Uno de los mayores placeres de mi día a día es el momento de la ducha. Aunque para que sea perfecto deben darse algunas circunstancias: que no haya nadie más en el baño. Que suene música. Que no tenga prisa. Que toque lavarse el pelo (lo cual ocurre a días alternos). Que tenga a mano todos mis potingues y utensilios y no precise salir de la bañera para coger alguno que se olvidó (es horrible corretear en cueros y encima chorreando). Necesito bastantes cosas para ser feliz en la ducha, lo admito: mi gel (si es ducha larga, toca el exfoliante), mi manopla de crin, mi champú especial, mi suavizante a juego con el champú, el cepillo para aclararme el pelo después del suavizante y, en el colmo de la felicidad, el cepillo de dientes y la pasta. Lo reconozco: soy rarita, me gusta lavarme los dientes en la ducha. Tambièn me depilo ebn la ducha, pero las porquerías las dejamos para otro día.
Las costumbres en la ducha definen la forma de ser de las personas. Yo entro antes de abrir el grifo, jamás antes. Aunque me congele durante veinte segundos, mientras el agua se calienta. Me gusta el agua muy caliente. Pero MUY caliente. Yo no me ducho: yo me hiervo. Me ducho dando la espalda a la pared, nunca al revés. Me gusta permanecer un rato bajo el chorro de agua abundante (y me ponen nerviosa esas duchas de algunos hoteles, donde el agua sale sin presión, como con tristeza. Un elevado porcentaje de mi felicidad duchil depende de la presión del agua), mientras el agua me corre por la cara. Nunca canto. Pero escucho, y si ese momento coincide con una canción que me gusta, me siento aún mejor.
Luego me enjabono. Detesto las esponjas de esponja. Tengo una de esas replegadas, de malla plástica, de color rosa (nunca había reparado en lo difícil que es describir una de esas esponjas). Uso jabón dermatológico con lactosa. Me gusta cómo huele o me gusta precisamente porque no huele. El momento de enjabonarse es delicado, crucial. Hay que meditar bien cuál es el orden correcto, qué miembro hay que enjabonarse primero. Es, de hecho, una de las grandes decisiones del día. Los expertos dicen que lo primero debe ser el cuello, luego los brazos, el cuerpo, las piernas y, al final, el sexo.
Yo lo hago al revés, comenzando por lo que para los sabios debería llegar al final. No tengo ni idea de por qué lo hago, tal vez es una cuestión de prioridades, o un trauma sexual que arrastro desde la infancia (prometo analizarlo, con la ayuda de un profesional si hace falta). Dejo para el final los sobacos. Soy una maniática: varios enjabonados, con sus correspondientes aclarados.
No soy de las que están horas en la ducha. Veinte minutos me parecen un tiempo suficiente. Luego, albornoz mejor que toalla. Y crema. Y desodorante. Y colonia. Y ropa limpia (qué gusto). Y al sofá con un buen libro. He aquí mi idea de la felicidad completa.
De las duchas para dos, que también practico, hablaremos otro día, porque siguen otra lógica.
Este tema de hoy obedece, navegantes del silencio, a vuestro interés por los asuntos domésticos, que quedó demostrado en la entrada del Mercadona. Mojaos (nunca mejor dicho): ¿Cómo os ducháis? ¿Qué parte del cuerpo enjabonáis primero? ¿Alguna preferencia estrafalaria? ¿Sugerís algún otro tema doméstico y marujil?
Y ahora, con vuestro permiso, os dejo. Voy a darme una ducha.
Título de la imagen de hoy: Todo tiene su final, aunque por desgracia no siempre está tan claro.
3 comentarios:
En un reciente viaje por lejanas tierras descubri mi prioridad de bienestar: puedo aguantar sin comer o comiendo mal, puedo dormir en el suelo, soportar el calor o el frio, etc. pero llegada la hora de la ducha, por Dios, soy capaz de entregar toda mi fortuna (que no tengo) por un baño donde me pueda duchar a gusto.
Desde hace años tengo una frase que me repito todos los días: lo mejor de ducharse es secarse la cara. Te pones las dos manos cubriendo toda la cara, ojos cerrados y toalla de por medio, presionas fuerte, respiras y sientes el olor de la toalla limpia, sales de la ducha sintiendote una persona limpia por dentro y por fuera.
La ducha es dolor.
Duele, el día. Duele, levantarlo a plomo. Duele, si el sargento Casio te dice que son las tantas del amanecer y tus sienes que estuviste escribiendo hasta las cuántas.
Duele, que te arranquen el pijama a zarpazos y a oscuras. Duele, que te dejen en pelota picada contra tu voluntad y, acto seguido, te duele el ímpetu glacial de la alcachofa de PVC en la nuca. Lo mismo duele el viejo calentador de tu casa, ese que no se pone a trabajar hasta que es la hora de que te seques con una toalla de esparto y de que te vayas a fichar, a toda prisa.
Duele, emerger de la cama y antes de que emerja el sol del Mediterráneo. Duele, que tu mujer se haya largado antes sin darte un beso. Duele, so atontado, el aguanieve en aspersión, cuando te perfora y no te perdona ni a través del gel de Carrefour. Duele en la espalda, en el pecho, en la barba y en el alma. Duele por todas partes; la piel, si eso, puedes dejártela en la oficina, en cuanto te incorporas a la jornada laboral, tras la ducha de todos los días, la que te atizas al despertar.
Que, me cago en Dios, cómo duele.
Luego duele el telefonazo del jefe, preguntando por tonterías a las nueve en punto, nada más aterrizas, no sea que hayas vuelto a llegar tarde y, oh, eso sí que duele. Joder, si duele lo de llegar tarde. La vez pasada te dolió una vida entera.
Duele, algo más adelante, oler en el casco de tu moto el champú de tu esposa para descubrir que no volverás a ser persona hasta media tarde, cuando vuelvas a casa, dentro de diez horas más.
Diez horas después, todavía te duele: llegas a casa y la ves hecha un desastre por aquello de que no la has pisado ni tú ni nadie desde la ducha del madrugón, esa que tanto te duele. Conque te pones a hacer la cena, y eso sí que duele. Luego de cenar, caiga quien caiga, te pasas por el ordenador y escribes, como todas las noches, hasta que te duele. Ya sea en el blog de alguien, ya sea en el tuyo. Al final, te desborda el día, y entonces te duele.
Te duele teclear. Igual que duele dormir. Y soñar.
Hasta despertar.
Entonces, suena el Sargento Casio. Y duele otra vez.
Que me aspen, cómo duele.
P.D. Vale, se me ha ido la olla. Es que hoy estoy sembrado de malos rollos.
¿Así que eres tú quien tiene mi cepillo?
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