Mi amiga Elena Medel tiene problemas en Correos. No en su oficina habitual, sino en otra, en la que entró en mala hora sin prever las consecuencias. Se ha arrepentido y lo ha contado en Twitter, donde yo me he sentido tan identificada que he corrido al teclado para contar mi caso, que es este:
Yo también tengo problemas en Correos, querida Elena. Graves e irresolubles, que me hacen echar de menos una oficina donde siempre me trataron con consideración y paciencia, y a quienes no valoré lo suficiente. Ya es cierto aquello que se dice: la felicidad se reconoce cuando se pierde.
Entro en la oficina que me corresponde desde que cambié de domicilio. Es angosta y oscura como una madriguera. Tomo un número de una máquina. Tengo 25 personas delante. Estamos a 15 de julio. La misma escena el 15 de agosto ocurrirá con el triple de personas por atender. Tengo el 115, van por el 27. Me voy a hacer recados durante una hora y cuarto. Cuando vuelvo, sólo tengo 15 personas delante.
Voy a correos con frecuencia. Unas diez veces en tres meses. Mi DNI no pone aún mi nueva dirección. Mi DNI tampoco pone el nombre al que ha llegado el paquete. La mente preclara que me atiende no sabe de diminutivos y, por lo visto, tampoco de mudanzas. Me dice que yo no soy yo y que no va entregarme en paquete. Le cuento mi vida. Le prometo que hace mucho que recibo toda la correspondencia a nombre de Care. Ca-Re, silabeo. Y que nunca -Nun-Ca- he tenido problemas con ningún cartero, más bien todo lo contrario, he sentido gran estima por algunos compañeros suyos. Le cuento que no tengo otro nombre desde hace más de 30 años, a pesar de que el DNI se empeñe en desmentirme, y le explico -¿por qué? ¿por qué?- que firmo con él unos libros muy bonitos que algunas personas incluso se atreven a leer. Le pido que llame a la otra oficina -MI oficina de siempre- para constatar todo lo que le estoy diciendo. Pero ella no tiene el día. Nada le convence. Repite que la próxima vez no me entregará el paquete.
Otra escena: La mente preclara que se ampara tras la ventanilla me asegura que una carta de 478 gramos debe certificarse. Le aseguro que no. Insiste en que sí. Niego de nuevo. Ella se mantiene en su postura. Yo maldigo. Ya que me tratáis así qué delito cometí, murmuro. La muchacha pierde la paciencia. Yo también. Si no llega a darme la razón allí mismo, le recito el soliloquio de Segismundo completito.
Hace una semana tomé una decisión. Regresé a mi oficina de siempre, casi lloré al ver a los amables empleados, abracé al director, le imploré que hiciera algo por mí y por mi salud postal. Y lo hizo. Aleluya, lo hizo.
Así que todo ha pasado, por fortuna. Da igual donde una vive, a dónde va o de dónde viene, hay cosas tan importantes en la vida que no pueden depender de tu código postal. Esa oficina de correos donde no te piden el DNI, donde te guardan los paquetes aunque caduquen, donde te avisan si hay algo que huele a importante, donde el director bromea contigo cuando llevas días sin ir, donde... esa oficina de correos debe estar en tu vida para que todo tenga sentido.