián y Barcelona que salía a las 17:55 y llegaba a las 19:55. Ocupé el asiento 12C. Fue un vuelo estupendo, que se esfumó mientras terminaba las memorias de Esther Tusquets y apuntaba algunas citas que me habían llamado la atención en mi cuaderno, siempre igual pero sistinto cada cierto tiempo: una Moleskine negra tamaño medio folio, de tapas duras y hojas rayadas.
Cuando llegué a casa reparé -horror- en que había perdido la Moleskine.
Recordé en un fogonazo cómo y dónde la había perdido: la dejé en el bolsillo delantero de la butaca, a la espera de poder guardarla con más comidad. Cuando aterrizamos, se me olvidó.
Aquella noche recordé, una por una, las cosas que había en ese cuaderno. Lo comencé en noviembre, en otro avión. Entre mis muchos rituales, me gusta especialmente el de dedicar los viajes a confeccionar mis cuadernos, a repasarlos, a adorarlos. Esa Moleskine tenía historia desde la primera página, porque lo compré en Miami y lo comencé sobrevolando Estados Unidos, entre Nueva York y Chicago. Le puse un título -cada uno de mis cuadernos lleva uno diferente-, lo numeré -era el sexto-, dediqué las dos primeras páginas a retener las citas de su predecesor de las que aún no puedo desprenderme -siempre lo hago: de algún modo hay en los cuadernos que voy abandonando un montón de cosas que me duele dejar atrás, y además un cuaderno en blanco es mala compañía, de modo que siempre dedico las 3-4 primeras páginas de mis libretas a ese recordatorio, y eso me ayuda a sentirme menos desamparada cuando en todas partes saco mi cuaderno y él me protege del miedo escénico- y a continuación comencé a apuntar cosas de nuevo cuño. En la página 5 anoté mis impresiones que me había causado la ciudad de Chicago por si un día decido utilizarla como ambientación novelesca. En las páginas 7 y 8 apunté cuatro posibles argumentos para 4 posibles novelas que rondaban desde hacía tiempo por mi cabeza sin que me hubiera decidido a retenerlas y que de pronto allí, frente al lago Michigan, cuando bajaba de la noria de Navy Pier me vi en la obligación de apuntar. Lo hice mientras se le encendían las primeras luces a la ciudad, aún poco invernal, y enseguida me sentí mucho mejor. Al día siguiente, saqué la Moleskine en la maravillosa librería Barnes & Noble de Union Square, me senté en la cafetería con una decena de libros que no pensaba comprarme y tomé nota de un montón de citas e ideas escarbadas de ejemplares que ni han sido publicados ni lo serán en España. La mayor parte de las citas hacían referencia al oficio de escribir. Recuerdo que había una que decía: "Ser escritor es como tener deberes por las noches durante el resto de tu vida".
Aún había más en aquellas pocas páginas. Media docena de títulos para los que no se me ha ocurrido aún una novela. Unos veinte nombres para futuros personajes. Un recorte de periódico donde se pasaba revista a las veces que la humanidad ha temido que iba a asistir al fi del mundo (esto era para la novela que estoy terminando), una muñequita de papel que acompañaba un regalo entrañable que me hizo una desconocida en el Hotel AC de Gijón, y un montón de cosas más. Mis cuadernos son cajones de sastre donde se da cita todo lo que me pasa por la cabeza o por las manos y merece la pena conservarse. Eso, considerando que soy una mitómana y una olvidadiza que necesita esta prolongación en tapas de piel negra de su propia memoria. Es decir: apunto muchas cosas, casi costantemente. Y esas cosas son la materia prima con que invento las historias que voy escribiendo.
Pues bien, todo eso se quedó en el avión de hélices que me había traído de San Sebastián. Y yo me quedé desolada, claro.
Al día siguiente comenzamos las pesquisas. Bajo el lema -brújula de mi vida- de que prefiero arrepentirme de lo que he hecho que de lo que no he hecho, y ayudada por mi fiel hada madrina, Mònica, comencé un juego de pistas absurdas con Iberia como escenario. Números de teléfono donde no responde nadie, oficinas fantasma, operarios que no tenían ni idea de lo que les estaban contando, cartas burocráticas donde a nuestra desesperación le habían asignado un número de expediente, operarios que nos aseguraban que ese número de expediente no correspondía a nada o era imposible... hasta que, al borde de la desesperación, y después de describir varios círculos sobre nuestros propios pasos, una señorita nos echó la bronca por no haber reclamado antes el cuaderno, y nos dijo indicó en qué mostrador de qué lugar debíamos recogerlo. Allí me plantifiqué a las tantas de la noche y, después de ser enviada a varios extremos del aeropuerto cual bola de pin-ball -¡qué grande es la terminal nueva de El Prat, carajo!- , tuve que irme a casa con las manos vacías. El lunes volví a la carga, conseguí contactar con alguien que por fin parecía informadoy que me informó por fin...de que por cuestiones "de protocolo", habían mandado mi Moleskine a Madrid, donde podía ir a recogerla al mostrador de objectos extraviados de Iberia.
Y yo, más extraviada que los objetos del mostrador, que me he pasado los últimos tres meses fuera de casa, de pronto no tenía viajes a la vista. Decidí contrartar una empresa de mensajería para recoger mi Moleskine en Barajas, y cuando llevaba tres días esperando a que llegara me llamaron los mensajeros para decirme que no pensaban ir a buscar nada a ese sitio porque nunca les atendía nadie. DE modo que volvíamos a estar como al principio y yo ya empezaba a pensar en redactar una nueva carta para Iberia reclamando, además de mi Moleskine, mi paciencia, por si estaba también en la oficina de objetos extraviados de Barajas...
Hasta que un señor me llamó por teléfono y me preguntó por favor si podía hablar con Henry Miller. Fue un punto de inflexión, una señal. El espectro de Henry Miller había tocado la conciencia del custodio de las cosas perdidas de Iberia. Loado sea Miller y, de paso, el custodio.
El señor, que dijo ser de Iberia, llamaba a mi número de teléfono porque lo estaba leyendo en la primera página de un cuaderno que alguien había olvidado en un avión, dijo.
Es una parte importante de mi ritual de empezar un cuaderno: apunto mi teléfono y mi correo electrónico, por si un día lo pierdo y alguien lo encuentra. Hasta ahora nunca había escrito nada debajo de esos datos. A partir de este momento escribiré también: "Se gratificará". Creo que todo habría sido más fácil si hubiera dejado claras ciertas cosas (involucrar al poderoso caballero en este asunto, por ejemplo).
Pero volvamos al amable señor (porque fue muy amable) que marcó mi número y preguntó si yo era Henry Miller.
"Aquí pone Heny Miller", dijo, mientras yo recordaba una de las citas que tomé en Union Square y daba saltos de alegría. Y me informó de algo más: existe otro modo de recuperar los objectos que se pierden en los aviones. Una vez al semestre, por lo menos, Iberia organiza una curiosa subasta con todo el material que la gente olvida. Es de lo más curioso, me dijo, hay desde piernas ortopédicas, muletas, juguetes o ropa interior. Salen a subasta por lotes y cualquiera puede pujar por ellos. Algunos son muy económicas, me explicó. Imaginé mis ideas subastadas junto con una pierna postiza, un bastón de setero y una faja de la talla 60, y por poco me da algo. Por fin, le prometí al caballero telefónico que alguien iría en las siguientes 24 horas a buscar mi cuaderno y le pedí por favor -creo que varias veces- que lo pusiera a buen recaudo hasta que llegara mi brioso emisario. Creo que después de hablar conmigo debió hojear mi libreta de otro modo, movido tal vez por la curiosidad que le despertó mi actitud. Espero que mis ideas para futuras novelas fueran de su agrado y desde aquí le mando un saludo cariñoso.
El caso es que mi adorado suegro pasó por mi cuaderno al día siguiente. Eso fue el 28 de diciembre y podría ser una broma, pero por fortuna no lo es. Mi suegro se llevó la regañina del personal de Iberia en última instancia (otra vez por no habermnos preocupado antes, siempre según ellos, claro), pero recuperó mi tesoro de piel negra y hojas rayadas. Ayer me lo trajo a casa, como un Melchor inesperadamente generoso y mágico. De modo que hoy los reyes me han traído mi Moleskine, mi cuaderno número 6, y he recuperado las citas, las ideas, la ciudad de Chicago, mi ratito maravilloso en Union Square y muchas cosas más.
Leo en el último libro de José Luis Piquero que durante 12 años se ha preocupado mucho de los procesos que dan pie a la escritura, de la génesis de las ideas y de los sentimientos, de la lenta orfebrería de las palabras, que jamás empieza en las palabras mismas. Pues bien, eso es lo que contienen mis Moleskines: la orfebrería de la memoria y de la emoción. Por eso estoy feliz de haber recuperado todo eso y quiero dedicar este post a Mònica Montaña y Dionisio Olmedo Val, que a mis ojos se han convertido en verdaderos héroes clásicos, tenaces, empecinados, luchadores infatigables, vencedores de cíclopes... y todo gracias a los usos y costumbres del amable y regañón personal de Iberia.

10 comentarios:

Begoña Argallo dijo...

Preciosa historia con final feliz. Hay cosas irrecuperables, como cuando equivocadamente, por fatiga le das a no guardar en el word después de cinco horas escribiendo cosas_ que al menos en ese instante te parecían preciosas.Eso a mí me pasó hace días porque nunca aprendo, pero durante el tiempo que estuve dándole vueltas se me ocurrió otro enfoque que le viene mejor a la historia, y que incluso quedará mejor. Pero queda el dolor de no conservar lo perdido para ojearlo en otro momento.
Hay frases que cambian la vida, o al menos la acompañan, ese caminante no hay camino, se hace camino al andar por ejemplo que vale por toda una vida.
Y bueno, está muy bien recibir como regalo de reyes algo que se ha ansiado tanto. Me imagino que te habrás portado muy bien :)

Luis Manuel Ruiz dijo...

Te comprendo absolutamente. Yo también soy de los que reúnen cuadernos, con una diferencia importante: que ni los numero ni nada por el estilo y luego no sé qué cita, o argumento de futura novela, o nombre de personaje apócrifo he incluido en cada uno. Feliz años y besos mil.

Velda Rae dijo...

Si la matrioshka de papel no seguía dentro de la moleskine, habrá que buscar otra para cuando vuelvas por aquí.

¿Te gustaron los ladrones tan refindamente rusos?

Un beso.

... dijo...

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... dijo...

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Care dijo...

Velda: La matrioshka ¡seguía! Fue lo primero que miré. Ha sido testigo del extravío, espero que cuando se le pase el susto me lo cuente con pelos y señales. Besos!

Marta Cruces Díaz dijo...

¡Qué odisea por tus memorias!
Suerte que al final la recuperaras ;)