29 de abril de 2010
26 de abril de 2010
De la autobiografía de Charles Chaplin
¿Cómo se obtienen las ideas? Mediante una continua perseverancia, llevada al borde de la locura. Hay que tener capacidad para sopotar la angustia y mantener el entusiasmo durante un largo periodo de tiempo.
23 de abril de 2010
CRYPTA: el blog
Merodeadores del silencio, permitid que me presente: soy Eblus, el absoluto y flamante protagonista de la última y flamante novela de la administradora de esta página. Debo deciros algo, en confianza: aunque Care piense que ella es la autora de este hermoso libro, y lo diga, con esa vehemencia tan suya, no es cierto: el único autor soy yo mismo. Eblus, humilde djinn del desierto catapultado a las alturas del poder demoníaco gracias a mi asombrosa capacidad. No soy bueno, pero soy fascinante. Podréis saberlo a partir del 11 de mayo, en que llegarán a las librerías mis andanzas.
De momento, para celebrarlo, he creado un BLOG donde los lectores jóvenes de todas las edades encontraréis muchos contenidos: confidencias, concursos, escenarios de la novela, más de un secreto...
Ah, para los que sentís simpatía por Care: pienso dejarla escribir también en mi bitácora. Ella está deseando, y me duele privarla de un placer que en el fondo me ahorra trabajo.
En fin. Espero veros mucho por allí. O por cualquier otra parte, mortales.
22 de abril de 2010
Mañana es el día
21 de abril de 2010
16 de abril de 2010
Ens veiem per Sant Jordi
Aquest any, el meu Sant Jordi és menor d'edat, com les dues novetats infantils que duré sota el braç tot el dia: EM VENC LA MARE (Cruïlla) i la sèrie EL GENI IFIGENI (Macmillan).
Per si podeu passar, AQUEST ANY SIGNARÉ a:
Feliç Sant Jordi a tots i totes!!!
Per si podeu passar, AQUEST ANY SIGNARÉ a:
DE 18 a 19 hores:
LLIBRERIA "EL PETIT PRÍNCEP"
(Rambla de Catalunya):
DE 19 A 20 hores
ABACUS
(Rambla de Catalunya)
LLIBRERIA "EL PETIT PRÍNCEP"
(Rambla de Catalunya):
DE 19 A 20 hores
ABACUS
(Rambla de Catalunya)
Feliç Sant Jordi a tots i totes!!!
14 de abril de 2010
Para qué un blog dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul...
Una lectora habitual de esta bitácora me escribe para decirme que se está planteando abrir un blog. Me preguntarme si la experiencia le será útil, si se lo recomiendo como ejercicio, como práctica de escritura.
Por supuesto, preguntarle esto a alguien que lleva cinco años escribiendo un blog, supongo que sólo puede derivar en una cosa. O soy una incongruente patológica o nada más puedo contestar de forma afirmativa.
Aunque comprendo las dudas. Yo también me pregunté para qué servía un blog el día en que inauguré éste. Era 2 de diciembre de 2005, cuando titulé mi primera entrada Empecemos.... Podéis recuperarla AQUÍ, si tenéis curiosidad.
Me complace descubrir que algunos de los merodeadores del Silencio eran los mismos que sigo encontrando regularmente por aquí. Otros -lógico- llegaron después. Quiero pensar que se unirán algunos más, con el tiempo. Lo que dijeron aquellos primeros comentaristas virtuales creo que puede ser también una respuesta convincente para mi corresponsal, la futura bloggera.
Ahora sé un poco más para qué sirve un blog, a diferencia de aquel día de principios de diciembre. Aunque no todo sirve igual a todo el mundo, ni en el mismo momento. A mí, en este momento de mi vida, el blog me sirve:
-Para ser la escritora no profesional que era el día en que empecé a escribir. En este espacio reducido, que no tiene un número excesivo de seguidores -por fortuna- puedo permitirme el lujo de no medir demasiado las palabras y de escribir cuando quiero. Y sobre lo que quiero.
-Para compartir pasiones recién descubiertas.
-Para compartir viejos amores asentados en el tiempo.
-Como banco de pruebas de textos en los que estoy trabajando, gracias a la generosidad de los que estáis al otro lado, que los leéis antes que nadie y me dejáis vuestras opiniones.
-Como banco de pruebas emocional. Gracias a este blog he descubierto algo que me parece fundamental en mi literatura: el modo en que una pequeña confesión verdadera cala más que la más emotiva de las escenas imaginarias. En ese sentido, podría decir que el blog me ha permitido saber lo que significa en escritura la palabra "verdad". Es probable que mi último libro de cuentos, forjado en los últimos 7 años, y por tanto en paralelo a las muchas entradas de este sitio, le deba mucho más de lo que creo.
-Por supuesto, para mantenerme en contacto con algunos lectores. Me gusta descubrir que a la mayoría de los que he conocido por aquí he terminado viéndoles en persona.
-El blog me permite mantener un pie en la realidad. Tengo a menudo la sensación de que habito otro mundo, paralelo, y que regreso al real sólo de vez en cuando, porque casi nunca me interesa lo que aquí ocurre. El blog es un territorio intermedio, un umbral. Es el mundo real, porque hay gente que observa y que habla, pero no deja de ser el mundo real que inventan las palabras. Luego, otra cosa.
-El blog me permite trazar una especie de mapa sentimental de mi existencia. Siguiendo las diferentes entradas, con el tiempo, recuerdo filias, fobias, y observo mis coherencias y mis incoherencias. Tengo a veces la sensación vertiginosa de que, de todo cuanto he escrito, lo único que permanecerá en el tiempo -cuando el papel se haya deshecho en polvo- será este blog. Lo virtual sobrevivirá a la tierra cuando el sol la abrase. Me gusta saber que hay ciertas cosas mías que sólo son virtuales.
-Por último, el blog me sirve para ser feliz. Si no, no tendría sentido. Qué placer, escribir sin obligaciones, sin prisas, sin condicionantes. Qué gusto aporrear el teclado durante las primeras horas de la mañana o en las últimas de la noche, mientras suena una pieza de música recién elegida. En este momento, por ejemplo, el Gloria de Vivaldi, que parece que me lleva a escribir con más gracilidad y desde las nubes. Nubes bañadas de un sol radiante, muy distintas a las que veo desde la claraboya de mi estudio en este día de primavera recesiva que nos ha tocado.
He aquí algunas respuestas. Aunque, como todo el mundo sabe, para escribir no sierven de nada los argumentos de otra.
* La imagen de hoy, Gracefully, tomada de Flickr
13 de abril de 2010
Algo que he estado escribiendo estos días
Abel despierta despacio. Lo primero que piensa es: «¿Qué hora es?». Le parece raro oír llegar a su madre. En verano, cuando él despierta, ella ya lleva un buen rato en casa, y ha tenido tiempo de tranquilizarse. A veces incluso ha podido comer algo y darse una ducha. En invierno, en cambio, su madre está desquiciada todo el tiempo. Es insoportable. Tanto, que a veces se hace el dormido para darle tiempo a salir del baño y así no tener que aguantar su mal humor.
Para que luego digan que el cambio de hora sólo reporta beneficios a los países civilizados.
Alarga el brazo hacia la mesilla y enciende la lámpara. Proyecta una luz muy tenue, que apenas le molesta a los ojos. Ideal para acostumbrarse a la tonalidad del mundo.
Piensa que sería agradable despertarse alguna vez y sentir que está solo. Desconoce esa sensación. La soledad. Le encantaría estar solo. Aunque sólo fuera por una vez. Nunca se lo ha dicho a su madre. ¿Para qué? Conoce la respuesta.
Poco a poco va integrándose en el mundo. Como siempre, no recuerda nada de lo que ha soñado. Cada día se interroga al respecto, con la esperanza de obtener alguna respuesta. Pero cada día se dice: Nada. Sus sueños son una pantalla en blanco. Un silencio continuo.
Su madre dice que es uno de los síntomas de su enfermedad y que debe aceptarlo con resignación cristiana. Resignación cristiana. Aceptarlo. A veces es como si su madre hablara en un idioma desconocido.
—¿Qué día es hoy? —pregunta.
Oye a su madre acercarse a toda prisa por el pasillo hasta que se detiene en el umbral y sonríe. Está demacrada. Parece muy vieja.
—Mañana es tu cumpleaños —dice ella, fingiendo una alegría que le sale fatal.
—¿Qué hora es?
—Las seis y media.
—¿Ya es de noche?
—Ayer cambiaron la hora, cariño. Ha empezado el horario de invierno. ¿Te sientes peor?
Abel se incorpora, se despereza.
—No —dice—. Estoy bien.
—Mañana cumples diecisiete años, cariño. A ver si puedo traerte algo especial.
—No hace falta, mamá.
—Claro que sí —Rosa entra, lleva el albornoz pero no se ha puesto las zapatillas.
Va dejando un reguero de agua por donde pasa.
—Mamá, lo estás dejando todo perdido.
Rosa sonríe con languidez. No se disculpa. No se mueve.
—¿Te apetece que celebremos tu cumpleaños? —echa balones fuera.
No le dice que se estaba duchando tranquilamente cuando ha oído su voz y ha corrido a salir de la bañera, dejándose el suavizante a medio aclarar y restos de espuma por todo el cuerpo. Abel lo sabe, aunque no se lo diga. Se comporta siempre igual.
—Si quieres… —dice el hijo.
Rosa sonríe. Se acerca a acariciarle el pelo mientras bajo sus pies se forma un charco de agua.
—Siempre serás mi niño, por mucho que te estés convirtiendo en un hombre.
Abel repite, en silencio.
—Un hombre…
Luego su madre sale a toda prisa de la habitación, en busca de unas zapatillas, mientras dice:
—Hoy he encontrado poca cosa. Pero tengo una sorpresa especial para ti.
Abel lanza un suspiro resignado. Se quita el pijama y se pone unos vaqueros negros que le vienen grandes y una camiseta blanca, de algodón. Su estómago lanza un rugido que recuerda al de un tigre hambriento. Busca sus zapatillas, se las calza. Se queda un momento quieto, mirándose los pies, intentando reaccionar. Necesita un rato más para librarse del sueño. Eso también forma parte de los síntomas.
—¿No quieres verla? —pregunta la voz de su madre desde el cuarto de baño.
—¿El qué?
—La sorpresa. Hoy he encontrado un zorro gordo atropellado, pero además, tengo algo vivo. Está en las jaulas del porche.
Rosa ha pronunciado esta última frase como si anunciara algo portentoso. De pequeño, desde luego, se lo parecía. Le encantaba salir al porche, comenzando por el momento en que su madre abría una por una las cerraduras de la puerta principal. Era algo estupendo, un instante de libertad del que gozaba al máximo.
Ahora, sencillamente, ha cambiado. Ha crecido. No le gustan las mismas cosas que le gustaban con diez años. Su madre no se da cuenta de que ya no es el mismo.
—Claro, vamos —contesta, por no herirla—, ¿qué es?
—¡Ven a verlo!
Rosa le agarra la mano a su hijo y juntos avanzan hacia el jardín. Atraviesan la segunda puerta, la que comunica con la sala de billar y luego Abel espera con la paciencia de siempre a que su madre termine de girar las llaves en las cerraduras correspondientes.
Finalmente la entrada se abre y ella le indica, con mucho misterio:
—En la segunda jaula. A ver si te gusta.
La puntualización no era necesaria, porque todas las jaulas están vacías, con excepción de una sola en cuyo interior Abel distingue el cuerpecillo ensangrentado de una comadreja. Le da unos golpecitos a través de los barrotes. Se vuelve hacia su madre.
—Está muerta, mamá —dice.
—¡No puede ser! Si cuando la metí ahí… —la madre, con el rostro descompuesto, observa el interior de la jaula. Le propina unos golpecitos—. Eh, tú, bicho, ¿para esto te he dado agua?
No hay duda: con agua o sin ella, la comadreja está muerta.
Abel tuerce la boca en una expresión disgustada y la madre le secunda.
—Lo siento. Cuando la metí ahí estaba viva, te lo prometo.
—Tiene una pata destrozada, mamá.
—Claro, porque se enganchó en el cepo. Pero estaba viva.
—Mamá, es horrible que sigas utilizando esas trampas. ¿Por qué no me dejas hacer lo que te dije?
—¡Ni hablar! —zanja la madre, poniéndose ora vez su grueso guante de jardinero para rescatar el desafortunado animal del interior de su calabozo de hierro—, ¡te lo dejé bien claro la última vez! ¡No convertirás mi casa en una granja!
—Pero esto es mucho peor. Tú la conviertes en un patíbulo.
Rosa se queda muy seria. Mira a su hijo. Cualquiera diría que está a punto de llorar. Con esta luz lunar, su cara se ve muy pálida, pero nada en comparación con la de Abel, que es del color del yeso. Entonces, Rosa comienza a reír y dice:
—Anda, pasa, cerebrito. No le des más vueltas, yo me ocupo.
—¿No podríamos quedarnos un poco más aquí fuera?
—Ni hablar. En esta época ya refresca mucho.
Abel no sabe para qué pregunta, si conoce todas las respuestas. Entran de nuevo. Rosa deja la comadreja sobre la mesa de billar y se esmera en cerrar bien las cerraduras, una por una. Mientras tanto, Abel acaricia a aquel bicho con una pata destrozada que yace sobre el tapete verde. Aún está caliente.
No ha medido las consecuencias de sus actos. Le ha acariciado por compasión, con ternura. Sin embargo, el calor corporal de la comadreja ha disparado en él algo cerval, insufrible. Su instinto. Con un gesto casi desesperado, ha agarrado al animal con ambas manos, lo ha dispuesto panza arriba, como si fiera una peluda mazorca de maíz y lo ha olfateado rápidamente, con avidez. A continuación ha hundido sus colmillos en el diminuto cuerpo del animal y ha succionado con todas sus fuerzas. La sangre ha pasado del mamífero a su boca en apenas unos segundos. Dulce, tibia, espesa sangre de comadreja. Le gusta, es una de sus favoritas.
Cuando su madre termina y se da la vuelta, todavía alegre, confiada, tropieza cara a cara con una escena a la cual, por muchos años que pasen, nunca logrará acostumbrarse. ¿Cuántas veces le ha dicho a su hijo que debe comer en la bañera, el único lugar donde borrar los restos del festín no le cuesta una enfermedad? Sabe que no es culpa del chico, que sus instintos son en eso mucho más fuertes que su obediencia. Y contra el instinto, Rosa lo sabe, no hay nada que hacer.
La boca de Abel rezuma sangre, igual que el cuerpecillo exánime del mustélido y las manos del muchacho. Una sangre espesa, oscura, aterciopelada. Forma un pequeño charco en el suelo y mancha la ropa de Abel. Pero lo peor es el gesto de su hijo, el modo cómo encorva el cuerpo mientras come, la expresión de sus ojos desorbitados al hacerlo. Es un gesto, una expresión, una urgencia nada humanas. Es la actitud que le define a su hijo como aquello que es casi desde el inicio de su vida: un hematófago, un chupasangre, más comúnmente denominado «vampiro».
—Lo siento —dice Abel, al verse descubierto, y arroja el cuerpo de la comadreja al suelo, con descuido.
El animal parece la monda de un plátano recién despojada del fruto.
—Ahí no —regaña Rosa, señalando el cadáver—. Ya sabes para qué están las bolsas negras.
Abel obedece, dócil. Recoge el cadáver y lo lleva al rincón, donde aguarda el cubo de la bolsa negra. Lo arroja al interior. La comadreja cae con un plof seco y diminuto.
—Ahora vienes conmigo y te doy el cubo y la fregona. Tú lo haces, tú lo limpias, ya lo sabes —sermonea Rosa, sin dejar de señalar la sangre que mancha el suelo con un dedo acusador.
Abel se limpia la boca con el dorso de la mano. La camiseta blanca está manchada de sangre.
—Pero antes, por favor, lávate y cámbiate de ropa, hijo. Estás hecho un asco.
El vampiro obedece.
Para que luego digan que el cambio de hora sólo reporta beneficios a los países civilizados.
Alarga el brazo hacia la mesilla y enciende la lámpara. Proyecta una luz muy tenue, que apenas le molesta a los ojos. Ideal para acostumbrarse a la tonalidad del mundo.
Piensa que sería agradable despertarse alguna vez y sentir que está solo. Desconoce esa sensación. La soledad. Le encantaría estar solo. Aunque sólo fuera por una vez. Nunca se lo ha dicho a su madre. ¿Para qué? Conoce la respuesta.
Poco a poco va integrándose en el mundo. Como siempre, no recuerda nada de lo que ha soñado. Cada día se interroga al respecto, con la esperanza de obtener alguna respuesta. Pero cada día se dice: Nada. Sus sueños son una pantalla en blanco. Un silencio continuo.
Su madre dice que es uno de los síntomas de su enfermedad y que debe aceptarlo con resignación cristiana. Resignación cristiana. Aceptarlo. A veces es como si su madre hablara en un idioma desconocido.
—¿Qué día es hoy? —pregunta.
Oye a su madre acercarse a toda prisa por el pasillo hasta que se detiene en el umbral y sonríe. Está demacrada. Parece muy vieja.
—Mañana es tu cumpleaños —dice ella, fingiendo una alegría que le sale fatal.
—¿Qué hora es?
—Las seis y media.
—¿Ya es de noche?
—Ayer cambiaron la hora, cariño. Ha empezado el horario de invierno. ¿Te sientes peor?
Abel se incorpora, se despereza.
—No —dice—. Estoy bien.
—Mañana cumples diecisiete años, cariño. A ver si puedo traerte algo especial.
—No hace falta, mamá.
—Claro que sí —Rosa entra, lleva el albornoz pero no se ha puesto las zapatillas.
Va dejando un reguero de agua por donde pasa.
—Mamá, lo estás dejando todo perdido.
Rosa sonríe con languidez. No se disculpa. No se mueve.
—¿Te apetece que celebremos tu cumpleaños? —echa balones fuera.
No le dice que se estaba duchando tranquilamente cuando ha oído su voz y ha corrido a salir de la bañera, dejándose el suavizante a medio aclarar y restos de espuma por todo el cuerpo. Abel lo sabe, aunque no se lo diga. Se comporta siempre igual.
—Si quieres… —dice el hijo.
Rosa sonríe. Se acerca a acariciarle el pelo mientras bajo sus pies se forma un charco de agua.
—Siempre serás mi niño, por mucho que te estés convirtiendo en un hombre.
Abel repite, en silencio.
—Un hombre…
Luego su madre sale a toda prisa de la habitación, en busca de unas zapatillas, mientras dice:
—Hoy he encontrado poca cosa. Pero tengo una sorpresa especial para ti.
Abel lanza un suspiro resignado. Se quita el pijama y se pone unos vaqueros negros que le vienen grandes y una camiseta blanca, de algodón. Su estómago lanza un rugido que recuerda al de un tigre hambriento. Busca sus zapatillas, se las calza. Se queda un momento quieto, mirándose los pies, intentando reaccionar. Necesita un rato más para librarse del sueño. Eso también forma parte de los síntomas.
—¿No quieres verla? —pregunta la voz de su madre desde el cuarto de baño.
—¿El qué?
—La sorpresa. Hoy he encontrado un zorro gordo atropellado, pero además, tengo algo vivo. Está en las jaulas del porche.
Rosa ha pronunciado esta última frase como si anunciara algo portentoso. De pequeño, desde luego, se lo parecía. Le encantaba salir al porche, comenzando por el momento en que su madre abría una por una las cerraduras de la puerta principal. Era algo estupendo, un instante de libertad del que gozaba al máximo.
Ahora, sencillamente, ha cambiado. Ha crecido. No le gustan las mismas cosas que le gustaban con diez años. Su madre no se da cuenta de que ya no es el mismo.
—Claro, vamos —contesta, por no herirla—, ¿qué es?
—¡Ven a verlo!
Rosa le agarra la mano a su hijo y juntos avanzan hacia el jardín. Atraviesan la segunda puerta, la que comunica con la sala de billar y luego Abel espera con la paciencia de siempre a que su madre termine de girar las llaves en las cerraduras correspondientes.
Finalmente la entrada se abre y ella le indica, con mucho misterio:
—En la segunda jaula. A ver si te gusta.
La puntualización no era necesaria, porque todas las jaulas están vacías, con excepción de una sola en cuyo interior Abel distingue el cuerpecillo ensangrentado de una comadreja. Le da unos golpecitos a través de los barrotes. Se vuelve hacia su madre.
—Está muerta, mamá —dice.
—¡No puede ser! Si cuando la metí ahí… —la madre, con el rostro descompuesto, observa el interior de la jaula. Le propina unos golpecitos—. Eh, tú, bicho, ¿para esto te he dado agua?
No hay duda: con agua o sin ella, la comadreja está muerta.
Abel tuerce la boca en una expresión disgustada y la madre le secunda.
—Lo siento. Cuando la metí ahí estaba viva, te lo prometo.
—Tiene una pata destrozada, mamá.
—Claro, porque se enganchó en el cepo. Pero estaba viva.
—Mamá, es horrible que sigas utilizando esas trampas. ¿Por qué no me dejas hacer lo que te dije?
—¡Ni hablar! —zanja la madre, poniéndose ora vez su grueso guante de jardinero para rescatar el desafortunado animal del interior de su calabozo de hierro—, ¡te lo dejé bien claro la última vez! ¡No convertirás mi casa en una granja!
—Pero esto es mucho peor. Tú la conviertes en un patíbulo.
Rosa se queda muy seria. Mira a su hijo. Cualquiera diría que está a punto de llorar. Con esta luz lunar, su cara se ve muy pálida, pero nada en comparación con la de Abel, que es del color del yeso. Entonces, Rosa comienza a reír y dice:
—Anda, pasa, cerebrito. No le des más vueltas, yo me ocupo.
—¿No podríamos quedarnos un poco más aquí fuera?
—Ni hablar. En esta época ya refresca mucho.
Abel no sabe para qué pregunta, si conoce todas las respuestas. Entran de nuevo. Rosa deja la comadreja sobre la mesa de billar y se esmera en cerrar bien las cerraduras, una por una. Mientras tanto, Abel acaricia a aquel bicho con una pata destrozada que yace sobre el tapete verde. Aún está caliente.
No ha medido las consecuencias de sus actos. Le ha acariciado por compasión, con ternura. Sin embargo, el calor corporal de la comadreja ha disparado en él algo cerval, insufrible. Su instinto. Con un gesto casi desesperado, ha agarrado al animal con ambas manos, lo ha dispuesto panza arriba, como si fiera una peluda mazorca de maíz y lo ha olfateado rápidamente, con avidez. A continuación ha hundido sus colmillos en el diminuto cuerpo del animal y ha succionado con todas sus fuerzas. La sangre ha pasado del mamífero a su boca en apenas unos segundos. Dulce, tibia, espesa sangre de comadreja. Le gusta, es una de sus favoritas.
Cuando su madre termina y se da la vuelta, todavía alegre, confiada, tropieza cara a cara con una escena a la cual, por muchos años que pasen, nunca logrará acostumbrarse. ¿Cuántas veces le ha dicho a su hijo que debe comer en la bañera, el único lugar donde borrar los restos del festín no le cuesta una enfermedad? Sabe que no es culpa del chico, que sus instintos son en eso mucho más fuertes que su obediencia. Y contra el instinto, Rosa lo sabe, no hay nada que hacer.
La boca de Abel rezuma sangre, igual que el cuerpecillo exánime del mustélido y las manos del muchacho. Una sangre espesa, oscura, aterciopelada. Forma un pequeño charco en el suelo y mancha la ropa de Abel. Pero lo peor es el gesto de su hijo, el modo cómo encorva el cuerpo mientras come, la expresión de sus ojos desorbitados al hacerlo. Es un gesto, una expresión, una urgencia nada humanas. Es la actitud que le define a su hijo como aquello que es casi desde el inicio de su vida: un hematófago, un chupasangre, más comúnmente denominado «vampiro».
—Lo siento —dice Abel, al verse descubierto, y arroja el cuerpo de la comadreja al suelo, con descuido.
El animal parece la monda de un plátano recién despojada del fruto.
—Ahí no —regaña Rosa, señalando el cadáver—. Ya sabes para qué están las bolsas negras.
Abel obedece, dócil. Recoge el cadáver y lo lleva al rincón, donde aguarda el cubo de la bolsa negra. Lo arroja al interior. La comadreja cae con un plof seco y diminuto.
—Ahora vienes conmigo y te doy el cubo y la fregona. Tú lo haces, tú lo limpias, ya lo sabes —sermonea Rosa, sin dejar de señalar la sangre que mancha el suelo con un dedo acusador.
Abel se limpia la boca con el dorso de la mano. La camiseta blanca está manchada de sangre.
—Pero antes, por favor, lávate y cámbiate de ropa, hijo. Estás hecho un asco.
El vampiro obedece.
12 de abril de 2010
9 de abril de 2010
Microcuento: Neologismos
Y entonces Elia, con el rostro desencajado por el espanto, salió de su habitación y asomándose a la escalera gritó, aterrada:
—¡Se ha bombido la fundilla!
Lo cual significa también que Laie, con el rostro desespantado por el encajo, habitó de su salión y escalándose a la asomada aterró, gritada.
Acto seguido, comenzó a inventar un lenguaje que se adaptara a su mundo.
—¡Se ha bombido la fundilla!
Lo cual significa también que Laie, con el rostro desespantado por el encajo, habitó de su salión y escalándose a la asomada aterró, gritada.
Acto seguido, comenzó a inventar un lenguaje que se adaptara a su mundo.
8 de abril de 2010
40
Esta mañana mi hija ha abierto un cuento donde alguien aporreaba una máquina de escribir, ha señalado una ilustración donde se veía la típica Underwood y ha exclamado, con cara de sabia:
-¡Mamá, hace millones de años la gente escribía con esto!
Hoy, navegantes, cumplo cuatro décadas. Me cuesta creerlo. 40. Yo que siempre deseé ser mayor, por fin lo voy siendo. Quiero celebrarlo compartiendo con vosotros tres recuerdos y un secreto. Corresponden a cuatro regalos. Tienen que ver con objetos de escritura de hace "millones de años". Tal vez por eso son tan especiales. Y todos guardan relación con el día de hoy, claro está.
El primero llegó cuando tenía 8 años. O tal vez tenía 10 y asi redondearíamos la cifra en este día de cifras redondas. Era un paquete grande, envuelto en un papel estampado con rombos y la firma de la casa de donde procedía. Imprenta Minerva o Papelería Tria (ambas desaparecidas), qué más da. Era un papel que prometía cosas interesantes. Dentro del envoltorio había por lo menos 8 cuadernos de todos los tamaños. No eran tiempos de gran sofisticación en ese sentido: la mayoría de los cuadernos eran cuadriculados, todos tenían su espiral y sus tapas de cartón de colorines. Los había de tamaño folio, medio folio y octavilla. Todos estaban en blanco. ¿Habrá mejor regalo que se le pueda hacer a una aspirante a escritora que un cuaderno en blanco? El regalo me lo hico mi hermano mayor, Claudio, que debía de tener entomces entre 23 y 25 años. Es uno de los regalos más bonitos que he recibido nunca. Un regalo especial, pensado para mí, distinto, que además me reconocía como lo que era -lo que soy-, lo único que seré siempre: juntadora de palabras. Nunca he valorado demasiado los regalos que sólo cuestan dinero. En cambio, me emociono con algo, por sencillo que sea, que demuestra que alguien ha pensado en mí de verdad. No sé si la cantidad de cuadernos que incluía aquel paquete, por cierto, se debía a la acertada sospecha de mi hermano con respecto a mi futura prolijidad literaria.
El segundo regalo cayó cuando tenía 18. Era Semana Santa -a meudo mi cumpleaños cae en las vacaciones de Pascua- y estábamos en el pequeño apartamentito de la playa de mis padres, frente a mi mar de todos los veranos, aunque hacía frío y era de noche. Creo que mis padres no pudieron esperar al día siguiente para darme mi regalo, y creo que no era día 8 sino 7 (al fin y al cabo, mi padre, que fue quien le abrió en persona la tripa a mi madre para librarla de mí, siempre dijo que yo había nacido exactamente en la medianoche del 7 al 8). Mi regalo de mayoría de edad fue una máquina de escribir. Una Lettera 49 que me mira desde un rincón mientras escribo esto. Hace años que fue destronada, pero sigue ahí, y la quiero cerca. ¡Con qué ilusión escribí en ella durante más de cinco años! ¡Si hasta parecía que mis ideas, gracias a ella, habían llegado también a la mayoría de edad! Guardo muchas páginas mecanografiadas con mi vieja Lettera, donde duermen algunos de los primeros cuentos que terminé, con los que castigué a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos, a mis profesores y a todo el que se puso por delante, durante un lustro. Algún día tengo que rescatarla del rincón y aporrearla un poco. Igual se quedó por ahí, sujeta a sus letras metálicas, alguna idea de aquella adolescencia mía truncada de pronto.
El tercero llegó a los 20. Hace de ello, exactamente, la mitad de mi vida. Esta vez -vamos subiendo de categoría- era una pluma estilográfica. El escenario, la sobremesa de una comida familiar, después del café. La pluma era de verdad: la primera. Una Montblanc. La clásica Meisterstück. En mi diario, ese mismo día, escribí con tinta negra de trazo grueso: "Empieza la era Meisterstück". Y en verdad empezaba. Qué gusto escribir en un buen cuaderno con una buena pluma. El rasgar de la plumilla contra el papel es para mí uno de los sonidos de la lujuria, una sensación placentera que acompaña la escritura como lo haría un narcótico. Nunca más abrí mi diario sin tener la pluma cerca. Escribí con ella centenares de cartas -algunas muy importantes- y cuando abandoné la escritura diarística, quedé convertida en una especie de asistente vitalicio de la correspondencia. Lleva mi nombre grabado. Nos pertenecemos. No sé si más yo ella o ella a mí, la verdad.
El último regalo (el secreto) tiene -para mí- un simbolismo parecido al de los otros tres. Viene de la persona a quien más quiero del mundo, pero no sólo por eso es estupendo. Lo es porque es un regalo que salda una vieja deuda, que abre horizontes, que reconoce -de nuevo- lo que soy y que me hace una ilusión infantil, desbordante. Tampoco es un regalo al uso.
Llegó hace apenas unos días, anticipándose a las cuatro décadas. Deni -siempre dudo a la hora de escribir el vínculo que nos une porque nada me parece bien. ¿Mi marido? Suena a carga que pide alivios a gritos. ¿El padre de mis hijos? No me gusta definir las cosas por sus consecuencias. ¿Mi compañero? Sí, eso va estando mejor, pero le falta pasión y le sobra espíritu hippie. ¿El amor de mi vida? Lo más exacto, sin duda. Pues bien: ÉL, todos sabemos de quién hablo- me ha regalado un curso de dramaturgia. Llevo toda la vida debiéndome a mí misma escribir teatro. Es un buen momento para saldar esa deuda. Empiezo el día 13. LLevaré mi cuaderno, mi pluma, mis ideas y, sobre todo, procuraré no dejar en casa lo (poco o mucho) que he aprendido de todo este lío en el tiempo que llevo fijándome bien. Espero que todo ello, y lo que caiga, me sirva para escribir dos o tres escenas que se dejen leer no sólo por los que me quieren.
Ah. Y a todos, ¡gracias por estar ahí!
* La imagen, de AMasterCreation, tomada de Flickr
2 de abril de 2010
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