Acaban de invitarme a una sesión de tuppersex. Antes de asistir a una reunión, conviene imaginarla: una docena de mujeres sentadas alrededor de una mesa donde reposan tazas de café y una bandeja con pastas, dispuestas a abrir sus corazones a nuevas experiencias. Sólo pensarlo me flojean las rodillas, de terror. Imagino a la directora de uno de estos encuentros. ¿Tendrá mi edad? ¿Será más joven? ¿Habrá parido alguna vez? ¿Utilizará juguetitos eróticos habitualmente? ¿Sabrá de la existencia de algo que yo desconozco? Ah, ¡interrogantes incontestables! Lo que es seguro es que se tratará de una de esa féminas deshinibidas que pronuncian la palabra "clítoris" y la palabra "glande" con la misma naturalitat con que otra dice "ventana" o "nube", y que eso la hará sentir muy pero que muy orgullosa (a la par que pasmadas a las demás). Qué delicia, la deshinibición lingüística.
Como no voy a ir, nunca sabré de qué hablan estas desocupadas damas en busca del truco sexual perdido. ¿De las ventajas de la pinza birmana? ¿De cómo los azotes incrementan el placer, según nos enseñó hace varios siglos el Kama-Sutra? ¿De la existencia o no del sobadísimo —aunque nunca lo suficiente— Punto G? Menudo misterio.
Nunca olvidaré una vez en que me reuní con un grupo de señoras sesentonas para hablar de relaciones de pareja. Yo estaba escribiendo un libro sobre el tema, y ellas se prestaron a aportar sus comentarios. La reunión fue en la cafetería de un hotel. Unas pocas mesas más allá, había otra reunión, esta vez de amigas del tupperware. Una de las participantes en el cónclave de fiambreras se equivocó y acabó sentada entre nosotras. Después de un rato de escuchar, horrorizada, cómo mis señoras hablaban de posturas sexuales y desgranaban las bondades y los inconvenientes del sexo anal, la equivocada se levantó y nos dijo, visiblemente sofocada:
—Yo soy totalmente incapaz de hablar de estas cosas.
Es curioso, a mí me habría pasado lo mismo de caer en la reunión de fiambreras. Lo cual prueba una verdad irrefutble: no todo el mundo sirve para participar en cualquier reunión.
Luego están quienes no sirven para ninguna, como a veces siento que me ocurre a mí. De hecho, no hay nada que crea oportuno tratar en reuniones de más de cuatro personas. Por lo general, todas son una lata, un compendio de estupideces y una pérdida de tiempo y de energía innecesarias. Algunas lo son en grado máximo: las reuniones de padres, las de la comunidad de vecinos o las cenas de Navidad de la empresa (las de mi compañero, porque yo no tengo empresa, ergono voy a cenar con gente de la misma).
Todo ello no significa que no me parece buen tema, el sexo, para una reunión (de hecho, el sexo es divertido hasta hablando), sino que hay que elegir bien el momento y la finalidad. Con tu mejor amiga, por ejemplo, da gusto hablar de sexo hasta altas horas, cotilleando como colegialas, dedicadas a ese ejercicio tan sano de la comparación de conductas masculinas (sobre todo) y propias. Con tu pareja, filosofando, analizando las razones etológicas que nos llevan a actuar de un modo u otro, a tener ganas a días alternos, a estar tan ocupados que el sexo siempre no puede ser algo inútil que ocurre demasiado tarde. Y con una misma, claro, del modo en que cada una crea conveniente (ah, el gran tabú, perdón, que este es un blog que a veces leen menores, cambio de tema).
En fin. Todo esto para decir que no pienso ir a la reunión de tuppersex. Llamadme petulante, pero pienso que no aprendería nada, y los lugares donde no aprendo nada prefiero evitarlos. Además, un último motivo, que se me antoja a la vez el más importante: tengo tan poco tiempo, que para qué voy a malgastarlo en la teoría, pudiendo ocuparlo en la (deliciosa) práctica.
La imagen, de Gavin Youl.
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