Leer es un acto íntimo, como comer o dormir. Por eso lo practicamos en lugares íntimos, valiéndonos de ceremonias que a veces son difíciles de confesar. Como quien gusta de leer echado en la cama cuan largo es, con el brazo extendido todo lo que da, y jura no tener pereza de pasar las páginas. El atrezzo que acompaña la lectura suele ser el mismo que nos guía en los momentos de mayor secreto: sofás, camas, hamacas... incluso cuartos de baño. No falta quien confiesa que cuando viaja sólo echa de menos su sofá con chese-long. Y quien dice adorar el vicio de leer nada más despertar, sin salir aún de la cama, como si el libro fuera una prolongación del sueño. Luego está la playa, otro territorio de íntimos deseos, donde hay quien lee tumbado boca abajo, o boca arriba, o en silla, o bajo un parasol, o en la zona de espigones. Y las terrazas perdidas en lugares amados: la terraza en Mallorca, el árbol del jardín... Y, por último, está el rincón de meditar y leer, fantástico descubrimientro que despierta la envidia de todos los presentes. Si puede ser con lluvia tras los cristales y un café bien caliente entre las manos, mejor que mejor, porque parece que el recogimiento aumenta, ¿o será que disminuye el remordimiento de no estar a pleno sol?
Me encanta preguntar a la gente del gremio por sus hábitos lectores. Lo que hoy he compartido con vosotros, navegantes, salió el martes durante la sobremesa de un almuerzo con libreros barceloneses. Ay, qué gusto da encontrar gente que comparte tus debilidades.
En la imagen, ellos, los libreros y nosotros, los pesados autores de promoción.
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