10 de abril de 2009

El país donde las flores posan


Calle concurrida de una gran ciudad a la hora de la comida. Un operario vestido con un mono de trabajo llega con su camión, lo aparca en mitad de un paso de peatones, desciende del vehículo teléfono en mano, cruza la calle a grandes zancadas, se detiene, abre el teléfono y observa un cerezo en flor. Elige la rama que más le gusta, sitúa el aparato a escasos tres centímetros de ella y toma una fotografía. La repite, por si acaso. Luego deshace el camino hasta la cabina de su camión, también a grandes zancadas, y vuelve al trabajo. El cerezo se queda allí, impertérito, precioso, a esperar al siguiente. Como si no le importara.
El escenario es Tokyo y el operario, por supuesto, tiene rasgos japoneses. Por más que pienso, y me esfuerzo en comprender que en lo esencial todos somos iguales en todas partes, no me resulta fácil imaginar a un transportista —pongamos— extremeño, protagonizando la misma escena. Prometo preguntarle a los muchos mensajeros que cada semana me visitan si alguna vez han dado un paso para capturar imágenes de flores fugaces con sus teléfonos móviles.
Es de las cosas que más me gustan de la cultura japonesa: cómo lo delicado, lo sutil, lo apenas perceptible, sobrevive con toda su fuerza en mitad de la prisa de la modernidad, de la tecnología, del mundo cada vez más pequeño y cada vez más superpoblado que todos padecemos.
«Por mucho que el mundo corra o por mucho que nos haga correr, siempre hay que reservar tiempo para lo que apenas dura», nos enseñan.


Por cierto. No creáis que es fácil fotografiar una flor en Japón. La competencia, por lo que acabo de contar, es dura. Retratando la de la imagen que acompaña estas líneas, que vivía la semana pasada en el parque de Ueno, en Tokyo, estábamos tres personas. Dos señoras japonesas y yo misma. Está claro que la modelo, muy ufana, ofreció su mejor pose a los muy honorables visitantes de este pequeño y a mi pesar inconstante rincón del ciberespacio.

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