En el colegio de mis hijos practican lo que se llama “entrada escalonada” con el grupo de los alumnos más pequeños, los de tres años. El invento, maldito por los padres, consiste en llevar al niño sólo unas pocas horas el primer día y otras pocas horas el segundo, para dejar que se inicie en la jornada completa sólo al tercer día, y (si puede ser) sin quedarse a comer. Parece una tontería, y en esta moda general de criticar a los maestros y profesores, se oye a muchos padres protestar por los pasillos del cole: «¡Así tienen dos días más de vacaciones, con sólo la mitad de los alumnos en clase!», «Las que son escalonadas son las ganas de trabajar de éstos» (sic).
La verdadverdadera es que los maestros, a quienes nunca me cansaré de defender, se encierran en las aulas con doce niños berreando de desolación porque sus madres les han abandonado en un lugar extraño lleno de desconocidos. Encima, son capaces de sobrellevarlo con una sonrisa y grandes dosis de ese cariño tan teatral que a veces nos parece ridículo a los desnaturalizados mayores. ¡No quisiera estar yo en el lugar de los educadores de infantil, desde luego! Ya se lo digo a los chavales de secundaria, cuando les visito de vez en cuando: ¿Sabéis por qué no podría dar clases? Me miran con curiosidad y se ríen cuando digo: Porque cada día mataría a dos o tres alumnos. Pues con los de tres años, igual... pero más. Llegaría la mamá abnegada a recoger a su retoño gritón y yo tendría que decirle: «Lo siento, señora, lo he triturado cuando llevaba 45 minutos taladrándome los tímpanos con su llanto».
La verdadverdadera es que los maestros, a quienes nunca me cansaré de defender, se encierran en las aulas con doce niños berreando de desolación porque sus madres les han abandonado en un lugar extraño lleno de desconocidos. Encima, son capaces de sobrellevarlo con una sonrisa y grandes dosis de ese cariño tan teatral que a veces nos parece ridículo a los desnaturalizados mayores. ¡No quisiera estar yo en el lugar de los educadores de infantil, desde luego! Ya se lo digo a los chavales de secundaria, cuando les visito de vez en cuando: ¿Sabéis por qué no podría dar clases? Me miran con curiosidad y se ríen cuando digo: Porque cada día mataría a dos o tres alumnos. Pues con los de tres años, igual... pero más. Llegaría la mamá abnegada a recoger a su retoño gritón y yo tendría que decirle: «Lo siento, señora, lo he triturado cuando llevaba 45 minutos taladrándome los tímpanos con su llanto».
En realidad, lo que les hacemos a los niños es durísimo: les enseñamos, desde el primer día, a vivir sin nosotros. Independencia es una palabra estupenda cuando se tienen 20, 30, 40, 50... y por razones distintas, 60, 70 u 80 años, pero es una de las peores a los 3 o a los 4. Ellos no ansían ser independientes, ni vivir su propia vida, ansían depender de nosotros para todo: llamar nuestra atención, tener animadas charlas sobre Pocoyo, recibir nuestros mimos, cantar una docena de veces «Les oques van descalces», acompañarnos a todas partes, incluidos el baño, la ducha y la cama. La generosidad afectiva de los niños es inagotable: están siempre dispuestos a estar un rato contigo, desean contarte (todas) sus cosas, no te niegan un beso ni un abrazo, se alegran cuando llegas y se entristecen cuando te vas. Nunca pronuncian frase como las que son exclusiva de los mayores: «Ahora no, cariño, estoy trabajando», o «Deja un poquito a mamá, que estoy hablando por teléfono». Para aprender el egoísmo sentimental de los adultos, la compartimentación de los sentimientos que nosotros practicamos a diario, para comenzar a crecer, son necesarias cosas como las escalonadas entradas escolares, en las que enfrentamos a los niños con una dura realidad: que ellos tienen su espacio y nosotros, el nuestro.
Uf.
De pronto, una pesadilla: Mis dos hijos pequeños tienen 47 y 45 años. Yo, 80. Me dejan en la puerta de un lugar pintado de colorines y repleto de desconocidos de 80 años, donde una joven muy sonriente se acerca a mí como si me conociera y me dice: «¡Nos lo vamos a pasar genial esta mañana, Care!». Yo berreo, pero mi hijo finje no darse cuenta. Le dice a su hermana: «Vámonos, rápido, que si lo alargamos es peor». Los dos agitan la mano, detenidos ante la puerta, mientras yo entro contra mi voluntad. «Sólo serán tres horas mamá, pásalo bien y cómete el bocadillo», les oigo decir antes de perderles de vista.
La imagen, de Xotengo en Flickr.
Uf.
De pronto, una pesadilla: Mis dos hijos pequeños tienen 47 y 45 años. Yo, 80. Me dejan en la puerta de un lugar pintado de colorines y repleto de desconocidos de 80 años, donde una joven muy sonriente se acerca a mí como si me conociera y me dice: «¡Nos lo vamos a pasar genial esta mañana, Care!». Yo berreo, pero mi hijo finje no darse cuenta. Le dice a su hermana: «Vámonos, rápido, que si lo alargamos es peor». Los dos agitan la mano, detenidos ante la puerta, mientras yo entro contra mi voluntad. «Sólo serán tres horas mamá, pásalo bien y cómete el bocadillo», les oigo decir antes de perderles de vista.
La imagen, de Xotengo en Flickr.
3 comentarios:
Me has llegado al corazón Care, y yo preocupada porque Martina no va a ir a la guarderia este año, para estar todas las mañanas con su padre, pervirtiendose (en el buen sentido) el uno al otro. Y lo mejor de todo es que yo estoy encantada con la idea.
Igual hoy estoy un poco sensible después de haberme levantado a las 5.30 de la mañana para conseguir una plaza para Martina en un cursillo de natación.
En fin desengañate, a pesar de todo nos llevaran igualmente al asilo, y no por tres horas.
Pilar
A mí me has llegado al corazón por motivos diferentes, nada de pensar que el ir a una residencia, o no, tiene que ver con lo bien que nos portemos. A mí me ha emocionado la comparación, en definitiva un ser humano indefenso y sin los recursos emocionales necesarios -por motivos diferentes- para enterder lo que ocurre. Comunicas tanto y tan bien que me das miedo. siempre.
Realmente no sé quién se siente -o es- más indefenso y desvalido, si el que se queda o quien debe irse sin mirar atrás por si no puede resistirlo.
Publicar un comentario