De vez en cuando
conviene alejarse. De todo y todos, de nosotros mismos, de nuestras manías y
nuestras rutinas. Alejarnos para distanciarnos, para ver el mundo con
perspectiva, para enriquecer nuestra mirada, para escuchar acentos muy
distintos que expresan emociones idénticas a las nuestras, para ver claros los motivos por los que siempre terminamos regresando.
Hace
unos cuantos años pasé una noche en un sitio llamado Isla del Sol. Nunca me he
sentido tan lejos de todo, en mi vida. La Isla del Sol está en territorio
boliviano, justo en el medio del lago Titicaca. Cuando estuve, en 1999, carecía de energía eléctrica, coches, carreteras... era un lugar habitado por un centenar escaso de personas. Había una casa que hacía las veces de
restaurante, regentado por una mujer que llevaba más de veinte años sin abandonar la isla y que
hablaba un castellano difícil de entender, porque su lengua era el aymara. Aquella mujer no comprendía que yo viajase sola, ni por qué ningún hombre me lo había impedido.
Hablamos de hombres, claro, y de los motivos que nos hacen permanecer en un lugar o querer marcharnos. Ella
tenía hijos y sabía de qué hablaba. Yo aún no había sido madre. Es decir, que sobre raíces me quedaba mucho por aprender.
Al
lado de la casa había campos donde pastaban las cabras. Los recorrí hasta llegar
a un montículo agreste desde donde pude admirar un paisaje que se me
quedó impreso para siempre en mi memoria. No hice fotos: no me hacían falta.
Cuando me alejo, no me gusta hacerlo como una turista. Por eso no acostumbro
a mirar el mundo a través del objetivo de una cámara. No recuerdo cuánto tiempo
estuve sentada en lo alto de aquel promontorio que era la atalaya de la isla.
Mucho. Quizá más de dos horas. Pensé, escuché, escribí. Hasta que el sol
bajó demasiado en el cielo y me alarmé: era imprescindible ponerse a cubierto antes de que el sol se pusiera.
Había
alquilado por tres dólares una pequeña habitación en el único albergue
disponible y en un pequeño quiosco que encontré en medio de la nada compré una
vela y una manta. Una vez en la habitación —cuatro paredes de madera, un
colchón y una ventana sobre el lago— me resistí a entrar. Hacía un frío que cortaba el aliento. Me eché la manta sobre los hombros y me senté al raso a mirar
las estrellas. El cielo estaba constelado como nunca antes. El silencio era
denso. Sólo me decidí a entrar cuando el frío se hizo insoportable. Encendí la
vela, escribí un rato y me dormí.
El
sol me despertó al despuntar el alba. Lo primero que vi: el lago, con un camino
dorado en la superficie y al fondo los picos nevados de la cordillera de Los
Andes. Tenía ganas de volver y al mismo tiempo sabía que nunca abandonaría del
todo ese lugar, que la Isla del Sol me acompañaría para siempre. Hay lugares que poseen ese poder. Sirven para aprender que los recuerdos son una forma de compañía. Que para encontrar el camino de vuelta a veces hace falta irse muy lejos. Y que
no es suficiente con volver: también hay que aprender a quedarse.