Recomienda Robert Louis Stevenson a sus colegas presentes y futuros que nunca se sienten a escribir sin pertrecharse de un almanaque y un mapa. Dice que esa agudeza librará a más de uno de deslices muy fáciles de evitar, como por ejemplo… y llegado a este punto cita dos de los deslices más divertidos de Walter Scott, a quien —aseguran—admiraba mucho: en uno de ellos, el romántico escritor logra con su pluma la proeza de que el Sol se ponga por el Este. En el segundo, dos jinetes que viajan con sus monturas a gran velocidad llegan a alcanzar una media de crucero que ni el desguazado Concorde. En fin. Que no hay novelas —ni novelistas— perfectos es algo que seguirá alegrando por los siglos de los siglos a los enemigos de los novelistas.
Escribir con un mapa y un almanaque. Curioso consejo. Acaso Homero hubiera sabido que Penélope envejeció si hubiera tenido un almanaque a mano. Tal vez don Quijote hubiera sido de un lugar muy concreto de La Mancha si Cervantes hubiera dispuesto de un mapa. Nunca lo sabremos. Sin embargo, sí tenemos noticia de algunas ocasiones en que el proceso ha tenido lugar al contrario: un escritor, que tal vez en ese instante ni siquiera sabe que lo es, dibuja un mapa a partir de los dictados de su ensoñación. Sólo luego tiene la certeza de que a ese territorio imaginado le hace falta un sustrato de ficción, una historia.
Con el trazado de un mapa empieza la escritura de una obra paradigmática del siglo XIX: La isla del tesoro. Para entretener a Lloyd, el hijo de 13 años de su esposa Fanny, Stevenson dibuja en una hoja cualquiera la cartografía de una isla inexistente. Inventa hasta el último rincón de ese territorio inexplorado, hasta que nada en él queda sin nombrar. En alguna ocasión cuenta Stevenson cómo disfrutó bautizando las calas, las playas, las islas… Dando a entender que en realidad la cuestión no era tanto un reto cartográfico, o geográfico, sino filológico y toponímico.
De hecho, John Ronald Reuel Tolkien nunca se consideró a sí mismo un escritor, sino un filólogo. Cuando ideó la Tierra Media, o la Comarca, los escenarios de su tan llevada y traída El señor de los anillos, no estaba en realidad esbozando el escenario de ninguna acción, sino jugando a crear un territorio que mantuviera una coherencia estrictamente filológica en sus topónimos. Bebió de fuentes tan distantes como las leyendas germánicas, las lenguas nórdicas o ciertos rasgos de las mitologías grecolatinas y, finalmente, creó a Bilbo Bolsón y a todos los portadores, más o menos afortunados, de ese anillo que corrompe como siempre lo hace el poder, porque es el poder mismo.
Seguro que Tolkien tuvo siempre muy presente su mapa de la Tierra Media mientras escribía. De hecho, en su relato, la cartografía ideada por él mismo, cobró una importancia fundamental. Tanta como la tuvo la de la isla de Stevenson en su clásica novela. Sin embargo, Stevenson no tuvo suerte, ya que el mapa original se perdió y nunca más fue recuperado. Escribió los primeros capítulos de su Isla del tesoro de corrido, a raíz de uno por día, mientras el interés de su auditorio —formado por Lloyd y por otros miembros de la familia, entre ellos su propio padre— iba creciendo. De este modo dio por terminada la primera parte del libro. Luego llegó la duda, ese hemistiquio a veces insalvable en la escritura de toda novela. Stevenson dudó si debía terminarla. Finalmente lo hizo. La novela se publicó —huérfana de mapa— en la revista para jóvenes Young Folks. Fue un éxito tan inmediato que no tardó en publicarse en forma de libro y en reportar una merecida fama a su joven autor. Sin embargo, Stevenson narra esta época a partir de la desolación de no haber sido capaz ni de encontrar su mapa ni de dibujar otro igual.
No es extraño. Lo que ya existe es susceptible de adoptar cualquier nombre, incluso el de los sueños —lo supieron los conquistadores del llamado Nuevo Mundo al bautizar a la Patagonia o California con nombres que habían robado de las novelas de caballerías más leídas de su tiempo— pero, ¿cómo pensar en nombrar lo que ni siquiera está en la memoria? Stevenson respondió a esa pregunta con una novela perenne.
Escribir con un mapa y un almanaque. Curioso consejo. Acaso Homero hubiera sabido que Penélope envejeció si hubiera tenido un almanaque a mano. Tal vez don Quijote hubiera sido de un lugar muy concreto de La Mancha si Cervantes hubiera dispuesto de un mapa. Nunca lo sabremos. Sin embargo, sí tenemos noticia de algunas ocasiones en que el proceso ha tenido lugar al contrario: un escritor, que tal vez en ese instante ni siquiera sabe que lo es, dibuja un mapa a partir de los dictados de su ensoñación. Sólo luego tiene la certeza de que a ese territorio imaginado le hace falta un sustrato de ficción, una historia.
Con el trazado de un mapa empieza la escritura de una obra paradigmática del siglo XIX: La isla del tesoro. Para entretener a Lloyd, el hijo de 13 años de su esposa Fanny, Stevenson dibuja en una hoja cualquiera la cartografía de una isla inexistente. Inventa hasta el último rincón de ese territorio inexplorado, hasta que nada en él queda sin nombrar. En alguna ocasión cuenta Stevenson cómo disfrutó bautizando las calas, las playas, las islas… Dando a entender que en realidad la cuestión no era tanto un reto cartográfico, o geográfico, sino filológico y toponímico.
De hecho, John Ronald Reuel Tolkien nunca se consideró a sí mismo un escritor, sino un filólogo. Cuando ideó la Tierra Media, o la Comarca, los escenarios de su tan llevada y traída El señor de los anillos, no estaba en realidad esbozando el escenario de ninguna acción, sino jugando a crear un territorio que mantuviera una coherencia estrictamente filológica en sus topónimos. Bebió de fuentes tan distantes como las leyendas germánicas, las lenguas nórdicas o ciertos rasgos de las mitologías grecolatinas y, finalmente, creó a Bilbo Bolsón y a todos los portadores, más o menos afortunados, de ese anillo que corrompe como siempre lo hace el poder, porque es el poder mismo.
Seguro que Tolkien tuvo siempre muy presente su mapa de la Tierra Media mientras escribía. De hecho, en su relato, la cartografía ideada por él mismo, cobró una importancia fundamental. Tanta como la tuvo la de la isla de Stevenson en su clásica novela. Sin embargo, Stevenson no tuvo suerte, ya que el mapa original se perdió y nunca más fue recuperado. Escribió los primeros capítulos de su Isla del tesoro de corrido, a raíz de uno por día, mientras el interés de su auditorio —formado por Lloyd y por otros miembros de la familia, entre ellos su propio padre— iba creciendo. De este modo dio por terminada la primera parte del libro. Luego llegó la duda, ese hemistiquio a veces insalvable en la escritura de toda novela. Stevenson dudó si debía terminarla. Finalmente lo hizo. La novela se publicó —huérfana de mapa— en la revista para jóvenes Young Folks. Fue un éxito tan inmediato que no tardó en publicarse en forma de libro y en reportar una merecida fama a su joven autor. Sin embargo, Stevenson narra esta época a partir de la desolación de no haber sido capaz ni de encontrar su mapa ni de dibujar otro igual.
No es extraño. Lo que ya existe es susceptible de adoptar cualquier nombre, incluso el de los sueños —lo supieron los conquistadores del llamado Nuevo Mundo al bautizar a la Patagonia o California con nombres que habían robado de las novelas de caballerías más leídas de su tiempo— pero, ¿cómo pensar en nombrar lo que ni siquiera está en la memoria? Stevenson respondió a esa pregunta con una novela perenne.
3 comentarios:
Esto es lo que se podría llamar un blog interesante, textos bien escritos (como no podría ser de otra forma), cultura, curiosidades (las ensaladas, los dibujos...) Un sitio para pasarse horas y horas leyendo. Felicidades, me encanta leerte.
Y tan perenne. La marca negra, Long John Silver y demás "dioses" conforman una de las experiencias más orgásmicas del mundo.
Cada vez que la leo alucino.
Gracias a Dios nos quedan novelas así, frente a la idiocia literaria imperante.
Otra posibilidad, que une mapa y almanaque (más otras cosas), es escribir con Internet. Cuando estaba escribiendo "La piedra inca", mi protagonista tenía que cruzar los Andes peruanos, primero mediante el ferrocarril transandino y después a caballo. Pues bien, todos los pueblos de la ruta (salvo uno) tenían su página web, con fotos y abundantes textos informativos. Fue una gozada realizar ese viaje junto con mis personajes gracias a San Google. De hecho, a la hora de documentarme para esa novela, obtuve en Internet material que no podía ni soñar con encontrar, desde un diccionario jíbaro-español hasta una tabla de distancias/tiempo para la selva amazónica (por tierra o en barca).
De todas formas, y aunque adoro Internet, sigo utilizando mapas de papel, quizá para sentirme un poco más próximo a mi admirado Stevenson.
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