Desde que cumplí siete años, visité a mi abuela Teresa cada domingo por la tarde. Ella vivía en un piso grande, gélido y lleno de sombras que no quedaba lejos de nuestra casa. En invierno, mi abuela se refugiaba en el salón, con la televisión encendida y una estufa de butano. En verano, las ventanas estaban abiertas y cenábamos nada más ponerse el sol sobre la mesa junto al ventanal. Luego mi abuela me contaba historias. Algunas buceaban en el pasado familiar. Otras indagaban en los secretos del barrio. Las había extraídas de la prensa del corazón y basadas en descubrimientos sorprendentes. No era extraño que Teresa hablara de marcianos colonizadores o muertos que regresaban de su tumba para visitar a los vivos, con la misma naturalidad con que hablaba de Soraya y el Sah de Persia o del tendero de la esquina quien, por cierto, podría haber sido mi padre, según me reveló una vez.
Cuando caía la tarde, mi abuela y yo salíamos. Caminando sin prisa y apoyándose sobre su bastón, ella recorría a mi lado las dos calles que nos separaban de la vieja casa familiar, deshabitada desde hacía décadas. Acudíamos allí con la importante misión de supervisar el trabajo de los albañiles, ya que mi abuela había decidido de pronto realizar importantes reformas en la casa. Yo la ayudaba a inspeccionar todos los detalles, desde la colocación de los azulejos que había elegido para los cuartos de baño hasta el tono de las nuevas persianas. La reforma fue integral, e incluyó derribos de tabiques, restauración de mosaicos y la instalación de muebles y electrodomésticos nuevos. En una de las paredes del salón, mi abuela mandó instalar un mural de enormes dimensiones donde se veía una casa oscura a la orilla de un lago, una cumbre salpicada de nieve y un cielo veteado de nubes blancas e inofensivas como algodón. «Me han dicho que es Suiza», explicó mi abuela, «lo he elegido porque es relajante, la típica foto que mirarías durante años y años».
Una vez le pregunté cuándo pensaba instalarse en la casa.
«Cuando me retire», me contestó, sin más explicaciones.
Mi abuela tenía una tienda de objetos de regalo que era toda su vida. Día tras día, a las nueve y media de la mañana, abría las puertas de la tienda. A la una y media se marchaba a casa a comer y regresaba por la tarde, para cumplir con su horario comercial sin un solo retraso. De cuatro a ocho. De lunes a sábado, toda su vida. Sin vacaciones. Si alguien le preguntaba cuándo pensaba tomarse vacaciones respondía: «Yo estoy de vacaciones todo el año». Si alguien le hablaba de retirarse decía: «Cuando termine las obras de la casa».
La última vez que fuimos a la vieja casa familiar, ésta ya presentaba un aspecto impecable. El salón estaba perfectamente amueblado, con su televisor en color sin estrenar, cubierto por un plástico. La nevera, el lavavajillas, el horno, la lavadora… todo estaba aún dentro de los embalajes con que llegaron de la tienda. La cama estaba hecha con sábanas recién compradas. En el cuarto de baño no faltaba nada: ni siquiera el cepillo de dientes, también nuevo. La esponja era natural y estaba dentro de un cilindro de plástico. No le había quitado ni el precio.
Sólo volví a la casa una vez más. Fue el mismo día del entierro de mi abuela. Me hizo sentir muy triste descubrir la pátina de polvo que se había acumulado sobre los embalajes y los muebles nuevos. Me senté un momento sobre el sofá del salón, que también estaba cubierto por un plástico, y contemplé el mural de la pared. Mi abuela tenía razón: inspiraba un enorme sosiego. Pero había algo más, una presencia invisible que me ayudó a sentirme mejor. De pronto, fue como si estuviera junto a ella a la orilla de un lago suizo. O como si ella estuviera por fin en el lugar donde tanto había deseado estar.
Mi madre heredó la casa y todo su contenido. Apenas un mes después, decidió venderla. No fue difícil encontrar un comprador, que quedó maravillado con el aspecto que presentaba todo. La tarde en que mis padres acudieron al notario para formalizar la venta, yo me quedé en casa, estudiando. Nuestro perro, un gran danés joven y valiente, dormitaba a mis pies. De pronto, el perro comenzó a gruñirle a la oscuridad del pasillo. Tenía la mirada fija en un punto muy concreto y enseñaba los dientes como si se enfrentara a un enemigo. Entonces escuché una fuerte respiración junto a mi oído derecho. Ni la televisión ni la radio estaban conectadas. No fue un sonido que pudiera confundirse con otro. Fue algo claro, conciso, insistente: una respiración fuerte, como enfadada, como enloquecida. Se repitió un par de veces más, amenazadora. En ese instante, el perro huyó de mi habitación en dirección a la cocina. Yo también salí, muy asustada, y me refugié en el balcón, el único lugar donde me sentía a salvo, a esperar a que regresaran mis padres.
Nadie se atrevió a buscarle una explicación a lo que había ocurrido. Creo que, en el fondo, todos comprendíamos los motivos que tenía mi abuela para estar muy enfadada. La imaginé contemplando el paisaje suizo rodeada de personas extrañas, y por un momento experimenté su misma rabia.
La imagen de hoy: Hrisey
1 comentario:
Hola, Care:
Me recorre aún el escalofrío por el cuerpo. Es lo paranormal un tema que me apasiona; sólo que el miedo de encarga de que no profundice en él y me alegro. Me gusta mucho la descripción que haces de la abuela. He podido verla narrando historias.
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