31 de julio de 2012

Noche y día



29 de julio de 2012

Supermami de julio


27 de julio de 2012

Qué hacer a las ocho de la tarde

He hecho una encuesta en Facebook. Es algo que me gusta desde siempre: formular preguntas. Meter las narices donde no me llaman. Facebook abre un montón de maravillosas posibilidades a los metomentodo como yo.
El detonante fue una pregunta que me hizo un periodista la semana pasada: "¿Qué haces a las ocho de la tarde?". No contesté la verdad. Opté por una solución poética (a veces la verdad es desoladora). Dije: "Me quito los zapatos y me pongo un libro". No lo hago, pero lo pienso, lo deseo, sueño con hacerlo. Y no lo hago porque las ocho de la tarde me sientan fatal. Es la hora de la culpa, de los arrepentimientos, de las maldiciones, de las angustias, de las contradicciones. Todavía mucho por hacer, pero poco tiempo. Quiero estar con la familia pero me gustaría leer, sola, en otra parte. Maldigo lo que quedó en el tintero. Es una hora tonta, fronteriza, intermediaria, que detesto.
Por eso la encuesta. En realidad, la pregunta debería haber sido: ¿A ti también se te dan mal las ocho de la tarde?
Después de analizar las respuestas, estoy en condiciones de explicaros qué es lo que hace la población a las ocho de la tarde. A saber:

1. Los incombustibles, van al gimnasio o a correr. Algunos se duchan al terminar.
2. Los que tienen niños pequeños, los meten en la bañera.
3. Los que los tienen algo mayores: planchan o hacen la cena. O ven planchar o ven hacer la cena.
4. Los que saben vivir: visitan un merendero con una botella de sidra, un queso de cabrales y un puñado de amigos (las viandas pueden cambiar según la provincia). También están las versiones gin-tonic, vinito, refresco y gazpacho.
5. Los lectores, leen.
6. Los que tienen jardín, lo riegan.
7. Quienes tienen terraza, se asoman a ella.
8. Los que trabajan de cara al público, desean que no llegue el tonto de última hora.

Aunque de todas las respuestas, escojo una, por sofisticada, que me encanta. Alguien dijo que a las ocho de la tarde le gusta tocar la flauta. A partir de hoy, cuando llegue la hora de mi desasosiego vespertino, esa hora en que mis hijos se duchan y yo preparo la cena pensando que no he regado y soñando con leer un buen libro o con tomar copas con un buen amigo, cerraré los ojos e imaginaré que escucho una flauta. Una flauta que suene sólo para mí -¿Paganini? ¿Bach? Bueno, ya lo pensaré-, fiel a su cita de cada atardecer, deliciosa.
La flauta de las ocho.

* La imagen de hoy: en general, el 8 me gusta y lo elijo.

25 de julio de 2012

Hoy sale en Alemania mi novela Habitaciones cerradas, Die Geister shweigen.

He tenido la suerte de contar con una traductora de lujo, Stefanie Karg. Hoy, para celebrarlo, quiero rendir homenaje a todos los traductores publicando unas palabras que Stefanie ha escrito ESPECIALMENTE PARA ESTE BLOG, al hilo de su trabajo de traducción y de la especial relación que los traductores entablan con los libros. No sabéis lo emocionada que estoy de poder hacerlo.

DÍAS DE PALABRAS, SILENCIO Y FANTASMASpor Stefanie Karg

Principios de julio del 2012
Falta poco para que salga Die Geister schweigen, mi traducción alemana de Habitaciones cerradas. Me pregunto con curiosidad: ¿Cómo va a recibir el público alemán la tan emocionante novela de Care Santos?
Siempre surgen unos lazos especiales con las obras a traducir: el tema, los personajes, los sitios, pero con Habitaciones cerradas ha crecido a lo largo de los meses pasados un cariño muy especial.

Febrero del 2009
Leo mi primera novela de Care, La Muerte de Venus. Me fascina cómo la autora logra entrelazar los acontecimientos de época romana con la trama actual en Mataró. Gracias a la web también puedo visualizar el ambiente creado. Ya familiarizada con Mataró en la comarca del Maresme, con una protagonista que trabaja en un salón de belleza, me llega el encargo de traducir la página web de un pequeño y acogedor hotel en la vecina comarca de La Selva, cuya gerente a la vez es propietaria de un salón de belleza.

Marzo del 2011
La lectura de Habitaciones cerradas me seduce suavemente. La estructura a base de la mezcla de distintos géneros de texto que componen la novela me encanta, los correos eléctronicos, los textos ficticios que parecen sacados de auténticos catálogos de Historia del Arte, un relato verídico publicado en un periódico, artículos de prensa también ficticios, los capitulos más bien épicos de la trama desarrollada en el pasado y los cápitulos tan concisos que relatan los acontecimientos de la actualidad. El personaje de Amadeo Lax parece tan verdadero que casi caigo en la trampa de creer que existió hasta que compruebo que ha salido de la fantasía de Care. Al principio de la lectura tengo que controlarme para sólo leer la novela apreciando a fondo la capacidad creadora de la autora, ya que de modo paralelo la voy traduciendo mentalmente, señal inequívoca de que la novela me tiene atrapada.

Mayo del 2011
¡Qué ilusión! Susanne Kiesow de Fischerverlage me encarga traducir Habitaciones cerradas al alemán. Como siempre me pongo algo nerviosa. Una cosa es leer una novela, otra cosa es –pese a toda la experiencia profesional– traducirla, dotar a la versión alemana del tono creado por la autora. Voy elaborando mi red de trabajo, disfruto del blog de Care, puedo contar con la cooperación de Heike Peetz, la colega que sabe de Historia del Arte y que va a controlar los capítulos dedicados a los temas de pintura, Modernismo etc., y también con la amiga de una amiga en España que es experta en el Ensanche de Barcelona
Empiezo con la traducción de por sí. Lo que me ha fascinado desde el principio –la mezcla de distintos estilos y géneros de textos de la novela–, a la hora de empezar me supone un reto especial. Sin embargo, cada vez descubro más detalles que me tocan. María del Roser, la gran protagonista de la trama del pasado, es un encanto, pero su estado de salud me hace recordar el hecho que la demencia o la vejez son temas latentes en las charlas con las amigas al hablar de nuestros padres. No como una hija, sino como la madre que soy, sigo el desarrollo de los hermanos Amadeo y Juan Lax desde pequeños y miro con aún más cariño a mis dos retoños. ¿Qué será de ellos? Los pasajes que evocan el Liceo me hacen recordar con mucha nostalgia el Buque fantasma que una vez vi en aquel distinguido Gran Teatro, donde la presentación de la obra wagneriana fue una parte del espectáculo y el desfile la élite catalana me proporcionó la otra.
De repente estoy irritada: ¿Cómo puede gustarme una novela que tiene como figura central el monstruo que es Amadeo Lax? Mi alivio llega al comprobar que Violeta, la gran protagonista de la trama actual se ve enfrentada con la misma pregunta: ¿Cómo puede entregar su vida laboral a un museo dedicado a un personaje que resulta haber sido un monstruo? Disfruto sumamente con los capítulos de la actualidad que dejan entrever la supuesta autoría de los « fantasmas » y trato de recrear su distancia hacia lo relatado en el original. En los correos de Violeta a su madre Valérie que entrañan cierto tono de complicidad, busco la voz de las conversaciones con mi propia madre.
Con las búsquedas en libros y en la web ya realizadas, aparecen las cosillas de siempre. De repente tengo que actualizar mi léxico alemán y por ejemplo encontrar las palabras adecuadas para algo al parecer tan banal como una cuna con pabellón o una chichonera, detalles que sin embargo, a mi entender, son esenciales para recrear el ambiente. Surge el sempieterno problema, el tutear y el tratar de usted, que es distinto en España y en Alemania, y me supone otra dificultad: ¿Violeta tutea a la hija de su gran amor o no?
Luego las coplas … Reflejan tan bien el ambiente de la época y confieren cierto valor añadido a la novela. ¿Cómo hacerlo llegar al lector alemán? Poniéndome de acuerdo con la lectora de la editorial decidimos traducirlas al alemán, ¡sabiendo que no tienen traducción! Me decido por una versión sumamente libre para guardar el sentido picante, utilizando un léxico alemán que corresponde a la época. ¡Qué atrevimiento!
Transcurre el verano, llega el otoño y mi trabajo está terminado. No, nunca está terminado, siempre se puede mejorar algo, añadir alguna cosilla, corregir un pasaje. Siempre será así, pero le he tomado tanto cariño a Habitaciones cerradas que mi traducción parece un bébé que quiero guardar para mí. Finalmente la entrego dentro del plazo establecido, la dejo en las sabias manos de las lectoras de Fischerverlage para la versión final que llevará por título Die Geister schweigen, es decir: El silencio de los fantasmas.

Febrero del 2012
Llegan las pruebas, con la distancia corrijo algún que otro detalle. Me invade una gran alegría previa. Tengo ganas de viajar a Barcelona para ver in situ el ambiente de la novela.

Mayo del 2012
Me llegan los primeros ejemplares de Die Geister schweigen para la prensa. ¡Qué alegría!

Finales de mayo del 2012
Me unen con Madrid unos lazos muy fuertes, y me escapo un largo fin de semana para volver a impregnarme del ambiente español. En la Feria del Libro desgraciadamente no coincido con los autores que he traducido. La noche de despedida después de un paseo por el centro, mis amigos me llevan a la Fídula, el café-concierto donde el genial Manuel Rey imparte su magnífica « Historia de la Copla ». Esa noche no canta las coplas que Care introduce en la novela, pero me emociono mucho al escuchar en vivo tantas coplas en un ambiente tan castizo.

Finales de junio del 2012
Care amablemente me invita a participar con « unas palabras » en su blog.

Principios de julio del 2012
Por fin me siento al ordenador y hago resumen de mi encuentro con la obra de Care. Justo cuando he llegado al mes de febrero de 2012, llama el cartero y me trae los primeros ejemplares de Die Geister schweigen. ¿Como va a recibir el público alemán esa novela cuando salga a finales de julio de 2012?



Aviso para Cyranos


20 de julio de 2012

Minis de verano (1): Árboles


A los árboles nadie les informó de nada. De pronto, de un día para otro, los habitantes de la casa eran distintos. Los de ahora eran más jóvenes, más laboriosos, tenían más niños y la voz más fuerte (o gritaban más). Comenzaron a hacer cambios. La palmera allí, la yuca allá, en este rincón unas matas de tomate. Los árboles son poco dados a las innovaciones, tardan en acostrumbrarse. Lógico: no pueden marcharse cuando algo no es de su gusto. Tener raíces es un gran inconveniente. Resolvieron protestar. Por unanimidad, después de una vegetal y secreta votación, decidieron que aquel verano, el primero para los nuevos inquilinos, no darían ni un fruto. Y se llenarían de bichos oscuros, que lo pondrían todo perdido de babilla pegajosa, infecta, de esa que sólo verla quita las ganas de salir al jardín.

Este tenderete está en algún rincón de Alemania


18 de julio de 2012

Dime cómo procrastinas y te diré quién eres


En inglés es un concepto habitual: to procrastinate. En español nos suena un poco a chino. Procrastinar. El DRAE nos demuestra que se trata de algo fácil de comprender, que hacemos todos, que está al alcance de cualquiera. Los neurólogos nos explican que el cerebro es un gran procrastinador, que para él se trata de un mecanismo de defensa. En resumen, todos somos, aún sin saberlo, grandes procrastinadores.

Definamos, pues, el arte de procrastinar como el de aplazar el momento de ponernos a hacer algo. Puede ser algo útil o inútil. Yo, lo confieso, procrastino mucho.
Observo a mis hijos y veo que han heredado esta tendencia. Aunque, me fijo, tenemos modos de procrastinar muy diferentes. Me pregunto si eso no será un modo como cualquier otro de definirnos: y usted, señora, caballero, ¿cómo procrastina?

Yo procrastino, sobre todo, por las mañanas, cuando me siento ante la pantalla y abro el documento donde duerme mi novela, esa que estoy escribiendo. Qué pereza leer lo que escribí ayer, qué miedo a que ya no me guste, qué pereza esa escena de transición que me toca hoy.  Miro el documento con ojos bovinos. ¿Qué habrá pasado en el mundo?, me pregunto. Abro El País, abro el Ara, abro La Vanguardia. ¿Qué hará la gente? Abro Facebook, leo a unos y a otros, contesto algo, borro, elimino. Poco rato, porque es importante tenerse a raya a una misma. No desmandarse en Facebook. Esa es mi máxima aspiración. Luego, lo mismo en Twitter.

Vuelvo a la novela. Entra un mail. No lo dejo para después. Podría verse bien que conteste con tanta rapidez (de hecho, la gente lo agradece). Sólo yo sé que estoy procrastinando, ganando tiempo (no: perdiéndolo). Llama un mensajero. Bajo a abrir. De vuelta, visito la lavadora, el tiesto de albahaca, la nevera, el baño y el armario de mi hija... Hasta que una vocecita muy autoritaria  (el amo al que se refería Natalia Ginzburg al hablar del oficio de escribir) grita dentro de mí: ¡Santos, ya está bien de procrastinar, vuelve a tu sitio!

Mi protagonista me observa, aburrida, desde algún rincón del mármol de donde no la he arrancado todavía. Ella odia esta tendencia mía a perderme en menudencias. Esto le pasa porque se juega la existebncia. Pero también porque no tiene debilidades, es un ser perfectamente ficticio. Y esos, ya se sabe, nunca procrastinan. 


* La imagen: detalle de una edición del siglo XVIII del impresor Joaquín Ibarra.

16 de julio de 2012

13 de julio de 2012

El profesor de Derecho Civil que leía a Patricia Highsmith


Una vez me atreví a confesarle a un catedrático lo mucho que detestaba la carrera de Derecho, que la estudiaba por complacer a mi familia y que nunca ejercería la abogacía. Se llamaba Carlos Maluquer de Motes y era mi profesor de Derecho Civil. Me miró desde la distancia de la mesa que nos separaba y me preguntó: "¿Y usted cree que hace bien?". Le dije que hacía lo que debía hacer. Se encogió de hombros. Dijo: "Bueno, allá usted".
Había ido a su despacho para pedirle ayuda. Yo era una estudiante de segundo curso y quería fundar una asociación de jóvenes escritores. Necesitaba un poco de asesoría legal para redactar unos estatutos. Si hoy tuviera que pagar un asesor de esa categoría, me costaría mucho dinero. En aquel momento, el profesor Maluquer me aconsejó con enorme generosidad.

Sobre la mesa había una novela de Patricia Highsmith. No pude evitar preguntarle si la estaba leyendo. Comenzamos una conversación sobre su pasión por la novela negra. Descubrí que era todo un experto, además de un fan de la autora estadounidense. Me atreví a contarle que quería ser escritora. Me dijo que estaba de enhorabuena, porque los claustros de Derecho habían engendrado grandes escritores aburridos de todo lo que tenía que ver con lo jurídico. "Debe de ser por efecto rebote", creo que dijo, "pero ninguna otra facultad crea más escritores que esta".

A mí me fascinaba la personalidad de Carlos Maluquer. En clase decía constantemente cosas que se salían de programa. Cuando estaba de buen humor (casi siempre en relación con las victorias del Barça), hacía cosas portentosas. No era raro escucharle decir: "Hoy nos tocaba dar el tema del Régimen Económico del Matrimonio, pero como estoy contento hablaremos del divorcio, que es más divertido". Si el Barça ganaba la Liga, nos perdonaba el caso práctico en los exámenes finales.

Una vez tuve que pedirle un gran favor al profesor Maluquer. Yo nunca fui mal en Derecho Civil. Es más, me gustaba la asignatura, seguramente porque me gustaba su modo de enseñarla. Aprobé todos los civiles en junio. Todos, menos uno. El de junio de 1990. No hubo modo de recuperar aquel curso ("Derechos Reales e Hipotecario"), y lo arrastré, año tras año, como una maldición, hasta que agoté las convocatorias. Dos días antes de presentarme al examen por enésima vez y agotar la convocatoria de gracia, decidí visitar al profesor Maluquer. Le expliqué por qué había suspendido su asignatura en junio de 1990 (tenía razones, poderosas y tristes, para haber estado muy despistada en 1990), le dije que había estudiado los derechos reales y el derecho hipotecario más que ninguna otra cosa en toda mi vida (y era verdad). Él me aconsejó que me tranquilizara y me presentara al examen.

Me presenté hecha un manojo de nervios. Escribí compulsivamente durante dos horas y media. Llené quince folios. Cuando al salir comprobé las preguntas me di cuenta de que me había confundido al leer un enunciado. Había cometido un error tonto, de bulto, que garantizaba el suspenso. Me resigné a lo peor.

Pero cuando fui a ver las notas, había aprobado.

Pocos días después, compré tres primeras ediciones de novelas de Patricia Highsmith. Uno de los libros estaba firmado por la autora (no recuerdo cuánto me costó, pero mucho para mi economía de entonces). Se los envié al profesor Maluquer con una nota de agradecimiento por aquel aprobado in extremis.
Al poco tiempo me llegó una tarjeta con el membrete del profesor Maluquer y el sello de la Universidad. Me agradecía los libros "extrañamente recibidos en pago de un favor que nunca había hecho".

El mes de abril de 2010, vi al profesor Maluquer en la Estación de Sants. Me acerqué a saludarle y le recordé nuestra conversación sobre los estatutos de la asociación. "¿La fundó?", me preguntó. "Sí, y años más tarde la disolví", repuse. Entonces recordó: "Usted quería ser escritora, ¿lo consiguió?". Le dije que sí, sonrió, y repuso: "Me alegro. Aburrirse inspira mucho".

Hace poco he sabido que el profesor Maluquer murió el 10 de junio, apenas dos meses después de aquel breve encuentro. Lamenté mucho su muerte, me habría gustado poder invitarle a tomar un café, charlar sobre novela negra, sobre abogados escritores o sobre profesores futurólogos. No pudo ser. Sólo me alegro mucho de haber podido mantener con él aquella última y breve conversación en el vestíbulo de la estación de Sants.

* Imagen: Ex-libris con alegoría de la Muerte.

9 de julio de 2012

Tragicomedia (Microrrelato)


Desde el cielo, la Luna asiste cada noche a la función. Estaba ahí, expectante, cuando algo comenzó a moverse. Cuando todo cese, aplaudirá a rabiar.

8 de julio de 2012

Me gustan estos cinco consejos sobre la vida en pareja, que extraigo de "El laberinto del amor", de Óscar Pujol (Libros del silencio)



1. Nunca pienses que vas a ser capaz de comprender a tu pareja.
2. A pesar de eso, ámala con todas tus fuerzas.
3. Nunca pienses que vas ser capaz de hacer feliz a tu pareja.
4. A pesar de eso, haz cuanto esté en tu mano para proporcionarle una vida feliz, tranquila y satisfecha.
5. Nunca aceptes la humillación en nombre del amor.

7 de julio de 2012

¡Ya tenemos cubierta noruega!


Después de tanto ensalzar la originalidad de los otros editores, me encanta que los noruegos respeten el título y la cubierta originales.

6 de julio de 2012

Recién llegados


¡Cuánta emoción cabe dentro de una caja!

4 de julio de 2012

Escribir. Por qué, para qué, sobre qué.


En un artículo reciente, Francesc Miralles contaba cómo descubrió que todo puede ser literatura a la vez que resolvía su primer dilema como escritor: qué escribir cuando no sabes de qué escribir.
Yo no tenía carpeta azul, como Francesc. Yo tenía cuadernos. Los escogía con mimo, los rescataba de las papelerías donde me esperaban y les daba un uso -eso creía yo- memorable. Porque yo, cuando era inédita y jovencísima, tenía mucha seguridad con respecto a mis dotes como escritora. Me creía Homero. Las dudas vinieron después, cuando comencé a ser escritora de verdad y comprendí que mi literatura sólo podía ser el fruto de mis limitaciones. O una suma de todas ellas. Pero ese no es el tema de este artículo.
Así que estuve muchos años emborronando páginas inocentes desde que lo hice por primera vez,  el 20 de octubre de 1978. Al principio mis cuadernos eran una crónica de hechos objetivos de ninguna trascendencia. Poco a poco se volvieron -en los años de la adolescencia, sobre todo- un inventario de sentimientos. Llegaron los poemas, que guardaba aparte, en portafolios llenos de hojas sueltas, pero que acababa copiando en mis diarios. Con los años, otras cosas lo invadieron todo: reflexiones metafísicas, rebeldías inútiles, sueños de grandeza (siempre literaria), el dolor que todo lo cambia, la felicidad que llega con discreción, las luchas contra tus propios gigantes. Existe una crónica muy tediosa pero muy documentada de todo lo que me ocurrió entre los 8 y los 33 años.  Desde que comencé aquel año 1978 hasta que en 2003 dejé de escribir diarios porque me aburrí de mí misma. Dejé de escribir diarios, es verdad, pero no abandoné los cuadernos, que siguen yendo conmigo a todas partes, siempre que salgo de casa.

Y es que un cuaderno es importante. Cada vez que alguien joven me pregunta: ¿Qué tengo que hacer para ser escritor? Yo le digo: Cómprate un cuaderno. Un cuaderno te convierte en escritor. Muñoz Molina lo dijo una vez: no tienes un cuaderno porque eres escritor sino que eres escritor porque tienes un cuaderno. De qué llenarlo. Esa es la cuestión, pero llega después.
He escrito siempre, toda mi vida, desde que tengo uso de razón. Sin motivo (lo estoy haciendo ahora mismo), sin argumento, sin mucha planificación, sin ánimo, en momentos de máxima felicidad y también en medio del horror. He pasado escribiendo todas las grandes crisis de mi vida. Pero hubo un año decisivo: 1993. Fue el año en que decidí que quería ser escritora. Jugar en primera división, a poder ser. O, por lo menos, intentarlo. Yo entonces estudiaba fatídicamente una carrera que aborrecía y que me dejaba muy poco tiempo para lo importante de verdad. Cuando me sentaba ante el teclado, era para escribir noticias periodísticas, porque también trabajaba para varios periódicos. En mi vida no cabía la reflexión y, menos aún, la ficción. Pero entonces murió mi padre y sentí una necesidad urgente, inaplazable, física de escribir.

Me autoimpuse la escritura. Fue un modo personal de terapia: una página al día, todos los días, sin concesiones. No me permitía irme a la cama si no la había escrito. Y siempre he sido implacable conmigo misma, así que comencé a cumplir la tarea sin demora. Desde entonces, cuando llegaba a casa reventada de trabajar, cenaba y me sentaba ante mi cuaderno a escribir mi página diaria. A veces no se me ocurría de qué escribir. (el dolor había sido ya contado con detalle demasiadas veces). Entonces contaba lo que tenía más a mano: una arruga de la colcha, el brillo de una farola en la calle, el rugoso paseo de la pluma sobre el papel o la mosca que acababa de posarse en mi mano izquierda.  A veces escribía de lo que guardaba mi corazón, que era mucha tristeza y mucha infelicidad. Fui profundamente infeliz en aquella etapa de mi vida, me formulé muchas preguntas difíciles, cuyas respuestas en ocasiones tardaron años en llegar. No es casualidad que fuera precisamente entonces cuando comencé a tomarme la escritura en serio. Escribir era a veces un calvario, pero haber escrito me hacía muy feliz. Tal vez me proporcionaba el momento más feliz de la jornada. Y me ayudaba a entenderme, a entender. Era un consuelo. El único al alcance.
Creo que es la única vez en toda mi vida que me han faltado ideas sobre qué escribir. Mi problema siempre ha sido el contrario: la sobreabundancia, la necesidad de elegir a cuál de las ocurrencias últimas presto atención para escribir sobre ella una novela o un relato o un poema o lo que salga. Pero fue precisamente gracias a esa falta de ideas que llegué a la conclusión mágica: lo argumental es sólo una pequeña parte. Importante, no lo niego, pero sólo una parte. El resto es la necesidad de explicarse, la tenacidad para hacerlo, el abismo que crece en tu corazón si callas, el gusto por juntar palabras y la felicidad de haberlo hecho.
Por eso escribo.

2 de julio de 2012

De cara a la pared *


Mis amigos no entienden que me guste escribir de cara a la pared. Llevo años haciéndolo y no sé de dónde me viene. Mi primer escritorio, en el que alterné la literatura con los temarios tediosos de la carrera de Derecho, ya estaba pegado a la pared. Era de estilo inglés, y había ejercido de noble despacho de consulta médica: la de mi padre. Desde aquel hasta el actual ha habido muchos, pero nunca ninguno ha estado exento, libre de su tabique protector, que yo convierto en una extensión del escritorio mismo. Me gusta llenarlo de recuerdos, cuadros, fotos, pequeñas chucherías que me hacen feliz si están cerca. Algunas llevan conmigo mucho tiempo. Otras son incorporaciones recientes, como un par de soldaditos de plomo de los ejércitos de Napoleón que han llegado esta misma semana. Uno de ellos se llama Filippo. El otro, aún es anónimo. También tengo un corcho del que cuelgo lo que no debo olvidar, para olvidarlo con más ceremonia. Y una silla cómoda, que me sujete bien, para intentar retrasar lo más posible el endémico dolor de espalda de los escritores.

Con mi escritorio actual llevo conviviendo unos escasos tres meses, desde que me mudé de domicilio. Ocupa un rincón en la buhardilla, que es también la atalaya de la casa. A mi espalda, hay una terraza desde la que se ve el mar. Aunque yo prefiero mirar a la pared, para pasmo de todos. Hasta que me trasladé aquí, no sabía que fuera tan raro. Al parecer, es rarísimo.

Cuando nos conocimos, mi madriguera de escribir era un hueco de lavadoras. Las paredes estaban cubiertas de azulejos y donde hoy está el ordenador había una pila y un grifo con cuello de cisne. No me parece un mal pasado. La metamorfosis incluyó el nuevo color de la pared: un naranja que en el catálogo de la casa de pinturas se llamaba “melocotón” pero al que le habría sentado mejor “mandarina”.  Es la primera vez que pinto la pared en la que me apoyo. Lo demás, es como siempre: mis recuerdos, mis papeles y mi desorden. Espero que todo siga así durante los próximos veinte años, por lo menos. 



* Este texto se publicó en el blog Proyecto escritorio, ideado y dirigido por el escritor Jesús Ortega. Si queréis visitarlo, pulsad AQUÍ.

1 de julio de 2012

Corazón verde (Microrrelato)



Ella me desasió la mano y dijo: Mi amor aún no está maduro, lo siento mucho. 
Mi corazón reverdeció al instante.
Mientras espero lo que debe ocurrir, me lo he quitado de encima. Allá donde está ahora, mi corazón goza de buenas vistas. Y recuerda a todos los que pasan que lo verde siempre termina madurando.