De pronto, mi corazón se puso a latir más deprisa. Recuerdo perfectamente dónde estaba y que afuera llovía. No era mi ciudad. Ni es una de esas frases recurrentes con que se empiezan novelas malas. No, no, esta vez era cierto. La ciudad era Santander. Una Santander bajo la lluvia, con sus ancianitas hermosas camuflándose bajo sus paraguas oscuros y unos señores simpáticos esperándome para almorzar. Y yo, encerrada en un baño, resollando mientras me miraba al espejo, refrescándome las mejillas con agua fría y preguntándome qué demonios le estaría pasando a mi corazón. Tal vez se había dado cuenta de algo de repente, el pobre. Nunca se sabe con qué velocidad llegan las noticias a esas profundidades de una misma. Igual son siete años, o tres, y ahora mi víscera se estaba enterando de todo y le estaba dando un síncope.
Fuera como fuera, la primera pérdida de ritmo fue leve. Apenas un pum-pum desacompasado, como el descuido de un soldado que pierde el paso. Luego, la cosa fue a más, se complicó. Mi corazón se tomó la velocidad por costumbre. Le encontró gusto a vivir acelerado. Y esa nueva costumbre suya se convirtió en mi pesadilla. Tal vez, al cabo, se trataba de eso. Tal vez fuese un vendido, mi corazón, un órgano al servicio de quien me detesta (hay varios), un mercenario contratado para llevarme al último estertor simulando que fue un accidente. Nada más natural que la muerte natural.
Fui al médico, claro está. Me sometió a pruebas muy vulgares. En una de ellas me capturaron con una red de pescar besugos. En otra, un médico canijo me abrazó con firmeza y me fotografió el corazón desde todos sus ángulos. Mi corazón posaba, satisfecho de verme a mí tan entrelazada con el doctor canijo. Nada dio ningún resultado. Quiero decir, que todas las pruebas condujeron a confirmar que mi corazón está sano y fuerte y que lo único que le ocurre es que tiene mucha prisa.
¿Prisa por qué?, pregunté. El médico canijo se encogió de hombros. No se sabe. Hay corazones como el suyo. Llegan tarde a todos lados, o eso creen ellos. No hay nada que hacer.
Presentar batalla, pues, era inútil. De modo que me rendí. Decidí vivir al ritmo que marcaba mi corazón. "Yo también sé correr, bonito", le dije a mi víscera. Y comencé a practicar el arte de la prisa. Se me da muy bien.
Me han salido dos canas. En quince días he cumplido nueve años. Ahora hablo en pasado casi siempre. No me dejo tomar fotos de cerca. A los treintañeros les llamo "jóvenes", así, sustantivado: "¡Eh, jóvenes!". No salgo de casa si hace mal tiempo. En el sexo, sólo me pongo debajo. Estoy releyendo "El conde de Montecristo". Miro los libros que me quedan por leer con aire ausente. Hago balances. Reviso el testamento. Vuelvo a escribir el blog.
Dentro de unas horas, comenzaré a morir. No os apuréis, será rápido. El primer caso de muerte uniformemente acelerada de la historia de la literatura española. Esta página me sobrevivirá.
3 comentarios:
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sabes capturar como muchos se sienten a diario... tus palabras son arte sin duda!
???????????
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