30 de noviembre de 2011

Pavos reales azules: una respuesta


No soy una bibliófila. Más bien soy una libromaníaca. Jamás me gastaría cantidades inmorales de dinero por poseer un libro único, antiguo, raro, que no pensara leer. No me gusta poseer libros que no pueden abrirse y leerse con normalidad, que hay que mirar sin tocar para que no se estropeen. No me gusta que el continente domine sobre el contenido.
Sin embargo, hay un tipo de libros ante los que no puedo refrenarme. Cuando tropiezo con ellos, los compro enseguida, sin regatear y temiendo siempre que alguien lo haya visto primero. Son -soy previsible, lo sé- aquellos en los que a un texto que me gusta, de un autor al que sigo y admiro, se une una bella edición. No hace falta que sea muy lujosa. Hace tiempo que aprecio la belleza de la sencillez, de lo pequeño, lo que no se hace valer por la nobleza de sus materiales sino por el buen gusto de quien lo ideó.
En esta línea, siento debilidad por algunas colecciones que todos los asiduos de este blog conoceréis, sin duda. Los libritos de la colección Áncora y Delfín, por ejemplo, pero sólo los de la primera época, encuadernados en una preciosa tela azul con el motivo que da nombre a la serie grabado en relieve en la cubierta. Aparecen a montones en las librerías de viejo, aunque comienza a no ser tan fácil encontrarlos en buen estado. A veces conservan la sobrecubierta de papel intacta como un pequeño milagro.
También me pirra la colección Biblioteca Crítica, de Barral, con sus delfinitos en el lomo y sus sobrecubiertas de papel con plástico protector. No hicieron muchos títulos, y los que hay son soberbios -Cernuda, Guillén, Vallejo, Salinas...- y empiezan a cotizarse, pero durante tiempo han sido muy asequibles. Y aún puede haber golpes de suerte.
Y los de editorial Apolo editados durante la Guerra Civil. Y los de Ediciones La Nave con ilustraciones fuera de texto. Y... podríamos seguir, pero en realidad escribo esta entrada para responder a una pregunta que alguien me formuló aquí hace un par de entradas: a qué libro me refería cuando dije que el que acababa de recibir me había disparado las pulsaciones del corazón.
Pues bien, hace poco he descubierto las ediciones preciosas -y a veces preciosistas- de la editorial inglesa Folio Society. Hace casi un siglo que editan maravillas, algunas realmente espectaculares, a precios más que asequibles. Uno de ellos llegó a mis manos desde una librería de lance de Cliftonville, en Kent, en Ingaterra, llamada Ryans Books y cuando lo abrí no podía creer que fuera aún más bonito que la foto que vi de él en la pantalla. Es una edición de Salomé, de Oscar Wilde, encuadernada en seda, con un precioso motivo de pavos reales en toda la cubierta, cinta de punto de lectura, papel bueno, texto a dos tintas -una de ellas azul, como la cubierta- y un buen puñado de grabados, preciosos, de Frank Martin. Viene metido en una cajita de cartón -como muchos libros de Folio- que está también casi intacta. La edición es de 1957 pero el libro parece haber salido del impresor ayer mismo. 
Mientras escribo estas líneas, los pavos reales de la cubierta se vanaglorian de su belleza frente a mis narices. Y yo me siento feliz de tenerlos a todos y a Wilde y Salomé con ellos, en mi biblioteca. Sé que no es un ejemplar único, ni mucho menos, que hay muchos a la venta sólo en internet, que pagué por él una miseria, pero me da lo mismo. A veces la felicidad está al alcance por muy poco. Y llega por correo. Explicado, pues, navegantes. A mandar.

29 de noviembre de 2011

Todo


Los deseados libros
salvados uno a uno
de la codicia ajena.
Las palabras que en ellos despertaron
angustias, anhelos, sueños:
los sueños de escribir
para que otros soñaran.
El cariño de media docena
de personas amadas
que, a veces, como libros
te otorgan enseñanzas
indelebles.
Los papeles que caen como hojas
de otoño
de dentro de otras hojas,
y en ellos, revelada,
la letra de algún muerto
distante, que se acerca
y nos habla.
El tiempo,
el inasible,
las cosas que perecen,
las que vuelven,
las que estaban detrás,
agazapadas,
aguardando, temiendo
el compás de los días por venir.
Las miradas, los signos,
el tictac de los pasos,
las páginas en blanco,
el polvo que convive con nosotros.
Lo felices que fuimos,
lo que dejan los años
y ningún polvo puede arrebatar;
lo pasado, lo hecho,
lo escuchado, el placer consumado
lo aprendido,
lo mucho que nos queda
después que las certezas
se deshagan.

Todo.
Todo lo que reunimos.
Todo lo que reunimos se perderá.

27 de noviembre de 2011

Supermami de noviembre


25 de noviembre de 2011

Errática escritura con conciencia



Comienzo a escribir pensando: No tengo ni idea de lo que voy a escribir. Deberías no escribir, entonces, dice mi conciencia. Sí, cierto. Pero la conciencia, ese mono iquieto, recuerda: ¿Cuánto hace que tienes descuidado el blog? Demasiado tiempo. Entonces, escribiré. Tú misma, dicta la conciencia. Y así, espalda contra espalda con tu vocecilla interior, compareces donde te espera el mundo entero y nadie al mismo tiempo.

Te dices: un poema, una de esas confesiones personales, una cita de altura, una recurrencia de las habituales (ya sabéis: escribir, librerías, los temas de siempre...). 
No. Qué pereza, repetirme. Mi conciencia: Ya, ahora pretenderás ser original, ¿no? Yo: Sólo quiero divertirme escribiendo algo en el blog. Al fin y al cabo, para eso escribo el blog, ¿no? Para divertirme. Debo de ser la única loca del mundo que se divierte haciendo lo mismo que hace 8 horas todos los días.
Bueno, entonces hagamos algo divertido. Una lista. ¿No te gustan las listas?
Eso es.

LISTA DE COSAS SORPRENDENTES 
QUE ME HAN PASADO EN LAS
ÚLTIMAS DOS SEMANAS:

-Un señor engominado visitó mi piso y sonrió 
al ver los libros, complacido de que me guste tanto leer.
-Un vendedor de libros del otro lado del planeta
alabó mi buen gusto.
-Pujé en la subasta de un objeto que no deseo.
-Le puse tareas a un Premio Cervantes.
-Fijé, por fin, el día en que dejaré de ser miope.
-Supe que antes de tener cuatro puntas, 
el tenedor tuvo dos y también seis.
-Hice una foto a mi sombra en movimiento. **
-Llegó (por correo certificado) un libro tan hermoso
que me disparó los latidos del corazón.
-Le expliqué a un neoyorquino que me escuchaba
muy interesado quién fue Amadeo de Saboya.
-Grabé un anuncio para anunciar los mercados de mi ciudad.
-Le expliqué a una desconsolada criatura de 8 años
por qué es mejor no tener tetas hasta más adelante.
-Descubrí dos lepismas erráticos en el parqué de mi salón *.

El post está escrito, ya puedes dejar de sentirte mal y dedicarte a todas esas cosas vulgares que tienes apuntadas en la agenda. 
¿Has comprendido ya por qué el tiempo a veces se estira hasta el infinito y otras veces se acartona y se quiebra en cuanto intentas manipularlo? Tranquila: yo tampoco.
Pero hoy el tiempo te ha dado para todo. Hasta para el blog. Mañana será otro día, navegantes.
Y la conciencia, satisfecha, se retira a sus aposentos.

* He aquí el verdadero tema, dice mi conciencia. De eso deberías haber hablado: de lepismas y de su influencia en tu vida última. No me dirás que no te da para una entrada. Bueno, respondo, tendrá que ser en los próximos días. Sea, pues.

** Como la imagen de hoy demuestra.

16 de noviembre de 2011

New York City, noviembre 2011


Hay un lugar 
junto a Bryan Park
en la Sexta con 42
en que una vez a Elia,
de seis años,
se le cayó una bola de helado
apenas sin probar.
Fue en uno de esos pasos
de peatones apresurados
en que una cuenta atrás,
desde el semáforo,  amenaza
con lo peor de un mundo
de muchedumbres, prisas
y ciudades hermosas que nadie 
se detiene a mirar.
Elia trastabilló
y la bola, nívea y dulce,
fue a dar en mitad de esa avenida
que todos llaman De las Américas.
Toda Nueva York se detuvo
en ese instante
a escuchar el lamento de una niña
preciosa como un sueño imposible
que acababa de ver una ilusión
estrellarse contra el asfalto ardiente.

Mas Elia miró el helado
como quien ve el final de un tiempo,
una quimera derritiéndose al sol,
un nevermore,
un goodbye love
y lloró lágrimas verdaderas
que abrieron una grieta, larga y recta
en la piedra dura sobre la que se cimentó
esta ciudad de locos,
del Lower hasta la 140.

Luego, Elia miró al frente
olvidó el percance
pensó en la milésima parte
de lo bueno y lo malo
que la vida habrá de depararle,
clasificó el asunto de la bola de helado
en el lugar correspondiente,
resolvió que no había para tanto
y echó a andar, decidida,
hacia donde el semáforo
amenazaba con el apocalipsis.

Elia aprendió a vivir
un poco, o tal vez mucho,
en esta Sexta con 42
junto a Bryan Park
por donde no consigo
pasar sin recordarla.
También yo recibí una lección,
de su mirada:
es así, dijo Elia,
como haremos que el futuro no duela.


Hoy, dos años después,
en mi memoria sigue
aquella bola helada derritiéndose
bajo el sol infernal de Nueva York
y aquellos ojos negros que me dicen:
cuando el sueño se acaba,
mamá,
siempre nos queda
un billete de vuelta a lo único que importa.


* La imagen: los árboles otoñales de la calle 49, el domingo pasado.