Una vez, cuando yo misma trabajaba en la sección de "Cultura y espectáculos" de un rotativo con mucho más pasado que futuro, me enviaron a entrevistar a Mariano Antolín Rato. Había escrito una novela llamada "Madrid Blues" en la que la capital era un lugar con catedral -en aquellos tiempos la Almudena seguía en obras perpetuas- y hermosas playas de arena blanca y fina. La había publicado Anagrama y Antolín Rato recibía a los periodistas en la editorial, de la que guardo un vago recuerdo de cuartos estrechos, moquetas polvorientas y sofás de imitación de piel (aunque, ahora que lo pienso, es posible que mis recuerdos me engañen en esto).
Yo tenía entonces dieiciocho años y una vida muy ajetreada. Por las mañanas estudiaba Derecho y por las tardes me las daba de periodista. Debí de ser la redactora en plantilla más joven de toda Barcelona. Casi todos los días salía de trabajar pasadas las once y cogía un taxi -con cargo al periódico- que me llevaba hasta mi casa, a treinta quilómetros. Al día siguiente me levantaba a las seis para llegar a la universidad a las ocho de la mañana, a tiempo para pillar un asiento en las muy concurridas aulas de los primeros cursos de la carrera.
Aunque de todo esto, claro, Antolín Rato no sabía nada. Tal vez de haberlo sabido habría actuado de otro modo. El caso es que yo me planté frente a él con su libro y un cuaderno en la mano y espeté aquella frase-lugar común entre los habitantes del azaroso universo del periodismo cultural:
—Lo lamento mucho, pero no he tenido tiempo de leer tu libro. Me lo han dado esta misma tarde, y sólo he conseguido ojearlo un poco.
Mariano Antolín Rato, a quien recuerdo con un bigote grisáceo al estilo Pablo Abraira, me miró sin perder la calma y replicó:
—No te preocupes. No tengo prisa. Ahí tienes un sofá muy cómodo —señaló el de poli-piel—, donde puedes instalarte a leer. Cuando termines, charlaremos.
No hace falta decir que fui muy aplicada. Leí el libro de cabo a rabo sentada en el sofá de Herralde que, para colmo, estaba en el recibidor, de modo que frente a mí desfilaron uno por uno los tres o cuatro periodistas que estaban citados después que yo. Cuando terminé, me confesé preparada para realizar mi trabajo. Antolín Rato me atendió con la amabilidad que merecía alguien bien preparado, y todo acabó mejor de lo que había empezado.
Por lo que a mí respecta, aprendí una lección elemental: nunca te pongas delante de un escritor y reconozcas que no te interesa un rábano su trabajo. Un escritor es alguien obsesionado con ese trabajo que tú "sólo has podido ojear", alguien obsesionado hasta la enfermedad, hasta el paroxismo, la náusea, la diarrea. Puede ser que no lo hayas leído, pero procura que no note.
Y conste que no digo todo esto por la novela de Antolín Rato. "Madrid Blues", contra todo propósito, me gustó. No será por las agradables circunstancias en que la leí, ciertamente.
Moraleja: Como es sabido, se aprende a ser fraile ejerciendo de monaguillo.
* * * * * *
Aquella madrugada, en la 307 del Gran Hotel Regente tuve el primer contacto con el fantasma del bobo a quien acababa de asesinar. He aquí un axioma infalible: si alguien ha sido idiota en vida, sigue siéndolo después de muerto. Aquel lamentable individuo estaba condenado, por mi culpa, a ser becario desaliñado y memo por el resto de la eternidad. Del mismo modo, yo lo estaba a soportar la venganza de su espíritu y resistir sus embites durante el resto de mi existencia.
Comenzó por algo sencillo: se sentó a mi lado en la cama y formuló durante toda la noche la misma pregunta. Era la pregunta que me había decidido por fin a lanzarme a su cuello, despues de algunas vacilaciones. Se comprendía que, ya que había muerto con ella en los labios, se había convertido en algo que no podía dejar en tierra al partir hacia una vida ultraerrena. La había traido consigo y la blandía con la persistencia de un tábano. Lo hizo mil cuatrocientas once veces. ¿Lo sé por algún motivo en concreto? Por supuesto. Lo sé porque las conté. En algo tenía que entretenerme, mientras el bobo muerto me miraba de hito en hito y me acribillaba con su insistencia.
Serían las cuatro de la madrugada cuando cambió de registro y soltó la frase que ya no habría de dejar de repetir hasta el amanecer:
—Perdona, pero me han dado tu libro esta mañana y no he tenido tiempo de leerlo. Perdona, pero me han dado tu libro esta mañana y no he tenido tiempo de leerlo. Perdona, pero me han dado tu libro esta mañana y no he tenido tiempo de leerlo. Perdona, pero me han dado tu libro esta mañana y no he tenido tiempo de leerlo...
5 comentarios:
Me tienes enganchada... :-)
¿Ese fantasma no se llamará "Misery"?
Care, buenísima la anécdota de Rato y el sofá. Me recordó una de Borges en la que el joven periodista le preguntó de qué trataban sus libros, y el viejo dijo: "bueno, si pudiera leerlos se lo diría".
poner mensajes y que ni un saludito haya de parte del blogger, es feísimo, tia.
No conocía la anécdota, Gabriel, qué buena.
¿Misery, quién sabe, anónimo? Los fantasmas son muy suyos.
Gracias Miwok, nunca fallas.
Anónimo, chaval, ¿con quién hablas?
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