24 de abril de 2009
23 de abril de 2009
Feliç Diada de Sant Jordi
Hoy, Diada de Sant Jordi, podemos vernos en las siguientes librerías, donde estaré firmando:
-De 12 a 13:
Llibreria Alibri (Rambla de Catalunya amb Gran Via)
-De 13 a 14:
Abacus (Passeig de Gràcia / Gran Via)
-De 16 a 17:
Llibreria Catalonia (Rda. Sant Pere).
-De 18 a 19:
El Corte Inglés (Avda. Diagonal)
-De 19 a 20:
Casa del Llibre (Passeig de Gràcia)
¡¡¡FELIZ DÍA DEL LIBRO, NAVEGANTES!!!
17 de abril de 2009
16 de abril de 2009
Cita a las doce y dos
Ramón de Campoamor: Y aunque de todo me salvé en el mundo, nunca pude salvarme de mí mismo.
14 de abril de 2009
Criaturita
No soy psicóloga. No soy educadora. No soy formadora de formadores. No soy médico. No soy una periodista experta en educación. No soy líder de la Liga de la Leche. Ni siquiera voy a las reuniones de la Asociación de Padres y Madres del cole de mis hijos. Tampoco soy jueza de menores.
Soy madre. Esta es la única razón que me avala para escribir estas líneas.
Una de las mujeres que habla en estas páginas dice que las madres no debemos culparnos, ni dividirnos en bandos. Debemos hacer piña en torno a la maternidad. Hablar del asunto. Analizarlo. Reirnos de nosotras mismas. Ver los distintos puntos de vista: el de aquellas que han escrito y publicado sobre la maternidad y el de las verdaderas protagonistas de este trabajo. Es decir, las madres.
Este libro, pues, no tiene vocación de manual. Quiere ser un espejo. Un reflejo de nosotras mismas que de vez en cuando nos observa, sorprendido. Un puñado de amigas que ponen sus cosas en común, como en una terapia. Un rato de tertulia para hablar de lo que más nos interesa y al mismo tiempo curiosear, compatir, a veces mirando por el hueco de la cerradura.
Porque si algo tenemos claro las madres es que nos gusta contar batallitas. ¡Que suerte tenemos de estar tan acompañadas!
Soy madre. Esta es la única razón que me avala para escribir estas líneas.
Una de las mujeres que habla en estas páginas dice que las madres no debemos culparnos, ni dividirnos en bandos. Debemos hacer piña en torno a la maternidad. Hablar del asunto. Analizarlo. Reirnos de nosotras mismas. Ver los distintos puntos de vista: el de aquellas que han escrito y publicado sobre la maternidad y el de las verdaderas protagonistas de este trabajo. Es decir, las madres.
Este libro, pues, no tiene vocación de manual. Quiere ser un espejo. Un reflejo de nosotras mismas que de vez en cuando nos observa, sorprendido. Un puñado de amigas que ponen sus cosas en común, como en una terapia. Un rato de tertulia para hablar de lo que más nos interesa y al mismo tiempo curiosear, compatir, a veces mirando por el hueco de la cerradura.
Porque si algo tenemos claro las madres es que nos gusta contar batallitas. ¡Que suerte tenemos de estar tan acompañadas!
13 de abril de 2009
Lentitud del amor
Una vez conocí en un tren a una mujer que se ufanaba de no haberse enamorado jamás. Se había casado tres veces, eso sí, pero nunca había perdido la cabeza por un hombre. Eso, al parecer la hacía sentir muy orgullosa. Sin ir más lejos, me contó que en aquellos momentos regresaba de París, donde había pasado seis días con su marido. Iba camino de Barcelona, decía ella que «para respirar». «El amor es tan absorbente», opinó, «que en cuanto te descuidas, te esclaviza. Y yo no deseo ser esclava ni de mí misma.»
Estábamos solas en el compartimento. Ella hablaba un buen castellano con acento francés y comía naranjas a la misma velocidad que contaba secretos. Nuestro breve espacio se llenó del olor dulzón del cítrico. Me invitó varias veces a participar en la merendola, pero yo prefería oler las naranjas a comerlas. Y no deseaba perderme detalle de la narración de su vida, que me acortó el largo viaje. De regreso, la convertí en protagonista de un relato. En realidad, pienso ahora, el verdadero protagonista no era ella, sino el tren que propició nuestra complicidad.
Se ha escrito mucho acerca de la relación entre el ferrocarril y el amor. En el siglo XIX, los primeros trenes supusieron una revolución de inmediatez y velocidad en los encuentros amorosos. Los amantes se subían al tren y llegaban descansados a sus destinos. Tecnología punta al servicio del amor.
Suele decirse que Gustave Flaubert, el novelista francés, no habría podido ser amante de Louse Colet de no haber existido el tren que unía París (donde vivía ella) con Rouen (la ciudad de él). Su idilio acaso fue mucho menos apasionado de lo que ella deseaba —a juzgar por sus cartas— y mucho más extenuante de lo que él estaba dispuesto a tolerar, pero sin el tren no habría sido nada de nada, pues la distancia que les separaba era lo bastante grande para que un agotador viaje en diligencia fuera una posibilidad muy poco apetecible.
Cada vez que subo a un tren me da por recordar a la comedora de naranjas y los amores de Flaubert y Louise. Me pregunto qué pasiones propiciará en nuestros días la alta velocidad. Qué conversaciones truncarán las menguadas horas de recorrido. O mejor aún: qué ciudades conocerán los atribulados viajeros que por culpa de un buen conversador, y aún poco habituados al ritmo de las cosas, se pasen de largo de sus destinos. A qué radio de acción puede extenderse el amor en estos modernos tiempos de ferrocarriles confortables. En el fondo, todos estamos de acuerdo con Flaubert. El amor es extenuante. Conviene abordarlo con lentitud.
Sin embargo, la lentitud merece que lleguemos pronto.
Estábamos solas en el compartimento. Ella hablaba un buen castellano con acento francés y comía naranjas a la misma velocidad que contaba secretos. Nuestro breve espacio se llenó del olor dulzón del cítrico. Me invitó varias veces a participar en la merendola, pero yo prefería oler las naranjas a comerlas. Y no deseaba perderme detalle de la narración de su vida, que me acortó el largo viaje. De regreso, la convertí en protagonista de un relato. En realidad, pienso ahora, el verdadero protagonista no era ella, sino el tren que propició nuestra complicidad.
Se ha escrito mucho acerca de la relación entre el ferrocarril y el amor. En el siglo XIX, los primeros trenes supusieron una revolución de inmediatez y velocidad en los encuentros amorosos. Los amantes se subían al tren y llegaban descansados a sus destinos. Tecnología punta al servicio del amor.
Suele decirse que Gustave Flaubert, el novelista francés, no habría podido ser amante de Louse Colet de no haber existido el tren que unía París (donde vivía ella) con Rouen (la ciudad de él). Su idilio acaso fue mucho menos apasionado de lo que ella deseaba —a juzgar por sus cartas— y mucho más extenuante de lo que él estaba dispuesto a tolerar, pero sin el tren no habría sido nada de nada, pues la distancia que les separaba era lo bastante grande para que un agotador viaje en diligencia fuera una posibilidad muy poco apetecible.
Cada vez que subo a un tren me da por recordar a la comedora de naranjas y los amores de Flaubert y Louise. Me pregunto qué pasiones propiciará en nuestros días la alta velocidad. Qué conversaciones truncarán las menguadas horas de recorrido. O mejor aún: qué ciudades conocerán los atribulados viajeros que por culpa de un buen conversador, y aún poco habituados al ritmo de las cosas, se pasen de largo de sus destinos. A qué radio de acción puede extenderse el amor en estos modernos tiempos de ferrocarriles confortables. En el fondo, todos estamos de acuerdo con Flaubert. El amor es extenuante. Conviene abordarlo con lentitud.
Sin embargo, la lentitud merece que lleguemos pronto.
12 de abril de 2009
10 de abril de 2009
El país donde las flores posan
Calle concurrida de una gran ciudad a la hora de la comida. Un operario vestido con un mono de trabajo llega con su camión, lo aparca en mitad de un paso de peatones, desciende del vehículo teléfono en mano, cruza la calle a grandes zancadas, se detiene, abre el teléfono y observa un cerezo en flor. Elige la rama que más le gusta, sitúa el aparato a escasos tres centímetros de ella y toma una fotografía. La repite, por si acaso. Luego deshace el camino hasta la cabina de su camión, también a grandes zancadas, y vuelve al trabajo. El cerezo se queda allí, impertérito, precioso, a esperar al siguiente. Como si no le importara.
El escenario es Tokyo y el operario, por supuesto, tiene rasgos japoneses. Por más que pienso, y me esfuerzo en comprender que en lo esencial todos somos iguales en todas partes, no me resulta fácil imaginar a un transportista —pongamos— extremeño, protagonizando la misma escena. Prometo preguntarle a los muchos mensajeros que cada semana me visitan si alguna vez han dado un paso para capturar imágenes de flores fugaces con sus teléfonos móviles.
Es de las cosas que más me gustan de la cultura japonesa: cómo lo delicado, lo sutil, lo apenas perceptible, sobrevive con toda su fuerza en mitad de la prisa de la modernidad, de la tecnología, del mundo cada vez más pequeño y cada vez más superpoblado que todos padecemos.
«Por mucho que el mundo corra o por mucho que nos haga correr, siempre hay que reservar tiempo para lo que apenas dura», nos enseñan.
Por cierto. No creáis que es fácil fotografiar una flor en Japón. La competencia, por lo que acabo de contar, es dura. Retratando la de la imagen que acompaña estas líneas, que vivía la semana pasada en el parque de Ueno, en Tokyo, estábamos tres personas. Dos señoras japonesas y yo misma. Está claro que la modelo, muy ufana, ofreció su mejor pose a los muy honorables visitantes de este pequeño y a mi pesar inconstante rincón del ciberespacio.
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