Me encanta celebrar la continuidad de las cosas. Me hace feliz desplegar un mantel navideño pensando que sobre él desmigarán el pan aquellos que más me importan. Veo en ese gesto tan simple de arrimarse a la mesa una rememoración entrañable de las muchas comidas navideñas de mi niñez: ahí está el gesto querido de la abuela que ya no está, la presencia real del bisabuelo a quien no conocí, mi padre contando anécdotas divertidas frente a un plato humeante que huele a gloria, las fuentes repletas de sabores por estrenar o de dulzores emocionantes que siempre me agarraban por sorpresa, las navidades en que fui por primera vez invitada en la casa paterna, y de ahí a las primeras navidades de mi madurez, cuando por primera vez creí decidir el menú —¿fue ese, acaso, uno de mis primeros gestos como persona adulta?— aunque terminé por servir los mismos platos que comí de niña en las navidades que decidía mi madre, igual que me esforcé por encontrarle el punto exacto a cada plato, la perfecta imitación de los sabores que amamos. Y, al fin, la primera vez en que animé a mi hijo a probar sabores nuevos, los mejores, aquellos que, como hicieron los griegos y los romanos, hemos traído de alguna parte sólo con esta excusa efervescente de la celebración que nos une.
De modo que ahora miro esos ojillos brillantes de emoción y les digo: «Prueba, cariño, verás lo rico que está». Y esas palabras lo contienen todo. Los menús de mi madre, de mi abuela y mi bisabuela, las palabras de mi padre durante las sobremesas, los sabores presentes y pasados, el futuro de la mesa que un día engalanarán mis hijos y sobre la que reposarán, como un plato más, los recuerdos que aún no conozco, aquellas en las que ya no estaré y que ya les pertenecerán por completo a ellos, los que amo, y a la memoria. Y a las palabras que inventaron aquellos de los que ya no recordamos nada más.
La imagen de hoy: el reptil de nuestro belén, de hace 3 años.