21 de octubre de 2008

Camaleones (microcuento también para niños)

Dani siempre estuvo obsesionado con los camaleones y siempre quiso tener uno. Su madre le preguntó una y otra vez si no le gustaría más otra mascota, una «más normal», decía, o «más simpática». Pero él lo tenía muy claro: le gustaban los camaleones porque eran antipáticos, porque no se preocupaban por agradar a la gente, como le ocurría a él, a quien le costaba un mundo hacer amigos. Luego estaban esos detalles tan vistosos: los cambios de color, la lengua pegajosa que atrapa moscas al vuelo, los ojos que miraban en todas direcciones... A él le habría gustado cazar a alguien con su lengua pegajosa y masticarlo con cara de indiferencia. A la profesora de Tecnología, por ejemplo. O a la vecina presumida del tercero.
El día de su duodécimo cumpleaños, sus padres decidieron darle a Dani una sorpresa. Cuando vio el regalo, envuelto en papel de vivos colores, no podía ni sospechar lo que contenía. Y cuando lo desembaló y abrió la caja, su alegría fue inmensa. ¡Un camaleón! ¡Por fin le habían comprado su tan ansiada mascota! Lo llevó de inmediato a su cuarto, lo colocó junto al cabecero de la cama y pensó un nombre para él. No fue fácil.
—Te llamarás Dani, como yo —le dijo, justo antes de dormirse.
El camaleón no se inmutó, pero eso en él era lo más normal.
Por la mañana, cuando se despertó, Dani corrió a mirar cómo estaba su camaleón. Continuaba como le dejó por la noche. Altivo, erguido, parduzco. Tal vez tenía hambre, pensó. Y fue al introducir la mano en el terrario cuando reparó en el extraño color que tenía la piel de sus brazos. Parecía más oscura, y también más áspera que de costumbre. Como si hubiera estado tomando el sol más que nunca en su vida.
Le extrañó un poco, pero decidió no darle importancia. Fue un poco más tarde, cuando estaba contemplando a su camaleón sentado con tranquilidad sobre la colcha cuando se miró las manos y se dio cuenta de que eran… ¡Azules! Habían adquirido la misma tonalidad, exactamente, que el cobertor con el que se arropaba por las noches.
El camaleón movió con mucha lentitud la cabeza, atento a todo lo que ocurría. Parecía saberlo muy bien.
Entonces Dani se dio cuenta de que su lengua se había vuelto áspera. Y que había algo extraño en ella, como una hinchazón, como si fuera más grande que antes.
Se tumbó en la cama. No tenía ganas de hacer nada. Ni siquiera de moverse. Lo que más le apetecía en aquel momento era quedarse quieto, observar, prestar atención, sentir sobre la piel el sol tibio que se filtraba a través de los cristales.
En ese instante vio a la mosca. Volaba muy cerca del techo, despreocupada. No tenía ni idea de que cuatro ojos la estaban vigilando. Se acercó un poco más y entonces todo ocurrió a toda prisa: una lengua larga y pegajosa apareció de la nada. La capturó en el acto.
Dani masticó al insecto, satisfecho de lo bien que le había salido, a pesar de que era la primera vez.
Cuando entraron en el cuarto de su hijo, los padres de Dani encontraron dos camaleones.


La imagen, de Baloulumix en Flickr

2 comentarios:

Anónimo dijo...

A veces, sólo a veces somos lo que queremos ser.
Imitamos los gestos de las personas que nos atraen, o los de las personas que atraen a los demás. Cuando eres adolescente esto se magnifica y puede cobrar tintes incluso de tragedia. Quieres ser como el chulo de la clase, si eres un niño (las cosas son así, imposible negarlas -intentar cambiarlas a es otra cosa-)o quieres pintarte los ojos como la chica de la última fila, eso si eres niña. Imitamos como una manera de buscarnos, de reconocernos, y nos equivocamos, y confundimos el deseo de ser, con el desprecio de lo que ya somos. Pero es un aprendizaje al que podemos, ni debemso renunciar.
Ya ves, tu cuento también para niños, lo es para mí también para adolescentes. Será que mi hijo va a cumplir doce.

EL INDIO JOHN dijo...

Excelente; he sentido un repeluzno al final...
Un saludo