30 de agosto de 2012

Lo peor de la última mudanza

Mi amiga Elena Medel tiene problemas en Correos. No en su oficina habitual, sino en otra, en la que entró en mala hora sin prever las consecuencias. Se ha arrepentido y lo ha contado en Twitter, donde yo me he sentido tan identificada que he corrido al teclado para contar mi caso, que es este:
Yo también tengo problemas en Correos, querida Elena. Graves e irresolubles, que me hacen echar de menos una oficina donde siempre me trataron con consideración y paciencia, y a quienes no valoré lo suficiente. Ya es cierto aquello que se dice: la felicidad se reconoce cuando se pierde. 

Entro en la oficina que me corresponde desde que cambié de domicilio. Es angosta y oscura como una madriguera. Tomo un número de una máquina. Tengo 25 personas delante. Estamos a 15 de julio. La misma escena el 15 de agosto ocurrirá con el triple de personas por atender. Tengo el 115, van por el 27. Me voy a hacer recados durante una hora y cuarto. Cuando vuelvo, sólo tengo 15 personas delante.

Voy a correos con frecuencia. Unas diez veces en tres meses. Mi DNI no pone aún mi nueva dirección. Mi DNI tampoco pone el nombre al que ha llegado el paquete. La mente preclara que me atiende no sabe de diminutivos y, por lo visto, tampoco de mudanzas. Me dice que yo no soy yo y que no va entregarme en paquete. Le cuento mi vida. Le prometo que hace mucho que recibo toda la correspondencia a nombre de Care. Ca-Re, silabeo. Y que nunca -Nun-Ca- he tenido problemas con ningún cartero, más bien todo lo contrario, he sentido gran estima por algunos compañeros suyos. Le cuento que no tengo otro nombre desde hace más de 30 años, a pesar de que el DNI se empeñe en desmentirme, y le explico -¿por qué? ¿por qué?- que firmo con él unos libros muy bonitos que algunas personas incluso se atreven a leer. Le pido que llame a la otra oficina -MI oficina de siempre- para constatar todo lo que le estoy diciendo. Pero ella no tiene el día. Nada le convence. Repite que la próxima vez no me entregará el paquete.

Otra escena: La mente preclara que se ampara tras la ventanilla me asegura que una carta de 478 gramos debe certificarse. Le aseguro que no. Insiste en que sí. Niego de nuevo. Ella se mantiene en su postura. Yo maldigo. Ya que me tratáis así qué delito cometí, murmuro. La muchacha pierde la paciencia. Yo también. Si no llega a darme la razón allí mismo, le recito el soliloquio de Segismundo completito.

Hace una semana tomé una decisión. Regresé a mi oficina de siempre, casi lloré al ver a los amables empleados, abracé al director, le imploré que hiciera algo por mí y por mi salud postal. Y lo hizo. Aleluya, lo hizo.
Así que todo ha pasado, por fortuna. Da igual donde una vive, a dónde va o de dónde viene, hay cosas tan importantes en la vida que no pueden depender de tu código postal. Esa oficina de correos donde no te piden el DNI, donde te guardan los paquetes aunque caduquen, donde te avisan si hay algo que huele a importante, donde el director bromea contigo cuando llevas días sin ir, donde... esa oficina de correos debe estar en tu vida para que todo tenga sentido.

23 de agosto de 2012

Escaleras


De pronto, mi vida se ha llenado de escaleras. No hablo en sentido figurado, sino real. 62 escalones que subo y bajo todos los días varias veces. Las escaleras suscitan comentarios, dictámenes, predicciones, alguna que otra originalidad y, sobre todo, interés. Algunos nos vaticinan que serán ellas, y no otros motivos, quienes nos echarán de este lugar dentro de unos años. Otros las ven como la garantía de nuestra buena salud, como si fuera imposible no estar sano con tanto ir y venir por las escaleras. A nadie dejan indiferente, ni siquiera a nosotros. Varias veces al día maldecimos las escaleras. De vez en cuando, también las bendecimos.

Leyendo a Bill Bryson he aprendido que en el Reino Unido mueren todos los años más de tres mil personas al caerse por las escaleras. El cine nos ha servido una buena dosis de ese tipo de accidentes. Recuerdo, sin pensar mucho, Lo que el viento se llevó, La sombra de una duda o hasta La dama y el vagabundo. Las escaleras y el cine han formado desde antiguo un buen tándem. He intentado buscar datos de accidentes en escaleras en nuestro país, pero no he dado con ellos. El Instituto Nacional de Estadística presta más atención a otras causas de defunción. Como no veo por qué tenemos que ser muy distintos en esto a los ingleses, hago mis propios cálculos -sirviéndome de la inexacta estadística- y llego a la conclusión de que en España deben de morir todos los años unas 2.275 personas al caerse por las escaleras. Busco en Internet algún tipo de confirmación, sin ningún éxito, y al hacerlo tropiezo con el caso de un ladrón que se coló en una casa vacía y murió al caer por las escaleras mientras llevaba en brazos un voluminoso televisor. Le encontraron los dueños al volver de vacaciones.

Pensando en el pobre ladrón, llego a la conclusión de que no ha leído a Bryson. Si lo hubiera hecho habría sabido que es muy peligroso trajinar cosas muy pesadas por las escaleras (más aún si uno es un enclenque y la escalera es empinada, datos que, en este caso, desconozco por completo). Puede que el ladrón se cayera en los tres últimos escalones o en los tres últimos. Sería lógico, puesto que es en estos seis escalones donde se debe extramar la precaución, puesto que en ellos se concentran el 90 por cien de los accidentes. Si la escalera era recta, las posibilidades de caer eran aún mayores. Y si el ladrón era ágil, aún aumentaba más el riesgo. 

Yo, por ahora, he tropezado un par de veces en mis escaleras. Lo cual significa que tropezaré seis veces al año. Soy torpe y mi escalera tiene recodos, dos buenas noticias. Además, soy ibérica y aquí las estadísticas no prestan atención a las caídas por las escaleras. No tengo de qué preocuparme.

12 de agosto de 2012

Tozudez con campanario


Aunque suene ridículo, para mí escribir una novela es vivir dentro de ella durante todo el tiempo que dura la documentación, la escritura, la corrección. Luego, la abandono para pasar a la siguiente. Ha llegado el momento de que la vivan otras personas, mis lectores.

Una de las cosas que hago con más fervor es visitar todos y cada uno de los escenarios de mi ficción. Necesito pisarlos, olerlos, situarlos, no tanto en el paisaje real como en el que sólo existe -por ahora- dentro de mi cabeza. Necesito imaginar a mis personajes en esos lugares. No, mejor: necesito sentirme como mis personajes.

Lo último de lo último ha sido un campanario. Creo -glups- que esto es lo primero que desvelo del argumento de mi novela nueva. ¿Suena muy raro si digo que me da miedo desvelar el secreto? Que mientras sólo es mío siento que aún es todo posible? Al contarlo, en cambio, me parece que lo fijo, lo doy por sentado. Disipo la duda, esa eterna compañera de mis jornadas de trabajo. Alejar la duda es como cerrar puertas, acotar posibilidades. Tengo que estar muy segura para hacer eso.

Así que ha llegado el momento de comenzar a estar segura: me complace presentaros a Filippo Brancaleone, hombre bueno, italiano de nacimiento pero llegado a Barcelona en las peores circunstancias de principios del siglo XIX. Filippo es campanero en una iglesia muy céntrica que conozco muy bien. He estado allí, he hablado con el sacristán varias veces, he leído una monografía de más de 400 páginas. Pero no basta. Quiero -necesito- subir a su campanario. Por supuesto, tal cosa no está al alcance de los visitantes. De hecho, no está al alcance de casi nadie. Ya nadie sube allí, desde hace mucho. Las campanas están motorizadas. Informatizadas. El campanero ya descansa en su inexistencia. El campanario tiene una puerta angosta, siempre cerrada con llave Subir es peligroso. Hay que pedir permiso al rector. No se puede, vuelva usted otro día, pero no creo que...

La cabezonería es uno de mis defectos. Cada miércoles, desde hace ya bastante, visito al sacristán, que es un hombre encantador. Conversamos del tiempo, de todo y de nada, y yo le pregunto si ha obtenido el permiso. Me da igual que tenga que llegar del rector, el obispo o el mismo papa. Yo volveré, miércoles tras miércoles, a visitarle. Tengo una paciencia infinita y, además, visitarle me agrada. Aunque sea por librarse de mí, espero que me deje subir al campanario. Necesito hacerlo para que lo haga Filippo, aunque el rector no lo comprenda. ¿Exagero? Puede ser, pero lo considero parte de mi trabajo.

Navegantes del silencio: poned una vela por mí a Santa Rita, patrona de los imposibles. Rezad vuestras oraciones, paganas o religiosas, a los santos de vuestra devoción. Esta semana volveré a visitar a mi sacristán y volveré a mirar el campanario. Ojalá no sea sólo desde abajo.


* La imagen: Filippo Brancaleone levanta la mirada.