26 de marzo de 2010

Nuestra curiosidad es nuestro castigo, que dijo Montaigne


En su tumba nunca falta gente y, mucho menos, flores. Los responsables del cementerio han tenido que desalojar los seis nichos colindantes para dar cabida a la gran cantidad de exvotos, ramos y ofrendas de todo tipo que recibe a diario. Su eterno descanso es el más concurrido del Cementiri de l’Est, el más antiguo de Barcelona. ¿De quién hablo? Dejadme que os presente a un curioso personaje…
En vida se llamó Francesc Canals Ambrós. Murió con apenas 22 años, el 27 de julio de 1899, dicen algunos que en un incendio. Era de origen humilde, como muchos de los que ahora le veneran, y trabajó en los míticos Grandes Almacenes El Siglo, que marcaron toda una época en la ciudad. Se cuenta que en vida ya todos le conocían por su buen corazón y sus buenas obras, que se sacrificaba a menudo por ayudar a la gente e incluso que poseía el don de adivinar la fecha en que alguien iba a morir sólo con mirarle a los ojos. Por lo visto, llegó a pronosticar su propia muerte. Aunque de todo esto sólo queda constancia en la memoria colectiva.
El nicho donde descansa El Santet está protegido por un cristal. En el interior, una fotografía lo muestra como debió de ser: cándido, aniñado, de mirada limpia y tristona. En ocasiones, el retrato no se aprecia, porque los feligreses utilizan ese espacio como una urna y arrojan a su interior sus deseos escritos en pequeños papeles. A pesar de que los cuidadores retiran los papeles cada semana, a menudo cubren la lápida por completo.
Aprovecho mi visita para leer algunas de las notas más visibles. Sé que no está bien, pero es difícil resistirse: «Quiero que mi hijo vuelva a caminar», «Trabajar de lo que sea», «Le agradezco que me curara la pierna», «Dame lo que tú ya sabes», «Gracias por escucharme», «Suerte y salud», «No quiero volver a la cárcel»... Tomo algunas fotos. Mientras lo hago, una mujer se acerca con un ramo de flores. Me hago a un lado. Deposita el ramo entre los demás y reza en silencio durante unos pocos segundos. Luego, se marcha. Me atrevo a hablarle para preguntar si es la primera vez que visita al milagroso personaje y por qué motivo lo ha hecho. La respuesta me deja de piedra: «Vengo cada lunes, para agradecerle lo que hizo y sigue haciendo por mí», contesta. No me explica nada más, ni yo me atrevo a insistir. La veo marchar, muda del asombro.
Antes de irme, hablo un momento con el conserje del cementerio. Me cuenta que la veneración que la gente tiene por El Santet es antigua. «Yo llevo aquí desde 1979 y entonces ya venían muchas personas a pedirle cosas y a traerle regalos, pero últimamente va a más. He leído en alguna parte que esta costumbre empezó a los pocos días después de su muerte, cuando algunas compañeras suyas vinieron a visitar su tumba y aprovecharon para pedirle algo, pensando que si era tan bueno en vida lo sería también después de muerto. Sus peticiones debieron de cumplirse y corrió la voz de que Francesc Canals hacía milagros». Tengo suerte de que al hombre le guste tanto hablar y hoy no tenga mucho trabajo. Me lo paso en grande con la conversación. Me cuenta una jugosa creencia. «Puede que no te hayas fijado, pero hay una grieta que atraviesa la lápida de lado a lado. La gente piensa que la miras fijamente terminas por ver al otro lado una luz muy blanca. Es el más allá, el reino de los muertos. Yo nunca me he atrevido a intentarlo, porque creo que es verdad».
Mientras el conserje habla, se nos acerca un desconocido que nos estaba escuchando. Es un hombre mayor, despeinado, con barba de varios días, que lleva una especie de guardapolvo marrón hecho jirones. Está muy sucio y huele mal. El tema le exalta, a juzgar por su enfático modo de hablar: —Yo sí vi una vez esa luz que dice. Viene seguro desde el otro lado, porque su claridad no se parece a nada de lo que hay en este mundo.
Nadie le ha invitado a la reunión, pero el hombre prosigue, cada vez más animado:
—Me ha ayudado mucho, a mí, El Santet. Lo mismo que a mucha gente que conozco. Lo que le pides se cumple siempre, porque él nunca falla, como otros santos. Lo que no entiendo es por qué no le ascienden de una vez. ¿No dicen que para ser santo hay que haber hecho cinco milagros? ¡Anda que no hace tiempo que el chaval cumplió los requisitos básicos! ¿Cinco milagros? ¡Anda ya! ¡Seguro que ya lleva más de cinco mil! Lo que pasa es que en este país todo funciona igual. Los curas no quieren santos pobres. Da lo mismo que seas un instrumento de Dios en la Tierra o que todo el mundo te necesite. ¿Para qué van a pensar en nosotros, las personas humanas? No se dan cuenta de nada. Yo se lo digo a todo el mundo, para que quede claro de una vez: ese muchacho es santo, un santo de verdad, ¡socialista, público, colectivo!, y lo era ya cuando nació, y es evidente que mientras estaba vivo no paraba de hacer milagros, y ya saben lo que dicen, ¿no?: que por sus obras le conoceréis. Pues eso. ¿A qué coño esperan para mandarle al cielo y nombrarle santo oficial? ¿No ven que desde allá arriba nos ayudaría mucho más que ahora? ¿No ven que merece una corona dorada, un altar en una iglesia, un día en el calendario y ser nombrado patrón de los trabajadores de todos los grandes almacenes del mundo?».
La verdad es que pasé un buen rato con estos personajes. Incluido el muerto milagroso.

3 comentarios:

Begoña Argallo dijo...

Porque me queda algo lejos el santo milagroso, que si no le pediría un imposible más que imposible y si se cumpliera yo misma creería en los santos milagrosos. No es que pida muchos milagros, pero reconozco que no quiero abusar porque ya se me cumplieron muchos milagros y no quiero acapararlos todos.

Escuchando hablar a las personas uno se encuentra con grandes documentadores de historias, eso está claro, y un buen seleccionador siempre ofrece las mejores. Esta es muy, pero que muy buena. Y lo dicho, si estuviese cerca el santo tendría una notita de mi puño y letra, breve pero contundente.

Amante del Delirio dijo...

Me recuerda a la peruana 'Sarita Colonia'.

Begoña Argallo dijo...

...Por cierto, ya le pedí mi deseo. Me lo pusiste muy fácil.