Al final de la cena del Planeta alguien me pregunta: «¿Conoces a Fernando Savater? ¿Vamos a darle la enhorabuena?». Contesto: «No, no le conozco, mejor vas tú sola». Lo hice con esa naturalidad de la verdad absoluta. Sin vacilar.
Al día siguiente, tan contenta como me saben los lectores de este blog con los Planeta de este año, decidí celebrarlo siguiendo —por fin— los consejos de mi amiga Alicia y leer un ensayo de Savater que rondaba desde hace tiempo por mi cabeza, La infancia recuperada, un libro precioso donde el filósofo habla de las lecturas que le marcaron de adolescente, y hace una loa al arte de contar historias y al —no menor— de recibirlas.
Antes de comprarlo, hice algo que por fin he aprendido a hacer para no duplicar libros en mi biblioteca: consulté la base de datos donde tengo constancia de todos y cada uno de los libros que hay en casa —unos siete mil— para saber si el de Savater estaba o no entre ellos. Eureka: estaba.
Primera perplejidad: Vaya, tanto tiempo queriendo leerlo, y lo tenía al alcance de la mano. Recuerdo a Alicia hablándome de La infancia recuperada hace dos veranos por un pasaje despoblado de una isla remota del mar del Norte. Desde entonces, mi memoria aún más despoblada ha querido caer en esas páginas. Entre otras cosas, porque Alicia siempre recomienda con sabiduría. En fin.
Corrí a las eses de mi biblioteca y di con el libro. Una edición de Taurus del 94 que de inmediato me resultó familiar. Nada más verlo supe, por lo menos, que alguna vez lo había tenido entre las manos. Ya fue algo, por cierto. La segunda sorpresa fue abrir el libro por las guardas y descubrir que está dedicado por su autor: «A Care Santos, joven escritora», dice. Una dedicatoria que comienza a ser triste pero que lo será más dentro de veinte años, cuando de la juventud sólo quede este despiste mío permanente. Me regañé íntimamente: «Mira que no acordarte de que le conociste y que te dedicó este libro, entonces recién re-publicado...». Sí, me dije, conocí a Savater en el penúltimo de los Congresos de Jóvenes Escritores de Alcalá de Henares, cuando le invitamos a visitarnos en calidad de figura consagrada. Dijo cosas estupendas. Luego nos tomamos una foto, que tengo a la izquierda de mi mesa de trabajo, en la que tanto Savater como los jovencitos que le acompañamos estamos de lo más sonriente. Allí estoy, junto a Toni Montesinos y Ricard Ruiz. Está también José Luis Sampedro, a quien un día de estos soy capaz de decir que no conozco.
Pero lo peor estaba por venir. Cuando abrí el libro, me di cuenta de que está subrayado y anotado por mí. Vamos, es mi letra, pero después de lo que os acabo de contar estoy por creer que fue mi Doppelhanger, ese doble fantasmal de uno mismo en el que creen los germánicos. tal vez mi doble se alimenta leyendo los libros de mi biblioteca, cada noche, mientras yo duermo.
De modo que rectifico: Sí, conozco a Savater. Me temo que quedé como una maleducada al no saludarle en el Planeta y felicitarle por su premio. Pero no fue culpa mía, sino de la desmemoria que, de repente, avanza, implacable, devorando lo que encuentra a su paso.
Me temo que fue sólo el primer aviso: Care, niña, atiende. Esto es lo que habrá al final. La nada.
30 de octubre de 2008
29 de octubre de 2008
Emoción sin verdad
Hay novelas que pasan por tu vida como la historia que te cuenta la vecina, como una película en la que pasaste un buen rato pero que al día siguiente ya no recordabas. La última de Murakami, muy a mi pesar, es una de ellas. También lo es La nieta del señor Linh, de Philippe Claudel, que alguien me recomendó hace poco. No tienen nada que ver entre sí, salvo que ambas abordan asuntos familiares —¿por qué será que ahora leo buscando abuelas, nietas, hermanas, madres...?— y si hablo de ellas en una misma entrada es porque han coincidido en mi mesita de noche. Y porque ambas corren hacia el olvido a toda velocidad.
After Dark (Tusquets), lo último de Murakami es una genial escenografía. Es un plató donde podría rodarse una historia de Murakami: Tokio de noche, música de jazz con todas sus referencias y esos personajes lánguidos, inseguros, indecisos, perdidos por su propia vida, que en el escritor japonés son tan frecuentes. Los capítulos están encabezados por un reloj que marca la hora a modo de título y por una frase que indica en qué lugar y en qué momento nos encontramos. Parecen los encabezamientos de las diferentes escenas de un guión. También las situaciones son mucho más cinematográficas de lo que puedo soportar cuando leo una novela. Se nos habla todo el tiempo de "mirada objetiva" (¿mirada objetiva? Pero si la literatura es el territorio de la subjetividad...) y hay profusión de diálogos, y menos mal, porque son con diferencia lo mejor del libro. Murakami es un genio de los diálogos, y creo que se ha dado cuenta, por eso abusa de ellos para escribir historias que no creo que le entretengan demasiado, como ésta. me gustaría saber si After Dark comenzó siendo un guión o si su autor sueña con que lo sea. No me cabe duda de que acabará en la gran pantalla, y con razón. Por fin encontrará su razón de ser.
El otro libro es La nieta del señor Linh, una novela que alguien me recomendó hablándome de emociones y lágrimas. No hay palabra que me haga correr más a buscar un libro que "emoción". Exctamente eso es lo que persigo cuando leo, cuando escribo, cuando miro una película, cuando visito una exposición: emocionarme. Compré la novela de Claudel en Sevilla y la leí en mi habitación del Hotel Inglaterra, en los intersticios de la promoción andaluza de Dos Lunas. Un buen lugar para leer, con la lluvia tras los cristales y el pie en alto (qué remedio), lástima que la lectura no estuviera a la altura. Encontré una historia melodramática que podría haber sido una película de sobremesa de domingo. Un abuelo exiliado de China cae en un país extranjero, presumiblemente Francia, con su nieta de seis semanas, a quien debe cuidar. Se siente perdido hasta que encuentra un amigo, un francés viudo al que no entiende ni media palabra cuando le habla. Y le habla sin parar. Sus encuentros son inveroisímiles, pero cebados de "emoción". Ese tipo de emoción que lo estropea todo, porque es imposible tomarla en serio. La misma emoción, entendí, que tantos han visto en El niño con el pijama de rayas, para entendernos: no es posible, pero "toca fibra" y con eso a algunos les basta. A mí, no. Siguiendo con la novela de Claudel, hay internamiento del anciano en un centro para inmigrantes, huida y final feliz. Pero me quedo con ganas de saber muchas cosas que el autor me escatima y, sobre todo, me quedo con ganas de reconocer en sus páginas la verdadera vida, la que yo conozco, la que sé que no es propensa a los finales felices, en esas páginas que me decepcionan por planas, por simples. Pienso que la literatura no es eso. Por lo menos la literatura que a mí me interesa, la que me fascina por la capacidad de emocionarme, sí, pero con una dosis suficiente de verdad.
Hay libros que pasan por mis manos sin que vea la necesidad de subrayar ni una sola frase. Mala señal. Para eso, mejor voy al videoclub.
After Dark (Tusquets), lo último de Murakami es una genial escenografía. Es un plató donde podría rodarse una historia de Murakami: Tokio de noche, música de jazz con todas sus referencias y esos personajes lánguidos, inseguros, indecisos, perdidos por su propia vida, que en el escritor japonés son tan frecuentes. Los capítulos están encabezados por un reloj que marca la hora a modo de título y por una frase que indica en qué lugar y en qué momento nos encontramos. Parecen los encabezamientos de las diferentes escenas de un guión. También las situaciones son mucho más cinematográficas de lo que puedo soportar cuando leo una novela. Se nos habla todo el tiempo de "mirada objetiva" (¿mirada objetiva? Pero si la literatura es el territorio de la subjetividad...) y hay profusión de diálogos, y menos mal, porque son con diferencia lo mejor del libro. Murakami es un genio de los diálogos, y creo que se ha dado cuenta, por eso abusa de ellos para escribir historias que no creo que le entretengan demasiado, como ésta. me gustaría saber si After Dark comenzó siendo un guión o si su autor sueña con que lo sea. No me cabe duda de que acabará en la gran pantalla, y con razón. Por fin encontrará su razón de ser.
El otro libro es La nieta del señor Linh, una novela que alguien me recomendó hablándome de emociones y lágrimas. No hay palabra que me haga correr más a buscar un libro que "emoción". Exctamente eso es lo que persigo cuando leo, cuando escribo, cuando miro una película, cuando visito una exposición: emocionarme. Compré la novela de Claudel en Sevilla y la leí en mi habitación del Hotel Inglaterra, en los intersticios de la promoción andaluza de Dos Lunas. Un buen lugar para leer, con la lluvia tras los cristales y el pie en alto (qué remedio), lástima que la lectura no estuviera a la altura. Encontré una historia melodramática que podría haber sido una película de sobremesa de domingo. Un abuelo exiliado de China cae en un país extranjero, presumiblemente Francia, con su nieta de seis semanas, a quien debe cuidar. Se siente perdido hasta que encuentra un amigo, un francés viudo al que no entiende ni media palabra cuando le habla. Y le habla sin parar. Sus encuentros son inveroisímiles, pero cebados de "emoción". Ese tipo de emoción que lo estropea todo, porque es imposible tomarla en serio. La misma emoción, entendí, que tantos han visto en El niño con el pijama de rayas, para entendernos: no es posible, pero "toca fibra" y con eso a algunos les basta. A mí, no. Siguiendo con la novela de Claudel, hay internamiento del anciano en un centro para inmigrantes, huida y final feliz. Pero me quedo con ganas de saber muchas cosas que el autor me escatima y, sobre todo, me quedo con ganas de reconocer en sus páginas la verdadera vida, la que yo conozco, la que sé que no es propensa a los finales felices, en esas páginas que me decepcionan por planas, por simples. Pienso que la literatura no es eso. Por lo menos la literatura que a mí me interesa, la que me fascina por la capacidad de emocionarme, sí, pero con una dosis suficiente de verdad.
Hay libros que pasan por mis manos sin que vea la necesidad de subrayar ni una sola frase. Mala señal. Para eso, mejor voy al videoclub.
28 de octubre de 2008
Estrés cultural
Qué triste vida la del espíritu inquieto.
Se amontonan los libros sobre la mesa. Estoy leyendo a mi adorado Quignard, o a Blanchot, o a Gavalda (Anna) —¿qué me ocurre últimamente con los franceses?— mientras Katayana espera sobre la mesa. No puedo dejar de mirar de reojo la colorida cubierta del libro. Por fin he terminado el diario de Vila-Matas (Dietario voluble, Anagrama) y la autobiografía de Ballard (Milagros de vida, Mondadori) pero tengo por lo menos cuatro libros de más de 400 páginas que me apetece mucho leer, y que decido postergar para cuando tenga más tiempo. Empiezo una lista de lectura, para que no se me olviden, como dice Bennet que hace la reina de Inglaterra en Una lectora nada común (Anagrama). Mis amigos no dejan de publicar. Me encanta leer a mis amigos. No hay tiempo para leerlo todo. Seleccionar es terrible.
Por no hablar de la exposición de Rodchenko en La Pedrera, de la de Ballard en el CCCB, de los jardines japoneses que quiero ver en la Casa Asia, de otra edición de Kosmópolis que inevitablemente se ha escapado. Y de la última peli de los Coen (Quemar después de leer), a quien siempre he sido fiel, y de la última de Woody Allen (de horrible título, por cierto, tanto que me niego a reproducirlo) que aún no he podido ver, y del documental Cómo cocinar tu vida, en los Verdi, y de la primera peli de Philippe Claudel, (Hace mucho tiempo que te quiero) y de las novedades del videoclub que más me tientan, como Antes que el diablo sepa que has muerto... y que alquilamos los sábados por la noche.
¿Y el teatro? De pronto, en la cartelera hay un Stoppard (¡le amo!) un Bennet (nunca he visto ninguno y estoy intrigada), la adptación musical de Aloma, de Rodoreda por Dagoll-Dagom en el Teatre Nacional y algo que me recomendaron en el Lliure con mucho énfasis. Y yo en casa, con el pie en alto porque me esguincé el meñique del pie izquierdo, leyendo críticas estupendas.
En fin. Triste vida la del espíritu inquieto. Si en plena vorágine se me aparece un genio y me ofrece un deseo, pediré una vida paralela, sólo para ser consumidora de bienes culturales. ¿Alguien se apunta?
La imagen de hoy, Bookstore, de MrBCN, en Flickr
27 de octubre de 2008
Cita a las doce y dos
Creo que enterramos a los muertos y ponemos tan claro su nombre en las lápidas para que los relacionemos con un único lugar, para que su recuerdo quede confinado nada más que a un sitio.
De La marca de Creta, de Óscar Esquivias (Ediciones del Viento, 2008), recién galardonado, por cierto, con el Premio Setenil a Mejor Libro de Relatos publicado en España en 2008.
Más información, aquí.
La imagen, de Peperpop, en Flickr
24 de octubre de 2008
Cita a las doce y dos
23 de octubre de 2008
Cita a las doce y dos
21 de octubre de 2008
Camaleones (microcuento también para niños)
Dani siempre estuvo obsesionado con los camaleones y siempre quiso tener uno. Su madre le preguntó una y otra vez si no le gustaría más otra mascota, una «más normal», decía, o «más simpática». Pero él lo tenía muy claro: le gustaban los camaleones porque eran antipáticos, porque no se preocupaban por agradar a la gente, como le ocurría a él, a quien le costaba un mundo hacer amigos. Luego estaban esos detalles tan vistosos: los cambios de color, la lengua pegajosa que atrapa moscas al vuelo, los ojos que miraban en todas direcciones... A él le habría gustado cazar a alguien con su lengua pegajosa y masticarlo con cara de indiferencia. A la profesora de Tecnología, por ejemplo. O a la vecina presumida del tercero.
El día de su duodécimo cumpleaños, sus padres decidieron darle a Dani una sorpresa. Cuando vio el regalo, envuelto en papel de vivos colores, no podía ni sospechar lo que contenía. Y cuando lo desembaló y abrió la caja, su alegría fue inmensa. ¡Un camaleón! ¡Por fin le habían comprado su tan ansiada mascota! Lo llevó de inmediato a su cuarto, lo colocó junto al cabecero de la cama y pensó un nombre para él. No fue fácil.
—Te llamarás Dani, como yo —le dijo, justo antes de dormirse.
El camaleón no se inmutó, pero eso en él era lo más normal.
Por la mañana, cuando se despertó, Dani corrió a mirar cómo estaba su camaleón. Continuaba como le dejó por la noche. Altivo, erguido, parduzco. Tal vez tenía hambre, pensó. Y fue al introducir la mano en el terrario cuando reparó en el extraño color que tenía la piel de sus brazos. Parecía más oscura, y también más áspera que de costumbre. Como si hubiera estado tomando el sol más que nunca en su vida.
Le extrañó un poco, pero decidió no darle importancia. Fue un poco más tarde, cuando estaba contemplando a su camaleón sentado con tranquilidad sobre la colcha cuando se miró las manos y se dio cuenta de que eran… ¡Azules! Habían adquirido la misma tonalidad, exactamente, que el cobertor con el que se arropaba por las noches.
El camaleón movió con mucha lentitud la cabeza, atento a todo lo que ocurría. Parecía saberlo muy bien.
Entonces Dani se dio cuenta de que su lengua se había vuelto áspera. Y que había algo extraño en ella, como una hinchazón, como si fuera más grande que antes.
Se tumbó en la cama. No tenía ganas de hacer nada. Ni siquiera de moverse. Lo que más le apetecía en aquel momento era quedarse quieto, observar, prestar atención, sentir sobre la piel el sol tibio que se filtraba a través de los cristales.
En ese instante vio a la mosca. Volaba muy cerca del techo, despreocupada. No tenía ni idea de que cuatro ojos la estaban vigilando. Se acercó un poco más y entonces todo ocurrió a toda prisa: una lengua larga y pegajosa apareció de la nada. La capturó en el acto.
Dani masticó al insecto, satisfecho de lo bien que le había salido, a pesar de que era la primera vez.
Cuando entraron en el cuarto de su hijo, los padres de Dani encontraron dos camaleones.
La imagen, de Baloulumix en Flickr
El día de su duodécimo cumpleaños, sus padres decidieron darle a Dani una sorpresa. Cuando vio el regalo, envuelto en papel de vivos colores, no podía ni sospechar lo que contenía. Y cuando lo desembaló y abrió la caja, su alegría fue inmensa. ¡Un camaleón! ¡Por fin le habían comprado su tan ansiada mascota! Lo llevó de inmediato a su cuarto, lo colocó junto al cabecero de la cama y pensó un nombre para él. No fue fácil.
—Te llamarás Dani, como yo —le dijo, justo antes de dormirse.
El camaleón no se inmutó, pero eso en él era lo más normal.
Por la mañana, cuando se despertó, Dani corrió a mirar cómo estaba su camaleón. Continuaba como le dejó por la noche. Altivo, erguido, parduzco. Tal vez tenía hambre, pensó. Y fue al introducir la mano en el terrario cuando reparó en el extraño color que tenía la piel de sus brazos. Parecía más oscura, y también más áspera que de costumbre. Como si hubiera estado tomando el sol más que nunca en su vida.
Le extrañó un poco, pero decidió no darle importancia. Fue un poco más tarde, cuando estaba contemplando a su camaleón sentado con tranquilidad sobre la colcha cuando se miró las manos y se dio cuenta de que eran… ¡Azules! Habían adquirido la misma tonalidad, exactamente, que el cobertor con el que se arropaba por las noches.
El camaleón movió con mucha lentitud la cabeza, atento a todo lo que ocurría. Parecía saberlo muy bien.
Entonces Dani se dio cuenta de que su lengua se había vuelto áspera. Y que había algo extraño en ella, como una hinchazón, como si fuera más grande que antes.
Se tumbó en la cama. No tenía ganas de hacer nada. Ni siquiera de moverse. Lo que más le apetecía en aquel momento era quedarse quieto, observar, prestar atención, sentir sobre la piel el sol tibio que se filtraba a través de los cristales.
En ese instante vio a la mosca. Volaba muy cerca del techo, despreocupada. No tenía ni idea de que cuatro ojos la estaban vigilando. Se acercó un poco más y entonces todo ocurrió a toda prisa: una lengua larga y pegajosa apareció de la nada. La capturó en el acto.
Dani masticó al insecto, satisfecho de lo bien que le había salido, a pesar de que era la primera vez.
Cuando entraron en el cuarto de su hijo, los padres de Dani encontraron dos camaleones.
La imagen, de Baloulumix en Flickr
20 de octubre de 2008
Madurez
17 de octubre de 2008
Each Has a Story
Alguien dejó hace poco en este blog el arranque de una novela mía escrita hace diez años. La leí un par de veces, perpleja. De esa perplejidad nace esta entrada de hoy.
Hace un par de días, una periodista me preguntó en qué momento de una novela sé que debo desnudarme. Estábamos hablando de Dos Lunas y yo acababa de decirle que siempre escribes desde tu propia experiencia, desde tus vísceras, y que por mucho que estés hablando de viajes en el tiempo o de posesiones diabólicas, hay pasajes que contienen más verdad sobre ti misma de la que nunca le contarías a nadie cara a cara. Poco después me pidió que leyera en voz alta un fragmento de la novela. Abrí por una página al azar, en busca de unas frases que no sonaran muy extrañas aisladas del resto. Tropecé con un pasaje en que Eilne, la niña protagonista, escribe en un cuaderno en medio de la oscuridad absoluta y se ufana de saber hacerlo muy bien. Recordé cuando yo misma, de pequeña, mi padre me regañaba por tener la luz encendida hasta tarde y entonces apagaba la luz y seguía escribiendo a oscuras. Era difícil, pero adquirí mucha habilidad, y por la mañana me gustaba contemplar los garabatos nocturnos a la luz del sol y ver que cada vez me salían mejor, como hace mi protagonista. A eso me refiero con verdad. A veces son verdades insignificantes, como ésta. Otras, no.
Cada novela responde a un momento concreto de tu vida. No sólo contiene la historia que has elegido contar, también tu estado de ánimo, tus preocupaciones, tus manías de ese momento. Las novelas no cambian, se quedan como las dejaste. Todo lo contrario de lo que se supone que debe ocurrirle a un ser humano. Por eso, entre otras cosas, los reencuentros con tus propias cosas son entre traumáticos y perplejos. De pronto, estás ante un espejo que te devuelve una imagen antigua de ti misma. Reconoces tus rasgos, y también lo que ha ocurrido con ellos.
Jamás me releo. Por eso me provoca estupefacción tropezar con un fragmento de una novela mía. Casi nunca lo reconozco a la primera. Luego, lo reconozco demasiado. Identifico cada adjetivo, cada nombre propio, cada color del paisaje. Podría corregirme a mí misma, reescribir algo que ya di por terminado hace una década, pero sería absurdo (y agotador).
En realidad, no me releo porque el pasado no puede corregirse.
La imagen es de Meredith Farmer y se titula como esta entrada de hoy
16 de octubre de 2008
Verbenas planetarias y otras vergüenzas
Hace unas semanas formé parte del jurado de un premio literario. Se premió un precioso álbum ilustrado que verá la luz dentro de unos meses. Un día después, encontré un mensaje en mi bandeja de entrada. Los autores del libro mandaban un correo colectivo para anunciar que se habían llevado el premio y manifestar su alegría. Como era de esperar, estaban muy contentos.
Los mensajes colectivos son muy peligrosos.
Ayer llegó a mi bandeja de entrada otro mensaje. No iba dirigido a mí, sino a los ganadores del concurso. En él, alguien que firma como "vuestro admirador... y ojalá que amigo" se deshace en babosos elogios hacia la obra de los dos galardonados. Empezando por el encabezamiento: "Por fin conozco a alguien, vosotros, a quien se ha dado un premio justo". El resto del mensaje tiene esa vergonzosa pátina del halago interesado: "lo que habéis hecho es una pequeña gran obra...", "continuad, es necesario, sois el trabajo bien hecho que limpia tanta inmundicia...". Al final, el corresponsal pide, como era de esperar: "Me gustaría tener una litografía o cualquier otra cosa vuestra, para hacerla mía día tras día en las paredes de mi casa".
Si pensaba pedir era mejor que se ahorrara los halagos. Por lo menos, no se habría puesto en evidencia de ese modo.
Ayer, a la salida del Premio Planeta, el director de la red comercial del grupo comentó, muy contento, su satisfacción por el Premio Nacional de Millás. Ha sido oportuno, tres días antes de la concesión del premio de este año, y ayuda a borrar un poco la imagen de galardón-sólo-comercial que tiene el Planeta, cree él que injustamente. Su indignación me pareció noble, casi enternecedora: es estupendo que el director de la red comercial defienda así un Premio al que todos atacan. Como para recordarnos que el Planeta no es sólo comercial, junto al menú, la casa siempre imprime el impresionante palmarés del galardón: Matute, Cela, Vargas-Llosa, Puértolas, Muñoz Molina... Y eso sin citar a los finalistas, entre los que están Juan Benet, Alfonso Grosso o el propio Fernando Savater, flamante ganador de la noche de ayer, como habían anunciado las quinielas. Entiendo al director de la red comercial. Yo también me enfadaría.
Y comparto su alegría, por cierto, pero por diferentes motivos. Estoy como loca de que la finalista sea Ángela Vallvey. Su discurso fue estupendo y tan brillante como siempre es ella, comenzando por ese divertido: "No sé si se han dado ustedes cuenta, pero he estado a punto de ganar el Planeta". Luego habló de Lara, "el viejo Lara" o "Lara padre", a quien dijo imaginar en el cielo, persiguiendo a Jesucristo para que escriba sus memorias: "Tú eres bastante conocido, tu libro se venderá bien", puso en boca del clarividente empresario.
Luego Savater dijo que su novela era rara porque "No sale la guerra civil, ni la guerra mundial ni ninguna otra guerra" y porque, el colmo, "tampoco sale ninguna catedral, ni ninguna iglesia, ni ninguna ermita, ni ninguna capilla ni nada de nada...". Por cierto, que llevaba una corbata de King Kong sobre su sempiterna camisa de cuadros.
Ay, qué extraña felicidad planetaria me embarga hoy, navegantes.
Para terminar, una estupefacción. La que me cuenta una editora amiga que sienten los editores extranjeros ante los premios comerciales españoles. "Esto fue un invento del padre Lara", dice, "Porque no hay otro país en el mundo que tenga premios como los nuestros, entregados a obras inéditas. Lo normal es que los premios los den las instituciones a libros publicados, y no que se organice esta verbena, que da un poco de vergüenza".
Sí, la verbena da un poco de vergüenza, sobre todo por los trapitos que me llevan algunas (ex-ganadoras y posibles ganadoras incluidas) pero qué queréis que os diga, son tan divertidas las verbenas. Y tan entrañables.
En fin, un año más, hemos sobrevivido al Premio Planeta. Y encima, contentos. ¿Debería preocuparme?
15 de octubre de 2008
Cita a las doce y dos
14 de octubre de 2008
Sugiéreme un mundo con una frase
Estos días de viajes y esperas, hemos inventado con Francesc (Miralles) un entretenimiento a la altura de nuestra curiosidad. Consiste en entrar en el quiosco de prensa de una estación o un aeropuerto, uno de esos que están atestados de novedades editoriales recién salidas del horno, y buscar el arranque de novela más horrible.
La primera convocatoria de este concurso singular tuvo lugar una tarde de la semana pasada en la estación de Atocha de Madrid y en el quiosco que abastece a los viajeros del AVE. Después de revisar más de veinte arranques cada uno, el jurado bipersonal decidió darle el premio "Incipit horribilis" a este funesto principio de la novela de Miguel Ángel Rodríguez Gemelas SSDD (¿SSDD? ¿Es un error de imprenta?), recién publicada por editorial Algaida:
«Carolinma Corazón, la megaestrella de la televisión del cotilleo, presintió que se iba a morir treinta y cinco minutos antes de quedar pasmada, inerte y ridícula ante la cámara, con los iris de los ojos muermos, pegados y sin luz interior, como de santo de madera policromada».
Esto de los arranques es un juego adictivo. Confieso que es lo primero que miro de una novela: cuál es la frase que el autor ha escogido para pedime a gritos que entre en su mundo (ergo, que deje el mío). A veces, la frase en cuestión no da ganas de levantarse del sofá. Otras, te insta a seguir al autor hasta los confines de la tierra conocida, si es necesario. Pocos autores son conscientes de la importancia de la primera frase. A menudo, leo un comienzo y me pregunto: «¿Este señor sabe que él y yo estamos comenzando algo?».
De lo que tengo sobre la mesa estos días, esperando a ser leído, elijo algunas primeras frases para ilustrar esta entrada de hoy. Hay de todo, y entre ellas también podrían entregarse premios de todo pelaje. Pero os cedo la oportunidad, mientras yo sigo merodeando (esta semana sin compañía) por las estaciones y los aeropuertos.
«Comencemos por el epílogo: mamá, casi centenaria, viendo una película sobre un autor al que conoce muy bien». Daniel Pennac, Mal de escuela.
«Estoy solo en la oscuridad, dándole vueltas al mundo en la cabeza mienmtras paso otra noche de insomnio, otra noche en blanco en la gran desolación americana». Paul Auster, Un hombre en la oscuridad
«De noche, en las ciudades, lo noto, hay hombres que lloran en sueños y luego dicen Nada. No es Nada». Martin Amis, La información.
«Este libro trata sobre mí. Es la primera autobiografía que considera por separado un fragmento de una vida y deja el resto aparte. Abarca aproximadamente diez años. Es mejor que empezar por el chupete y el biberón. ¿Cuántas novelas tolerables hay que comiencen con el héroe en su cuna? Y es que una buena biografía es, por supuesto, una especie de novela». Wyndham Lewis: Estallidos y bombardeos
La imagen, una obra de Alicia Martín
La primera convocatoria de este concurso singular tuvo lugar una tarde de la semana pasada en la estación de Atocha de Madrid y en el quiosco que abastece a los viajeros del AVE. Después de revisar más de veinte arranques cada uno, el jurado bipersonal decidió darle el premio "Incipit horribilis" a este funesto principio de la novela de Miguel Ángel Rodríguez Gemelas SSDD (¿SSDD? ¿Es un error de imprenta?), recién publicada por editorial Algaida:
«Carolinma Corazón, la megaestrella de la televisión del cotilleo, presintió que se iba a morir treinta y cinco minutos antes de quedar pasmada, inerte y ridícula ante la cámara, con los iris de los ojos muermos, pegados y sin luz interior, como de santo de madera policromada».
Esto de los arranques es un juego adictivo. Confieso que es lo primero que miro de una novela: cuál es la frase que el autor ha escogido para pedime a gritos que entre en su mundo (ergo, que deje el mío). A veces, la frase en cuestión no da ganas de levantarse del sofá. Otras, te insta a seguir al autor hasta los confines de la tierra conocida, si es necesario. Pocos autores son conscientes de la importancia de la primera frase. A menudo, leo un comienzo y me pregunto: «¿Este señor sabe que él y yo estamos comenzando algo?».
De lo que tengo sobre la mesa estos días, esperando a ser leído, elijo algunas primeras frases para ilustrar esta entrada de hoy. Hay de todo, y entre ellas también podrían entregarse premios de todo pelaje. Pero os cedo la oportunidad, mientras yo sigo merodeando (esta semana sin compañía) por las estaciones y los aeropuertos.
«Comencemos por el epílogo: mamá, casi centenaria, viendo una película sobre un autor al que conoce muy bien». Daniel Pennac, Mal de escuela.
«Estoy solo en la oscuridad, dándole vueltas al mundo en la cabeza mienmtras paso otra noche de insomnio, otra noche en blanco en la gran desolación americana». Paul Auster, Un hombre en la oscuridad
«De noche, en las ciudades, lo noto, hay hombres que lloran en sueños y luego dicen Nada. No es Nada». Martin Amis, La información.
«Este libro trata sobre mí. Es la primera autobiografía que considera por separado un fragmento de una vida y deja el resto aparte. Abarca aproximadamente diez años. Es mejor que empezar por el chupete y el biberón. ¿Cuántas novelas tolerables hay que comiencen con el héroe en su cuna? Y es que una buena biografía es, por supuesto, una especie de novela». Wyndham Lewis: Estallidos y bombardeos
La imagen, una obra de Alicia Martín
13 de octubre de 2008
Redención de fin de semana: galletas de almendra pintadas de chocolate
Y la receta:
Ingredientes
-200 gramos de harina de maíz
-200 gramos de hrina normal
-150 gramos de mantequilla fundida
-200 gramos de azúcar
-150 de almendra molida
Se amasa todo como véis, se extiende y se forman las galletas (el ingrediente más importante es la paciencia). Se hornean 10 minutos y luego se pintan con chocolate fondant para postres. Pueden decorarse también con azúcar glas («además de» o «en lugar de» el chocolate) y también pueden añadirse fideos de colores (como en las fotos o cualquier otro adorno dulce).
Ah, si se hacen con niños, saben mucho mejor. Se recomienda buscar a quien regalarlas. Es un buen incentivo para los peques y así luego no engordaréis varios kilos.
Está claro que no todo puede ser literatura. De vez en cuando, en esta casa también abrazamos la gastronomía.
10 de octubre de 2008
De Tretze tristos tràngols, de Albert Sánchez Piñol
L'endemà el corb va convocar tots els ocells en un arbre proper al camp de civada.
—He descobert un espantaocells únic —va començar—. Hauria d'odiar-nos i ens estima. Ell, que va ser creat per fer-nos por, voldria la nostra companyia tot i que l'hagi de pagar amb la vida. Vol morir per nosaltres! Mireu, és allà. Al centre del camp de civada.
però el que va passar va ser que els altres ocells no veien cap espantaocells:
—Et refereixes a aquell home que vigila el camp?
però el que va passar va ser que els altres ocells no veien cap espantaocells:
—Et refereixes a aquell home que vigila el camp?
La Campana, 2008
9 de octubre de 2008
Intimidades
Leer es un acto íntimo, como comer o dormir. Por eso lo practicamos en lugares íntimos, valiéndonos de ceremonias que a veces son difíciles de confesar. Como quien gusta de leer echado en la cama cuan largo es, con el brazo extendido todo lo que da, y jura no tener pereza de pasar las páginas. El atrezzo que acompaña la lectura suele ser el mismo que nos guía en los momentos de mayor secreto: sofás, camas, hamacas... incluso cuartos de baño. No falta quien confiesa que cuando viaja sólo echa de menos su sofá con chese-long. Y quien dice adorar el vicio de leer nada más despertar, sin salir aún de la cama, como si el libro fuera una prolongación del sueño. Luego está la playa, otro territorio de íntimos deseos, donde hay quien lee tumbado boca abajo, o boca arriba, o en silla, o bajo un parasol, o en la zona de espigones. Y las terrazas perdidas en lugares amados: la terraza en Mallorca, el árbol del jardín... Y, por último, está el rincón de meditar y leer, fantástico descubrimientro que despierta la envidia de todos los presentes. Si puede ser con lluvia tras los cristales y un café bien caliente entre las manos, mejor que mejor, porque parece que el recogimiento aumenta, ¿o será que disminuye el remordimiento de no estar a pleno sol?
Me encanta preguntar a la gente del gremio por sus hábitos lectores. Lo que hoy he compartido con vosotros, navegantes, salió el martes durante la sobremesa de un almuerzo con libreros barceloneses. Ay, qué gusto da encontrar gente que comparte tus debilidades.
En la imagen, ellos, los libreros y nosotros, los pesados autores de promoción.
Me encanta preguntar a la gente del gremio por sus hábitos lectores. Lo que hoy he compartido con vosotros, navegantes, salió el martes durante la sobremesa de un almuerzo con libreros barceloneses. Ay, qué gusto da encontrar gente que comparte tus debilidades.
En la imagen, ellos, los libreros y nosotros, los pesados autores de promoción.
8 de octubre de 2008
Un huérfana mayor de edad
Hoy hace 18 años que murió mi padre. Se podría decir, pues, que soy una huérfana mayor de edad. En realidad, no ha pasado un sólo día desde que murió en que no me sintiera algo más huérfana que el anterior. Y eso que hoy, Antonio Santos, médico de profesión, pintor, poeta y novelista de vocación, sevillano de nacimiento, catalán por amor... tendría ni más ni menos que 80 años, y la verdad, no puedo imaginarle comportándose como los hombres de 80 años. La muerte prematura tiene eso: por lo menos, les ofrece a quienes tropiezan con ella la posibilidad de un recuerdo que no conoce los estragos del tiempo.
Creo que mi padre fue un hombre razonablemente feliz. Antes de conocer a mi madre había estudiado un primer curso de medicina, que tuvo que dejar por falta de medios. Luego conoció a mi madre por correspondencia, cuando ella tenía 16 y él 25. Se prometieron casi sin verse las caras. Se observaron una sola noche, en un hotel de Sevilla, cuando mi madre estaba allí de excursión de fin de curso, y decidieron que se casaban. Así de fácil. Mi padre dejó a la novia, sevillana, con la que ya tenía piso y fecha de boda (ella nunca se casó, según cuenta mi tía), dejó su cargo de administrador en una oficina de La Caja de Ahorros y el Monte de Piedad (hoy El Monte) y se marchó a Barcelona, llevando una maleta de cartón. La misma maleta que descuartizó poco después y en cuyas cuadernas pintó acuarelas. Aún debe de haber por casa de mi madre, repleta de los cuadros de papá, algún pedazo de maleta convertido en marina, o en bodegón. Una vez le expliqué esta historia a mi amigo Andrés Neuman y escribió un poema que siempre tengo frente a mis ojos. A mi padre le habría gustado que otro poeta se inspirase en él.
Una vez en Barcelona, ya con mis hermanos pequeños y casado, retomó la carrera, que terminó en los primeros 60. Ejerció la ginecología, la pediatría y la traumatología, llegó a dirigir la una clínica en Mataró y en los ratos libres pintó, escribió sin parar y hasta crió canarios (y los presentó a concursos, y los ganó, qué exótico). A su muerte, encontramos tres novelas inéditas en las tripas de su ordenador, un montón de fichas sobre estudios genéticos para los cruces de sus pájaros y centenares de notas. Sus últimos versos son amargos, terribles. No puedo releerlos sin escalofríos. El paso del tiempo, la falta de fuerzas, quién sabe... Su corazón le había avisado ya otras veces. El 8 de octubre de 1990 atacó y ganó.
El tiempo es un médico lento, pero seguro. Hace que te acostumbres a cualquier cosa, incluso a no tener padre. Sin embargo, hay algo a lo que no logro acostumbrarme: a la circunstancia de que no me parezco en nada a la niña de 20 años que le vio morir, perpleja de la injusticia que la vida cometía con ella. No me he repuesto de esa injusticia y a menudo pienso qué ocurriría si de pronto me tropezara con mi padre por la calle. ¿Nos reconoceríamos?
Creo que mi padre fue un hombre razonablemente feliz. Antes de conocer a mi madre había estudiado un primer curso de medicina, que tuvo que dejar por falta de medios. Luego conoció a mi madre por correspondencia, cuando ella tenía 16 y él 25. Se prometieron casi sin verse las caras. Se observaron una sola noche, en un hotel de Sevilla, cuando mi madre estaba allí de excursión de fin de curso, y decidieron que se casaban. Así de fácil. Mi padre dejó a la novia, sevillana, con la que ya tenía piso y fecha de boda (ella nunca se casó, según cuenta mi tía), dejó su cargo de administrador en una oficina de La Caja de Ahorros y el Monte de Piedad (hoy El Monte) y se marchó a Barcelona, llevando una maleta de cartón. La misma maleta que descuartizó poco después y en cuyas cuadernas pintó acuarelas. Aún debe de haber por casa de mi madre, repleta de los cuadros de papá, algún pedazo de maleta convertido en marina, o en bodegón. Una vez le expliqué esta historia a mi amigo Andrés Neuman y escribió un poema que siempre tengo frente a mis ojos. A mi padre le habría gustado que otro poeta se inspirase en él.
Una vez en Barcelona, ya con mis hermanos pequeños y casado, retomó la carrera, que terminó en los primeros 60. Ejerció la ginecología, la pediatría y la traumatología, llegó a dirigir la una clínica en Mataró y en los ratos libres pintó, escribió sin parar y hasta crió canarios (y los presentó a concursos, y los ganó, qué exótico). A su muerte, encontramos tres novelas inéditas en las tripas de su ordenador, un montón de fichas sobre estudios genéticos para los cruces de sus pájaros y centenares de notas. Sus últimos versos son amargos, terribles. No puedo releerlos sin escalofríos. El paso del tiempo, la falta de fuerzas, quién sabe... Su corazón le había avisado ya otras veces. El 8 de octubre de 1990 atacó y ganó.
El tiempo es un médico lento, pero seguro. Hace que te acostumbres a cualquier cosa, incluso a no tener padre. Sin embargo, hay algo a lo que no logro acostumbrarme: a la circunstancia de que no me parezco en nada a la niña de 20 años que le vio morir, perpleja de la injusticia que la vida cometía con ella. No me he repuesto de esa injusticia y a menudo pienso qué ocurriría si de pronto me tropezara con mi padre por la calle. ¿Nos reconoceríamos?
Perdonad el tono pesimista de esta entrada de hoy, navegantes. La vida es lo que tiene: terribles recordatorios cuelgan del calendario. Mañana encontraréis aquí otro tono, como de costumbre. Hablaré de intimidades de lector. Se lo he prometido esta tarde a un grupo de libreros con los que he almorzado bajo un tragaluz.
7 de octubre de 2008
Cita a las doce y dos
A los 6 años, desnudarse no significa nada. A los 26 años, desnudarse ya se ha convertido en un vieja costumbre. A los 16 años, desnudarse es un acto de inusitada violencia.
De Antichrista, de Amelie Nothomb
De Antichrista, de Amelie Nothomb
6 de octubre de 2008
Cleptomanía mermeladera
Lo confieso: robo tarritos de mermelada en los hoteles. Las escondo en la palma de la mano, miro disimuladamente al camarero para cerciorarme de que no me ve y entonces ¡zas!, de un movimiento calculado las dejo caer en mi bolsillo, o en el bolso. Nunca bajo a desayunar sin bolso, o sin llevar una prenda que tenga bolsillos. A veces dejo un rato las mermeladas sobre la mesa, como si me las fuera a comer, y sólo cuando me voy las deslizo dentro de la bolsa. Otras, lo hago directamente, nada más acercarme a la bandeja de las mermeladas, esa enorme tentación. Mi récord está en tres de una sola vez. Si estoy varios días en el mismo hotel, me modero: nunca más de dos al día, y me produce un placer inenarrable ver cómo se amontonan en la maleta. Las escojo de sabores variados, siempre procurando no repetirme mucho.
Al llegar a casa, las dejo en una repisa del armario (tengo bastantes, con diferentes etiquetas de diferentes hoteles). Me gusta agasajar a mis invitados con un tarrito de mermelada junto a la tostada recién hecha. También me gusta ofrecérsela a mis hijos. Les gusta la de fresa, especialmente. Mi compañero, prefiere la de naranja o la de melocotón. Yo, en cambio —y esa es la gracia, lo que me convierte en una artista del robo de mermeladas en los hoteles— detesto la mermelada en el desayuno. Combinada con mantequilla casi me hace vomitar. No la tomo jamás.
Igual por eso la robo.
Pero lo advierto a quien va conmigo: «Te hago saber que robo mermeladas en el desayuno». Pocos me creen a la primera, pero tarde o temprano se rinden a la evidencia.
Esta semana comienzo la gira de promoción de El mejor lugar del mundo es aquí mismo, publicado por Urano. Junto a mi amigo Francesc Miralles, coautor del libro, tendré que patearme algunas ciudades y algunos hoteles. Él no sabe de mi cleptomanía mermeladera. Me pregunto qué dirá cuando conozca esa debilidad mía que, seguro, ni sospecha.
Y es que ya lo decía mi abuela: sólo puedes decir que conoces a alguien cuando te has comido a su lado un saco de sal.
Al llegar a casa, las dejo en una repisa del armario (tengo bastantes, con diferentes etiquetas de diferentes hoteles). Me gusta agasajar a mis invitados con un tarrito de mermelada junto a la tostada recién hecha. También me gusta ofrecérsela a mis hijos. Les gusta la de fresa, especialmente. Mi compañero, prefiere la de naranja o la de melocotón. Yo, en cambio —y esa es la gracia, lo que me convierte en una artista del robo de mermeladas en los hoteles— detesto la mermelada en el desayuno. Combinada con mantequilla casi me hace vomitar. No la tomo jamás.
Igual por eso la robo.
Pero lo advierto a quien va conmigo: «Te hago saber que robo mermeladas en el desayuno». Pocos me creen a la primera, pero tarde o temprano se rinden a la evidencia.
Esta semana comienzo la gira de promoción de El mejor lugar del mundo es aquí mismo, publicado por Urano. Junto a mi amigo Francesc Miralles, coautor del libro, tendré que patearme algunas ciudades y algunos hoteles. Él no sabe de mi cleptomanía mermeladera. Me pregunto qué dirá cuando conozca esa debilidad mía que, seguro, ni sospecha.
Y es que ya lo decía mi abuela: sólo puedes decir que conoces a alguien cuando te has comido a su lado un saco de sal.
5 de octubre de 2008
3 de octubre de 2008
Cita a las doce y dos
2 de octubre de 2008
1 de octubre de 2008
De La tercera virgen, de Fred Vargas
—La altura. ¿Cree que la altura influye en la reflexiónm cuando la cabeza está separada de los pies por un metro noventa? ¿Cuando la sangre tiene que recorrer todo ese camino para subir y bajar? ¿Cree que entonces se piensa con más pureza, sin que intervengan los pies? O al revés, ¿que un tipo minúsculo piensa mejor que los demás, de manera más rápida y concentrada?
—Emmanuel Kant —contestó Danglard sin ardor— sólo medía un metro cincuenta. No era más que pensamiento, rigurosamente estructurado.
—¡Y su cuerpo?
—Nunca lo utilizó.
—Eso tampoco es plan —murmuró Adamsberg, volviendo a cerrar los ojos.
Siruela, Madrid, 2007
—Emmanuel Kant —contestó Danglard sin ardor— sólo medía un metro cincuenta. No era más que pensamiento, rigurosamente estructurado.
—¡Y su cuerpo?
—Nunca lo utilizó.
—Eso tampoco es plan —murmuró Adamsberg, volviendo a cerrar los ojos.
Siruela, Madrid, 2007
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