4 de julio de 2012

Escribir. Por qué, para qué, sobre qué.


En un artículo reciente, Francesc Miralles contaba cómo descubrió que todo puede ser literatura a la vez que resolvía su primer dilema como escritor: qué escribir cuando no sabes de qué escribir.
Yo no tenía carpeta azul, como Francesc. Yo tenía cuadernos. Los escogía con mimo, los rescataba de las papelerías donde me esperaban y les daba un uso -eso creía yo- memorable. Porque yo, cuando era inédita y jovencísima, tenía mucha seguridad con respecto a mis dotes como escritora. Me creía Homero. Las dudas vinieron después, cuando comencé a ser escritora de verdad y comprendí que mi literatura sólo podía ser el fruto de mis limitaciones. O una suma de todas ellas. Pero ese no es el tema de este artículo.
Así que estuve muchos años emborronando páginas inocentes desde que lo hice por primera vez,  el 20 de octubre de 1978. Al principio mis cuadernos eran una crónica de hechos objetivos de ninguna trascendencia. Poco a poco se volvieron -en los años de la adolescencia, sobre todo- un inventario de sentimientos. Llegaron los poemas, que guardaba aparte, en portafolios llenos de hojas sueltas, pero que acababa copiando en mis diarios. Con los años, otras cosas lo invadieron todo: reflexiones metafísicas, rebeldías inútiles, sueños de grandeza (siempre literaria), el dolor que todo lo cambia, la felicidad que llega con discreción, las luchas contra tus propios gigantes. Existe una crónica muy tediosa pero muy documentada de todo lo que me ocurrió entre los 8 y los 33 años.  Desde que comencé aquel año 1978 hasta que en 2003 dejé de escribir diarios porque me aburrí de mí misma. Dejé de escribir diarios, es verdad, pero no abandoné los cuadernos, que siguen yendo conmigo a todas partes, siempre que salgo de casa.

Y es que un cuaderno es importante. Cada vez que alguien joven me pregunta: ¿Qué tengo que hacer para ser escritor? Yo le digo: Cómprate un cuaderno. Un cuaderno te convierte en escritor. Muñoz Molina lo dijo una vez: no tienes un cuaderno porque eres escritor sino que eres escritor porque tienes un cuaderno. De qué llenarlo. Esa es la cuestión, pero llega después.
He escrito siempre, toda mi vida, desde que tengo uso de razón. Sin motivo (lo estoy haciendo ahora mismo), sin argumento, sin mucha planificación, sin ánimo, en momentos de máxima felicidad y también en medio del horror. He pasado escribiendo todas las grandes crisis de mi vida. Pero hubo un año decisivo: 1993. Fue el año en que decidí que quería ser escritora. Jugar en primera división, a poder ser. O, por lo menos, intentarlo. Yo entonces estudiaba fatídicamente una carrera que aborrecía y que me dejaba muy poco tiempo para lo importante de verdad. Cuando me sentaba ante el teclado, era para escribir noticias periodísticas, porque también trabajaba para varios periódicos. En mi vida no cabía la reflexión y, menos aún, la ficción. Pero entonces murió mi padre y sentí una necesidad urgente, inaplazable, física de escribir.

Me autoimpuse la escritura. Fue un modo personal de terapia: una página al día, todos los días, sin concesiones. No me permitía irme a la cama si no la había escrito. Y siempre he sido implacable conmigo misma, así que comencé a cumplir la tarea sin demora. Desde entonces, cuando llegaba a casa reventada de trabajar, cenaba y me sentaba ante mi cuaderno a escribir mi página diaria. A veces no se me ocurría de qué escribir. (el dolor había sido ya contado con detalle demasiadas veces). Entonces contaba lo que tenía más a mano: una arruga de la colcha, el brillo de una farola en la calle, el rugoso paseo de la pluma sobre el papel o la mosca que acababa de posarse en mi mano izquierda.  A veces escribía de lo que guardaba mi corazón, que era mucha tristeza y mucha infelicidad. Fui profundamente infeliz en aquella etapa de mi vida, me formulé muchas preguntas difíciles, cuyas respuestas en ocasiones tardaron años en llegar. No es casualidad que fuera precisamente entonces cuando comencé a tomarme la escritura en serio. Escribir era a veces un calvario, pero haber escrito me hacía muy feliz. Tal vez me proporcionaba el momento más feliz de la jornada. Y me ayudaba a entenderme, a entender. Era un consuelo. El único al alcance.
Creo que es la única vez en toda mi vida que me han faltado ideas sobre qué escribir. Mi problema siempre ha sido el contrario: la sobreabundancia, la necesidad de elegir a cuál de las ocurrencias últimas presto atención para escribir sobre ella una novela o un relato o un poema o lo que salga. Pero fue precisamente gracias a esa falta de ideas que llegué a la conclusión mágica: lo argumental es sólo una pequeña parte. Importante, no lo niego, pero sólo una parte. El resto es la necesidad de explicarse, la tenacidad para hacerlo, el abismo que crece en tu corazón si callas, el gusto por juntar palabras y la felicidad de haberlo hecho.
Por eso escribo.

2 comentarios:

Rebeka October dijo...

Así como me encantó saber de esa carpeta azul de mi querido Francesc, me ha encantado descubrir tu historia.
Me he sentido identificada contigo. Hay momentos de nuestra vida que nos empujan a escribir. A mí me sucedió con la muerte de mi abuela en el 98.

Desde ese año he seguido escribiendo, he mejorado mucho en la calidad de mis palabras, muchísimo. Y sin embargo una yo más madura literariamente, aunque no juegue en primera división, tuvo que enfrentarse al más blanco de todos, con la marcha del papá de sus ojos el año pasado.
Fue el peor blanco de mi vida. Tardé días en darme cuenta de que esa ausencia de borrones de tinta sucedía porque así se encontraba mi alma, blanca, sin palabras, sin sentimientos, rota en mil pedazos indescriptibles.

Con el tiempo las palabras surgieron de nuevo, describiendo silencios, dolor...

Creo que los momentos más duros de nuestra vida, nos acaban empujando hacia las letras escritas, tarde o temprano.
Para aquellos que nos desahogamos así, en palabras, cuando no llegan, es que tenemos una tormenta en nuestro corazón.

Gracias por esta magnífica entrada Care. Lo siento por mi parrafada.

Un gran abrazo,

Rebeca.

Begoña Argallo dijo...

A veces uno se encuentra con poco que decir, que en mi caso ya es raro.
Hermosa entrada. Reflexión y lección.
Saludos