Doce años y veintinueve días después de su muerte, el señor H. regresó a su hogar, aquel cuya hipoteca terminó de pagar su súbita defunción a los cincuenta y seis años. Tuvo que llamar al timbre. Le sorprendió comprobar que su esposa no demostró mucho entusiasmo al volver a verle. Más bien al contrario, le preguntó contrariada qué estaba haciendo allí y él le contestó la verdad, que venía a liquidar algunos asuntos pendientes que no le dejaban descansar tranquilo.
El nuevo marido de su esposa le pareció un ser esquinado y desagradable, pero reconocía que en su opinión pudo influir mucho el hecho de que el fulano llevaba nueve años para diez durmiendo en su cama, mientras que a él le tocó dormir en el sofá. El mismo sofá que compró en una liquidación veintidós años atrás, por cierto, y que tenía los muelles destrozados, como al día siguiente lo estaban sus articulaciones. De sus tres hijos, ninguno mantenía el matrimonio que él bendijo. La pequeña se hacía ahora arrumacos con otra mujer, de muy buen ver, por cierto (en un tris estuvo de sobarle el culo, pero se abstuvo porque en la tierra las cosas no suceden como en el cielo). El mediano tenía dos hijos mellizos en algún lugar de la península por determinar. Al mayor le había dejado su santa, una chica muy hacendosa que nunca le mereció, después de una sucesión de amantes cada vez más golfas. La última era una empresaria de Gijón a la que había conocido en el ordenador (nunca supo si esto lo había entendido mal o qué). Al contemplar una fotografía de su nieto mayor quien, según todos decían, tanto se parecía a él, se topó frente a frente con la mirada inquisidora y azul de su suegra, a quien en la eternidad había frecuentado bastante (muy a su pesar). Preguntó por el perro, pero le dijeron que había muerto sólo un mes después que él a causa de una apendicitis. Aunque la peor sorpresa fue, desde luego, que todos se interesaran, con evidente inquietud, por cuánto tiempo pensaba quedarse.
Al buscar consuelo fuera de casa se encontró con que su mejor amigo estaba recluido en un asilo regentado por enfermeras que parecían soldados de asalto. Su última amante, la única a la que pudo localizar, se meaba encima y no era capaz de recordar ni su propio nombre. Su hermano menor seguía bien, aunque, si aun estando vivo no le había dirigido la palabra durante más de quince años, no era cosa de hacerlo ahora, doce después de dejar este mundo. El paseo marítimo era ahora un horrible bulevar de hormigón y hierro pintado de colorines. Ni la televisión podía soportarse: los políticos no sabían hablar y los famosos no lo eran en absoluto. Lo único que merecía la pena eran las tetas que a veces asomaban a altas horas de la madrugada, mucho más generosas que las de años atrás (por no hablar de las de los primeros setenta). Al fin y al cabo, una teta siempre será una teta, se dijo.
En vista de tal estado de cosas, decidió agilizar sus gestiones. Un lunes por la mañana, después de una noche de constante conflagración con los muelles del sofá, acudió a un par de oficinas, hizo cola ante un funcionario asomado a su ventanilla y hasta le quedó tiempo para adquirir en un quiosco un periódico deportivo y un par de revistas del corazón. Para el camino, les dijo a los de casa cuando llegó a despedirse. Su mujer le acompañó hasta la puerta, como hacía siempre con el de la compañía de la luz cuando venía a tomar la lectura del contador, no por ser amable sino para que no hurtara algún jarrón del pasillo.
Pues bueno, dijo ella. Y él se vio con ánimo de intentar un atrevimiento: ¿No me rascarías un poquito ahí donde me gustaba tanto?, preguntó.
El nuevo marido de su esposa le pareció un ser esquinado y desagradable, pero reconocía que en su opinión pudo influir mucho el hecho de que el fulano llevaba nueve años para diez durmiendo en su cama, mientras que a él le tocó dormir en el sofá. El mismo sofá que compró en una liquidación veintidós años atrás, por cierto, y que tenía los muelles destrozados, como al día siguiente lo estaban sus articulaciones. De sus tres hijos, ninguno mantenía el matrimonio que él bendijo. La pequeña se hacía ahora arrumacos con otra mujer, de muy buen ver, por cierto (en un tris estuvo de sobarle el culo, pero se abstuvo porque en la tierra las cosas no suceden como en el cielo). El mediano tenía dos hijos mellizos en algún lugar de la península por determinar. Al mayor le había dejado su santa, una chica muy hacendosa que nunca le mereció, después de una sucesión de amantes cada vez más golfas. La última era una empresaria de Gijón a la que había conocido en el ordenador (nunca supo si esto lo había entendido mal o qué). Al contemplar una fotografía de su nieto mayor quien, según todos decían, tanto se parecía a él, se topó frente a frente con la mirada inquisidora y azul de su suegra, a quien en la eternidad había frecuentado bastante (muy a su pesar). Preguntó por el perro, pero le dijeron que había muerto sólo un mes después que él a causa de una apendicitis. Aunque la peor sorpresa fue, desde luego, que todos se interesaran, con evidente inquietud, por cuánto tiempo pensaba quedarse.
Al buscar consuelo fuera de casa se encontró con que su mejor amigo estaba recluido en un asilo regentado por enfermeras que parecían soldados de asalto. Su última amante, la única a la que pudo localizar, se meaba encima y no era capaz de recordar ni su propio nombre. Su hermano menor seguía bien, aunque, si aun estando vivo no le había dirigido la palabra durante más de quince años, no era cosa de hacerlo ahora, doce después de dejar este mundo. El paseo marítimo era ahora un horrible bulevar de hormigón y hierro pintado de colorines. Ni la televisión podía soportarse: los políticos no sabían hablar y los famosos no lo eran en absoluto. Lo único que merecía la pena eran las tetas que a veces asomaban a altas horas de la madrugada, mucho más generosas que las de años atrás (por no hablar de las de los primeros setenta). Al fin y al cabo, una teta siempre será una teta, se dijo.
En vista de tal estado de cosas, decidió agilizar sus gestiones. Un lunes por la mañana, después de una noche de constante conflagración con los muelles del sofá, acudió a un par de oficinas, hizo cola ante un funcionario asomado a su ventanilla y hasta le quedó tiempo para adquirir en un quiosco un periódico deportivo y un par de revistas del corazón. Para el camino, les dijo a los de casa cuando llegó a despedirse. Su mujer le acompañó hasta la puerta, como hacía siempre con el de la compañía de la luz cuando venía a tomar la lectura del contador, no por ser amable sino para que no hurtara algún jarrón del pasillo.
Pues bueno, dijo ella. Y él se vio con ánimo de intentar un atrevimiento: ¿No me rascarías un poquito ahí donde me gustaba tanto?, preguntó.
Ay, hombre, ahora, que tengo las manos pringadas de sofrito.
Lo entendió. Se despidió con mucha prudencia hasta la próxima y bajó andando las escaleras porque ya tendría tiempo allí donde se dirigía de utilizar el ascensor.
Lo entendió. Se despidió con mucha prudencia hasta la próxima y bajó andando las escaleras porque ya tendría tiempo allí donde se dirigía de utilizar el ascensor.
1 comentario:
cUENTECILLO:No es que hubiera perdido la memoria.Es que no recordaba dónde la había puesto.Antonio Porpetta
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