24 de julio de 2009
Ah...
Ah, las laxas tardes de verano.
Disney Channel en la tele ("Venga una legión entera de calamares diábolicos", proclama un bicho verde con voz de pito ante la mirada fija de mis tres hijos).
Una pila de 5 libros que voy renovando (en la última: Arsuaga, Fred Vargas traducida por Blanca Riestra, Torgny Lindgren, Ultz Hubner y una antología recién hecha de relatos fantásticos españoles) para picotearlos sin orden ni concierto, hasta que uno me atrapa lo suficiente. Últimamente, me atrapan tanto todos que la pila se renueva poco y tarde. Pero es parte de la gracia...
Mi Moleskine número 5 (la actual) por si hay algo que anotar (siempre hay).
Una brisilla intrusa pero muy bienvenida.
El teléfono como si no tuviéramos.
El ordenador apagado desde hace varias horas.
Todos los horarios caídos de la agenda. El color crudo impoluto de los días es lo mejor de la agenda.
La nevera, llena.
Mi madre, de vacaciones.
Un futuro apetecible a la vuelta de la esquina: en un par de horas, los niños se acostarán, agotados, guapos, morenos, y la casa quedará en silencio.
El silencio es un lujo. Igual que la lentitud.
Entonces abro la nevera y me preparo algo. Vodka con naranja o leche fría, según me dé.
Y vuelvo con mis libros y mi cuaderno.
Empieza la fiesta.
Ah, las laxas noches de verano.
La imagen de hoy, de Cordelius en Flickr
19 de julio de 2009
El homínido que echó a correr
Los paleoantropólogos, que deben de tener mucho tiempo, discuten desde hace décadas cómo fue posible que un homínido comenzara de pronto a hablar. Y que no lo hiciera con un protolenguaje o eso que aún hoy se llama pidgin (es decir, la mínima expresión de un lenguaje) sólo útil para las funciones más básicas, sino con un complicado sistema que le permitiera incluso la abstracción y la memoria. El mismo homínido, conocido como Homo Ergaster, había sido ya capaz de grandes y sorprendentes logros. Levantarse sobre sus dos patas traseras, por ejemplo, y echar a correr. Hasta ese momento, otros homínidos se habían levantado sobre sus cuartos traseros (debió de serles muy útil, además) pero a ninguno se le había ocurrido correr así. La carrera bípeda trajo ciertos cambios. La caja torácica se estrechó y alargó, por ejemplo. La nuez de Adán bajó en su cuello porque se alargó la laringe. Las extremidades se hicieron más largas. El cerebro, más grande. Ergo, no es tan descabellado afirmaer que hablamos porque corrimos.
Gracias al alargamiento de la laringe el homínido que fuimos se volvió capaz de articular. De utilizar los centenares de músculos que intervienen en la producción de cada fonema. Lo pagó muy caro: dejó de ser capaz de tragar y respirar al mismo tiempo. Comenzó a morir por una causa inédita hasta ese momento: el atragantamiento al ingerir. Su cerebro comenzó a desarrollar las denominadas áreas del lenguaje. Se convirtió en lo que los neurólogos denominan hoy "el cerebro narrativo", portetoso logro de la evolución.
Le dan muchas vueltas los antropólogos a la cuestión de si el lenguaje nació cuando el cerebro fue capaz de imaginar o si el cerebro comenzó a imaginar gracias al uso del primer protolenguaje. Yo, osada, opino que el cerebro narrativo es la gallina y el lenguaje el huevo. Y lo digo porque en las cuevas de Lascaux, en Francia, pintadas por los descendientes casi directos de aquellos humanos que echaron a correr por la sabana -y de qué manera, porque llegaron hasta Francia-, no hay lenguaje pero hay narración. En una de las paredes más escondidas de la cueva hay una pintura única en su especie: una pintura narrativa del arte prehistórico. Representa a un bisonte herido atacando a un humano vestido de chamán. El bisonte embiste, tiene el lomo erizado y las tripas fuera por efecto de la herida que le ha provocado una lanza (la lleva clavada aún). El humano está cayendo, lleva una cabeza de pájaro en la testa y a su lado se ve una especie de báculo. Es un dibujo que cuenta una historia muy antigua, pero aún hoy es posible interpretarla de algún modo y sin saber nada de arte ni de cómo vivían los pintores de las cuevas.
Y es que nuestro cerebro necesita "contar". Buscar explicaciones, encontrar respuestas, ver el mundo como algo lógico, que seremos capaces de entender, si no de dominar. Nuestro cerebro es un iluso, sí, y también un optimista, con esa tendencia a ver siempre o bueno, pero gracias a sus ansias de historias, a su necesidad de comprenderlo todo, de redondear el círculo interminable, ha existido la Literatura desde que aquel primer homínido echó a correr por la sabana y no paró hasta imaginar La Odisea o El Quijote. No me digáis que no es estupendo.
La imagen de hoy: Ése es. "Puedes llamarme Ergui", le imagino decir.
13 de julio de 2009
Un fenómeno siciliano
Planeo un viaje a Palermo. Mi guía dice que el Hotel Posta es "un pequeño hotel en una callecita frente al edificio de correos, en la céntrica Vía Roma, antaño frecuentado por célebres actores, cuyas fotos decoran el vestíbulo (Gassman, Dario Fo, Totó...)". Decido preguntar en el propio hotel si tienen habitaciones disponibles y si el establecimiento está cerca del Convento dei Capuccini, que es el lugar que deseo visitar para completar cierta documentación en la que sigo inmersa. También le pregunto acerca del horario, porque planeo caer por allí un miércoles y ya me ha pasado otras veces encontrarme con que el día que elegí es, precisamente, el día que cierra el monumento que deseo ver.
Me contesta por correo electrónico, con suma diligencia, una señorita llamada Annalisa. Me informa de que tienen habitaciones disponibles y cuál es su precio y me dice que si deseo reservar una les cuente qué tipologia di camera e di fornirci deseo (lo segundo no lo entiendo bien, pero me dan ganas de decir que de fornirci, poco, porque iré sola, como siempre que me documento). También me pide que les facilite lo ante posible un número de tarjeta de crédito. Del horario o la cercanía de los Cappucini nada dice.
Consternada porque no ha respondido a la pregunta que más me importaba -al fin y al cabo lo de la tarjeta ya lo sabía- insisto, esta vez en inglés. No es la primera vez que en Italia utilizo el inglés como lingua franca ante la imposibilidad de comunicarme con alguien. Qué cosas. Le pregunto de nuevo si los Capuccini está cerca del hotel y si conoce el horario de apertura y le explico que una vez tenga esa información decidiré si reservo o no en el Posta.
Constato que Annalisa es, de natural, rápida. Me contesta enseguida, esta vez en inglés. Me dice que el convento que deseo visitar está abierto todos los días. También informa que no está lejos del hotel pero que es fácil llegar en transporte público.
Me decido por otro hotel más cercano a mi objectivo y comienzo pesquisas en otra parte. Olvido el Hotel Posta y su vestíbulo lleno de actores como Dario Fo.
Por la tarde, recibo otro correo del Posta. Esta vez lo firma Rossella, quien me llama "Segnor Albert". Parece contestar al primero de mis mensajes, el que escribí en español. Contesta en un español tan fluido como mi italiano. Me dice que si quiero reservar les facilite un número de tarjeta de crédito y me informa de que el Convento de los Capuchinos está muy cerca de su hotel.
Qué cosas. Ayer estaba lejos y hoy está cerca. Es un extraño fenómeno siciliano.
Contesto diciendo que ya he elegido otro hotel, pero que igualmente le agradezco la información.
El asunto parece zanjado, pero Rossella no piensa lo mismo. Vuelve a escribirme al cabo de un rato, informándome de nuevo de que el convento capuchino está cerca. Esta vez me llama "Segnor Santos", eso sí y me pide disculpas "por el mal correo".
Ay, el mal correo, de él somos víctimas todos, amiga Rosella. Cuánto me hubiera gustado conocerte y debatir sobre esto en persona.
Sin embargo, ya no es posible. La reserva ya está hecha en otra parte. El Hotel Posta, cuyas empleadas insisten a la par que se contradicen con calidez sinpar, tendrá que esperar. Es una lástima, sus contradicciones e imperfecciones comenzaban a envolverme en un aire de familiaridad encantador.
Del hotel donde al fin he reservado dice mi guía: "Un palacio espléndidamente rehabilitado y amueblado en pleno centro histórico. Si puede, vaya".
Los imperativos es lo que tienen. Iré.
La imagen de hoy es un fenómeno romano.
Me contesta por correo electrónico, con suma diligencia, una señorita llamada Annalisa. Me informa de que tienen habitaciones disponibles y cuál es su precio y me dice que si deseo reservar una les cuente qué tipologia di camera e di fornirci deseo (lo segundo no lo entiendo bien, pero me dan ganas de decir que de fornirci, poco, porque iré sola, como siempre que me documento). También me pide que les facilite lo ante posible un número de tarjeta de crédito. Del horario o la cercanía de los Cappucini nada dice.
Consternada porque no ha respondido a la pregunta que más me importaba -al fin y al cabo lo de la tarjeta ya lo sabía- insisto, esta vez en inglés. No es la primera vez que en Italia utilizo el inglés como lingua franca ante la imposibilidad de comunicarme con alguien. Qué cosas. Le pregunto de nuevo si los Capuccini está cerca del hotel y si conoce el horario de apertura y le explico que una vez tenga esa información decidiré si reservo o no en el Posta.
Constato que Annalisa es, de natural, rápida. Me contesta enseguida, esta vez en inglés. Me dice que el convento que deseo visitar está abierto todos los días. También informa que no está lejos del hotel pero que es fácil llegar en transporte público.
Me decido por otro hotel más cercano a mi objectivo y comienzo pesquisas en otra parte. Olvido el Hotel Posta y su vestíbulo lleno de actores como Dario Fo.
Por la tarde, recibo otro correo del Posta. Esta vez lo firma Rossella, quien me llama "Segnor Albert". Parece contestar al primero de mis mensajes, el que escribí en español. Contesta en un español tan fluido como mi italiano. Me dice que si quiero reservar les facilite un número de tarjeta de crédito y me informa de que el Convento de los Capuchinos está muy cerca de su hotel.
Qué cosas. Ayer estaba lejos y hoy está cerca. Es un extraño fenómeno siciliano.
Contesto diciendo que ya he elegido otro hotel, pero que igualmente le agradezco la información.
El asunto parece zanjado, pero Rossella no piensa lo mismo. Vuelve a escribirme al cabo de un rato, informándome de nuevo de que el convento capuchino está cerca. Esta vez me llama "Segnor Santos", eso sí y me pide disculpas "por el mal correo".
Ay, el mal correo, de él somos víctimas todos, amiga Rosella. Cuánto me hubiera gustado conocerte y debatir sobre esto en persona.
Sin embargo, ya no es posible. La reserva ya está hecha en otra parte. El Hotel Posta, cuyas empleadas insisten a la par que se contradicen con calidez sinpar, tendrá que esperar. Es una lástima, sus contradicciones e imperfecciones comenzaban a envolverme en un aire de familiaridad encantador.
Del hotel donde al fin he reservado dice mi guía: "Un palacio espléndidamente rehabilitado y amueblado en pleno centro histórico. Si puede, vaya".
Los imperativos es lo que tienen. Iré.
La imagen de hoy es un fenómeno romano.
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