El paradigma de mis terrores infantiles era una enorme máquina de rayos equis que parecía un animal antediluviano y que habitaba en un cuarto trasero, más allá del lugar donde los pacientes de mi padre se tumbaban dócilmente en la camilla. Mi padre la utilizaba para observar a personas enfermas, siempre ataviado con su mandil y sus guantes de plomo. En su presencia, ella se hacía la inofensiva, hasta la simpática. Tenía un pedal hidráulico en el cual mi padre jugaba a divertir niños —arriba, abajo, arriba, abajo…— y una pantalla verde que de vez en cuando mostraba lo que ningún ojo podía ver: lo que había más allá, en el interior.
La verdadera faz de aquel monstruo sólo se mostraba de noche, cuando alguien me mandaba a buscar algo al consultorio, y yo intuía en el cuarto de atrás la presencia callada y amenazadora de la máquina. Pensaba que en cualquier momento podía capturarme con aquellos elásticos que servían para sujetar a los bebés, o acercarse a mí con sigilo de reptil gigante y sorprenderme. Para mi extrañeza, el monstruo nunca jamás me atacó, ni siquiera franqueó la puerta del cuarto donde le teníamos encerrado. Aunque en más de una ocasión le descubrí tramando algo, preparándose para salir, odiándome en la oscuridad y el silencio que siempre le acompañaban.
Cuando fui un poco más mayor traté de comprender: tal vez yo también odiaría con toda la fuerza de mis entrañas oxidadas si me obligaran a vivir en aquellas condiciones de soledad, estrechez y trabajo forzado. Jamás nadie lo limpiaba. Jamás nadie reservaba para él las alegres horas de la diversión familiar de que sí gozaban otras máquinas de la casa. De todos los miembros de la familia, sólo mi padre acudía de vez en cuando al cuarto trasero para preocuparse por su estado. Encendía la luz, murmuraba algunas palabras, pulsaba algún interruptor y volvía a salir de inmediato.
Cuando mi padre murió, la vieja máquina quedó sumida en su silencio. Se desvalijó el consultorio y mi madre dispuso que el cuarto de atrás se utilizara como trastero. Libros de texto viejos, zapatos, muñecas descabezadas… Cualquier cosa que nadie quería acababa en aquel angosto lugar. La máquina parecía imperturbable. Cuando iba de visita a casa de mi madre procuraba no demorarme nunca demasiado entre las pilas de cosas, y jamás apagar la luz antes de cerrar la puerta. Creo que disfrutaba abandonándola allí, a oscuras, rodeada de basura inservible. Era mi venganza, muchos años después.
Cuando mi madre murió y nos vimos en la penosa circunstancia de vaciar la casa, la vieja máquina fue el mayor problema. Un mecánico la desmontó pieza por pieza —la mampara, la plataforma, el cuadro de mandos…— hasta dar con un cilindro azulado de algo más de un metro. «Aquí está el alma de este mamotreto. Deben tener cuidado. Es terriblemente tóxico».
Resolví llevarme el tubo a casa mientras encontraba el modo de deshacerme de él. Lo dejé en el baño de la entrada, uno muy pequeño que jamás se usa. Y cerré la puerta.
Cada vez que paso por allí siento latir el corazón del viejo monstruo. Sé que aún espera su oportunidad. Aunque a veces tengo la impresión de que a quien espera es a mi padre.
La verdadera faz de aquel monstruo sólo se mostraba de noche, cuando alguien me mandaba a buscar algo al consultorio, y yo intuía en el cuarto de atrás la presencia callada y amenazadora de la máquina. Pensaba que en cualquier momento podía capturarme con aquellos elásticos que servían para sujetar a los bebés, o acercarse a mí con sigilo de reptil gigante y sorprenderme. Para mi extrañeza, el monstruo nunca jamás me atacó, ni siquiera franqueó la puerta del cuarto donde le teníamos encerrado. Aunque en más de una ocasión le descubrí tramando algo, preparándose para salir, odiándome en la oscuridad y el silencio que siempre le acompañaban.
Cuando fui un poco más mayor traté de comprender: tal vez yo también odiaría con toda la fuerza de mis entrañas oxidadas si me obligaran a vivir en aquellas condiciones de soledad, estrechez y trabajo forzado. Jamás nadie lo limpiaba. Jamás nadie reservaba para él las alegres horas de la diversión familiar de que sí gozaban otras máquinas de la casa. De todos los miembros de la familia, sólo mi padre acudía de vez en cuando al cuarto trasero para preocuparse por su estado. Encendía la luz, murmuraba algunas palabras, pulsaba algún interruptor y volvía a salir de inmediato.
Cuando mi padre murió, la vieja máquina quedó sumida en su silencio. Se desvalijó el consultorio y mi madre dispuso que el cuarto de atrás se utilizara como trastero. Libros de texto viejos, zapatos, muñecas descabezadas… Cualquier cosa que nadie quería acababa en aquel angosto lugar. La máquina parecía imperturbable. Cuando iba de visita a casa de mi madre procuraba no demorarme nunca demasiado entre las pilas de cosas, y jamás apagar la luz antes de cerrar la puerta. Creo que disfrutaba abandonándola allí, a oscuras, rodeada de basura inservible. Era mi venganza, muchos años después.
Cuando mi madre murió y nos vimos en la penosa circunstancia de vaciar la casa, la vieja máquina fue el mayor problema. Un mecánico la desmontó pieza por pieza —la mampara, la plataforma, el cuadro de mandos…— hasta dar con un cilindro azulado de algo más de un metro. «Aquí está el alma de este mamotreto. Deben tener cuidado. Es terriblemente tóxico».
Resolví llevarme el tubo a casa mientras encontraba el modo de deshacerme de él. Lo dejé en el baño de la entrada, uno muy pequeño que jamás se usa. Y cerré la puerta.
Cada vez que paso por allí siento latir el corazón del viejo monstruo. Sé que aún espera su oportunidad. Aunque a veces tengo la impresión de que a quien espera es a mi padre.
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