5 de agosto de 2011
4 de agosto de 2011
Laxitud e ilusiones
Me encantan estos días laxos de agosto. El teléfono no suena. La gente anda por ahí, disfrutando de su ausencia. Las horas parecen hechas para desperdiciarlas. Los libros gordos, gordísimos, nos reclaman con su pasividad a gritos. Los rincones más lejanos del Atlas parecen hechos para que nos perdamos en ellos, aunque nunca lo hagamos, porque es odioso viajar en agosto.
No, agosto es un mes para el sedentarismo. Para los descubrimientos más cercanos: el asombro en los ojos de los niños, el placer de la lectura compartida, las películas clásicas en la penumbra del aire acondicionado, los olores del pan recién hecho en nuestro propio horno, el lujo de la calma en compañía.
Este año, navegantes, he alcanzado agosto con una sensación inédita en mí: necesito vacaciones. Ha sido un curso intenso, del cual ahora no voy a hablar porque mucho he insistido ya en eso, y en este sitio. Por delante, se extiende otro cargado de trabajo y de ilusiones. Por primera vez en mucho tiempo, antes de afrontarlo, necesito quedarme en blanco. Tumbarme bajo los árboles en mi pueblito castellano de todos los veranos. Vigilar al castillo vigilante. Ver pasar las nubes. Preparar grandes jarras de limonada. Charlar hasta las tantas de la madrugada mientras los grillos cantan para nosotros. Tener cerca a alguien que durante el año siento cerca aunque esté lejos.
Me llevo la maleta cargada de lecturas, eso sí. No son novelas de Dickens, ni de mi adorado Wilkie Collins. Son textos de principios del XIX, la mayoría biográficos o memorialísticos., algunos inencontrables, comprados a precio de oro en librerías anticuarias. Documentación para mi próxima novela. Alimento para el monstruo, en suma. Cuando regrese, en septiembre, pondré fecha al inicio de la escritura, aunque ya hay cuadernos garabateados con párrafos, esquemas y hasta algún que otro principio de capítulo. También hay título, aunque por ahora me lo reservo (ya sabéis: los novelistas debemos mantener el suspense).
En estos momentos, la historia por contar es una gran emoción y una ilusión desbordante. Estoy deseando hincarle el diente a una historia que estará repleta de bibliotecas y de locos de los libros. Con ellos me despido, comportiendo la alegría con todos vosotros, hasta más ver. Estaré de vuelta cuando agote las nubes castellanas o cuando ellas se cansen de mí.
Feliz laxitud agostina, amigos.
3 de agosto de 2011
Desaveniencias con Mr. Pickwick
Hace unos días sentí la urgencia de leer Los papeles póstumos del Club Pickwick, la que a decir de algunos es la mejor novela de Charles Dickens. Durante el curso no puedo permitirme estos lujos de más de mil páginas, como tantos. Después de un proceso de búsqueda no exento de grandes desilusiones (tropecé con libreros que ni siquiera conocían el libro ni lo habían tenido jamás), y de descartar la edición de bolsillo, en tres volúmenes, de Alianza, encontré -en manos de mi librero de cabecera, esto es, Luis, de Librería Laie, en Barcelona- lo que andaba buscando: la edición de Mondadori, en tapa dura, colección Grandes Clásicos. Me tumbé con él en la cama, dispuesta a pasar toda una tarde sumergida en sus páginas.¿Habrá mayor placer?
Ahora que lo he dado por terminado, puedo decir que lo que más me ha gustado de ese libro es el prólogo y las notas de José María Valverde. La novela me parece ingenua hasta la desesperación (no podía ser de otro modo, me digo: su autor la escribió con 24 añitos), tediosa, repetitiva y armada con la técnica del collage, muy poco favorecedora en este caso. Echo de menos personajes verosímiles, construidos con la profundidad de los grandes. Echo de menos un humor menos infantil, una peripecia más emocionante. Me sobran algunas de las historias intercaladas y quisiera que otras fueran en sí mismas novelas dickensianas. Incluso echo de menos más espectros y fantasmas (y eso que el prologuista le recrimina a Dickens su gusto por lo fantasmagórico). En fin.
El prólogo habla de la génesis de la obra. Apareció por entregas, como otras de su autor, y fue su primer trabajo serio (antes de escribirla, apenas había publicado unos cuentos bajo pseudónimo.) El Club Pickwick, calcado a otras sociedades de la Inglaterra de su tiempo, surgió por iniciativa del editor del periódico, quien le proporcionó a Dickens no sólo el título de la novela, el tema y los personajes, sino las ilustraciones de Robert Seymour a las que el escritor debía ceñirse escrupulosamente. Lo hizo -sólo hay que leer la descripción de los miembros del club- hasta que su criterio se impuso al de Seymour, y ganó la batalla. Luego, Seymour se ahorcó y tuvo que ser sustituido por otro ilustrador. En alguna parte he leído que esas vicisitudes en la sustutución de los dibujantes eran moneda de uso corriente cuando se publicaban novelas tan extensas. Dickens escribió 15.000 palabras cada quince días durante más de un año.
La novela fue un acontecimiento en su época. La aparición de algún personaje secundario disparó las ventas y lo convirtió, por imperativo categórico, en casi principal. Los lectores estadounidenses fueron al puerto de Nueva York a esperar el barco que traía el desenlace de la historia.
Qué bonita imagen. Un puñado de personas ávidas de conocer cómo termina el cuento.
2 de agosto de 2011
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