Una tarde de invierno del siglo XIX
una dama enigmática llamada doña Emilia
aguardaba en su coche en la calle de Atocha,
palpitante y en vano,
a que Benito Pérez, el mayor novelista de su tiempo
acudiera a la cita.
Ella le había escrito una carta confesa
implorando el perdón, que no fue suficiente.
implorando el perdón, que no fue suficiente.
Dentro del coche, sola, arrepentida,
tuvo que comprender que no era perdonada.
Y también que el mayor novelista de su tiempo
era en estos asuntos de celos y desplantes
un hombre como todos los demás.
Un hombre, al cabo.
Un hombre, al cabo.
Otra tarde de invierno, tres décadas después,
doña Emilia detiene sus pasos orgullosos
ante una vieja tumba recién cicatrizada.
Aquí yace el mayor novelista de su tiempo
a quien ella adoró y escribió cartas,
a quien brindó consuelo en su pecho abundante,
con quien viajó por tierras extranjeras
siempre con disimulo clandestino,
de quien tuvo consejo, admiración,
amistad, compañía y la justa
alabanza que evita sucumbir al novelista,
en suma: mucho más de lo previsto,
incluido el perdón que buscó aquella tarde
en la calle de Atocha.
Hacer que te perdonen y llegar al final:
no es mal balance.
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