Hoy hace 18 años que murió mi padre. Se podría decir, pues, que soy una huérfana mayor de edad. En realidad, no ha pasado un sólo día desde que murió en que no me sintiera algo más huérfana que el anterior. Y eso que hoy, Antonio Santos, médico de profesión, pintor, poeta y novelista de vocación, sevillano de nacimiento, catalán por amor... tendría ni más ni menos que 80 años, y la verdad, no puedo imaginarle comportándose como los hombres de 80 años. La muerte prematura tiene eso: por lo menos, les ofrece a quienes tropiezan con ella la posibilidad de un recuerdo que no conoce los estragos del tiempo.
Creo que mi padre fue un hombre razonablemente feliz. Antes de conocer a mi madre había estudiado un primer curso de medicina, que tuvo que dejar por falta de medios. Luego conoció a mi madre por correspondencia, cuando ella tenía 16 y él 25. Se prometieron casi sin verse las caras. Se observaron una sola noche, en un hotel de Sevilla, cuando mi madre estaba allí de excursión de fin de curso, y decidieron que se casaban. Así de fácil. Mi padre dejó a la novia, sevillana, con la que ya tenía piso y fecha de boda (ella nunca se casó, según cuenta mi tía), dejó su cargo de administrador en una oficina de La Caja de Ahorros y el Monte de Piedad (hoy El Monte) y se marchó a Barcelona, llevando una maleta de cartón. La misma maleta que descuartizó poco después y en cuyas cuadernas pintó acuarelas. Aún debe de haber por casa de mi madre, repleta de los cuadros de papá, algún pedazo de maleta convertido en marina, o en bodegón. Una vez le expliqué esta historia a mi amigo Andrés Neuman y escribió un poema que siempre tengo frente a mis ojos. A mi padre le habría gustado que otro poeta se inspirase en él.
Una vez en Barcelona, ya con mis hermanos pequeños y casado, retomó la carrera, que terminó en los primeros 60. Ejerció la ginecología, la pediatría y la traumatología, llegó a dirigir la una clínica en Mataró y en los ratos libres pintó, escribió sin parar y hasta crió canarios (y los presentó a concursos, y los ganó, qué exótico). A su muerte, encontramos tres novelas inéditas en las tripas de su ordenador, un montón de fichas sobre estudios genéticos para los cruces de sus pájaros y centenares de notas. Sus últimos versos son amargos, terribles. No puedo releerlos sin escalofríos. El paso del tiempo, la falta de fuerzas, quién sabe... Su corazón le había avisado ya otras veces. El 8 de octubre de 1990 atacó y ganó.
El tiempo es un médico lento, pero seguro. Hace que te acostumbres a cualquier cosa, incluso a no tener padre. Sin embargo, hay algo a lo que no logro acostumbrarme: a la circunstancia de que no me parezco en nada a la niña de 20 años que le vio morir, perpleja de la injusticia que la vida cometía con ella. No me he repuesto de esa injusticia y a menudo pienso qué ocurriría si de pronto me tropezara con mi padre por la calle. ¿Nos reconoceríamos?
Creo que mi padre fue un hombre razonablemente feliz. Antes de conocer a mi madre había estudiado un primer curso de medicina, que tuvo que dejar por falta de medios. Luego conoció a mi madre por correspondencia, cuando ella tenía 16 y él 25. Se prometieron casi sin verse las caras. Se observaron una sola noche, en un hotel de Sevilla, cuando mi madre estaba allí de excursión de fin de curso, y decidieron que se casaban. Así de fácil. Mi padre dejó a la novia, sevillana, con la que ya tenía piso y fecha de boda (ella nunca se casó, según cuenta mi tía), dejó su cargo de administrador en una oficina de La Caja de Ahorros y el Monte de Piedad (hoy El Monte) y se marchó a Barcelona, llevando una maleta de cartón. La misma maleta que descuartizó poco después y en cuyas cuadernas pintó acuarelas. Aún debe de haber por casa de mi madre, repleta de los cuadros de papá, algún pedazo de maleta convertido en marina, o en bodegón. Una vez le expliqué esta historia a mi amigo Andrés Neuman y escribió un poema que siempre tengo frente a mis ojos. A mi padre le habría gustado que otro poeta se inspirase en él.
Una vez en Barcelona, ya con mis hermanos pequeños y casado, retomó la carrera, que terminó en los primeros 60. Ejerció la ginecología, la pediatría y la traumatología, llegó a dirigir la una clínica en Mataró y en los ratos libres pintó, escribió sin parar y hasta crió canarios (y los presentó a concursos, y los ganó, qué exótico). A su muerte, encontramos tres novelas inéditas en las tripas de su ordenador, un montón de fichas sobre estudios genéticos para los cruces de sus pájaros y centenares de notas. Sus últimos versos son amargos, terribles. No puedo releerlos sin escalofríos. El paso del tiempo, la falta de fuerzas, quién sabe... Su corazón le había avisado ya otras veces. El 8 de octubre de 1990 atacó y ganó.
El tiempo es un médico lento, pero seguro. Hace que te acostumbres a cualquier cosa, incluso a no tener padre. Sin embargo, hay algo a lo que no logro acostumbrarme: a la circunstancia de que no me parezco en nada a la niña de 20 años que le vio morir, perpleja de la injusticia que la vida cometía con ella. No me he repuesto de esa injusticia y a menudo pienso qué ocurriría si de pronto me tropezara con mi padre por la calle. ¿Nos reconoceríamos?
Perdonad el tono pesimista de esta entrada de hoy, navegantes. La vida es lo que tiene: terribles recordatorios cuelgan del calendario. Mañana encontraréis aquí otro tono, como de costumbre. Hablaré de intimidades de lector. Se lo he prometido esta tarde a un grupo de libreros con los que he almorzado bajo un tragaluz.
2 comentarios:
Creo que son tuyas las lágrimas que he llorado al leerte.
Tengo cuareta y dos años, marido, dos hijos y soy, puede decirse, una mujer independiente.Pero a mi padre le gusta sentir que le necesito, y a mí me encanta. Así que le dejo acompañarme cuando voy a algún médico, o a alguna gestión que requiere desplazarme a otra ciudad. Me gusta invitarle a café, colgarme de su brazo mientras caminamos y dejar que me cuente cosas de su pasado de niño que tuvo niñez. Son momentos míos, muy míos, y valiosos, momentos que ya empiezan a parecerme irrepetibles. Mi padre, ¡qué afortunada me siento de tenerlo!
Y tú tienes derecho a la tristeza, al desconsuelo si quieres. El derecho al pataleo es un derecho irrenunciable, y consuela. Me gustaría mucho poder abrazarte en este momento.
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