1. LA
ELECCION
—¿Le importaría decirme por qué
trabaja para mí, señorita…?
—Dulce. Carolina Dulce.
Me pareció que mi apellido
provocaba en él alguna reacción, un principio de sonrisa. Llamarse Dulce y
trabajar en el departamento de relaciones públicas de una fábrica de chocolates
era de lo más cómico. Enseguida me convencí, sin embargo, de que su expresión
no había sido más que un espejismo, porque el jefe no sonreía nunca. O eso
creía yo entonces, que sólo le había visto dos veces y de lejos.
La pregunta me había dejado
descolocada. No sólo por la curiosidad en sí, sino por el modo en que había
sido formulada. La voz dulce, la sonrisa franca, los hoyuelos de sus mejillas,
aquel par de ojos grises, vagamente impertinentes, clavados en mis rodillas. Me
parecía increíble estar allí, delante del mismísimo señor Dax, siendo observada
como nunca antes lo había sido. Era tan guapo que me costaba respirar con
normalidad.
—Bueno, soy experta en
comunicación… —dije.
—Mmmm… ¿experta? —preguntó—. Me
agrada oír esa palabra. ¿Se puede ser experta en algo con sólo veintiún años?
—Sí, si has estudiado lo
suficiente.
—Tengo entendido —de un vistazo rápido, revisó unos
papeles que había sobre su mesa: mi expediente, sin duda— que es usted becaria.
—Exacto.
—¿Desde hace…?
—Tres semanas y media.
—¿Y está contenta?
—Estoy aprendiendo mucho.
—¿Le gusta aprender?
—Por supuesto. Trabajar en un
lugar en el que puedas aprender tanto es todo un lujo.
—Buena respuesta, señorita
Dulce. Y buena predisposición, también. Me halaga tener trabajadoras como
usted.
Creo que enrojecí un poco. El
señor Dax era de esas personas ante quienes siempre te sientes pequeña,
vulnerable. Desnuda. No sólo por su aspecto físico, sobre todo por sus maneras.
Tan seguro, tan confiado, tan tranquilo. Un hombre que siempre sabía cómo
comportarse y tenía claro por qué lo hacía. No hay muchos así. Yo diría que no
he conocido nunca a ninguno, además de él.
—¿Le gusta el chocolate?
—¿Hay alguna mujer a quien no le
guste el chocolate? —pregunté.
—No me refiero a eso, señorita
Dulce —atajó él, y de inmediato cambió de tema—: —¿Está satisfecha con su
sueldo?
Me desconcertó un poco con una
cuestión tan directa sin ningún preámbulo, pero pensé que si la formulaba era
porque quería que fuera sincera así que repuse:
—La verdad es que no mucho.
Apenas se inmutó.
—¿Cree usted que su trabajo vale
más de lo que recibe por él?
—Creo que puedo dar mucho más de
mí.
Otra vez aquel atisbo de sonrisa
en su rostro. ¿Otro espejismo? Comenzaba a no estar segura.
—¿Se siente menospreciada aquí?
—Yo diría, mejor,
desaprovechada.
—Interesante… Observo que es
usted ambiciosa.
—Mucho —dije—, ¿eso está mal?
—En absoluto, señorita, Dulce.
Siempre y cuando tenga usted motivos para serlo. Creo que usted los tiene.
—Eso creo.
—Sin ambición no se llega nunca
a nada.
Pensé que sabía de qué hablaba.
Él era la viva imagen de la ambición satisfecha.
—Ya veo —revisó los papeles,
esta vez con mayor interés que antes. Señaló algo con un dedo de manicura
pulcra. Tenia las manos fuertes, bonitas— habla usted inglés, francés… —arqueó
una ceja— ¿y latín?
—Mi padre era catedrático de
románicas —sonreí—. De niña, me regañaba en latín.
Otra vez la expresión
imperturbable.
—Nadie puede negar que es usted
especial, señorita Dulce —dijo, y sentí que el rubor volvía a mis mejillas.
Creo que eso le gustó.
Hizo una pausa para mirarme,
pensativo.
—Gracias —dije.
—Voy a darle una oportunidad de
oro de promocionarse dentro de la empresa. Estoy seguro de que le interesará.
Tenemos muchas bajas este invierno. La gripe ataca con fuerza. La señora Pous
está enferma y mañana tengo una importante visita de periodistas y colegas
internacionales. Vamos a celebrar una cata en los almacenes. Es un acto muy
importante para la promoción exterior de la empresa y ya sabe que, tal y como
están las cosas, del exterior dependemos todos. El departamento de relaciones
públicas le ayudará, pero quiero que usted reciba a los periodistas y les
cuente el funcionamiento de la factoría antes de que yo haga mi aparición
estelar en el último momento. Digamos que mañana será usted mi mano derecha,
¿se atreve?
—He visto cómo lo hacía el señor
Maldon un par de veces.
—¿Eso es un…?
—Un sí —respondí sin pensarlo,
aún alterada por aquello que ser su mano derecha. Yo. Una becaria con
aspiraciones.
—Muy bien, entonces no me
decepcione. Creo que es usted exactamente lo que estaba buscando. Nos veremos
mañana a las ocho y media para hablar de los últimos detalles. Gracias por su
tiempo, señorita Dulce. Y por la valentía.
Cuando me levanté noté su mirada
fija en mi trasero. Durante todo el largo y mullido camino que separaba su mesa
de la puerta, más de seis metros. Para cerciorarme de que estaba en lo cierto,
antes de salir eché una mirada. Apartó los ojos en el último momento, pero sé
que los tenía fijos en mí. Curiosamente, eso no me hizo sentir mal, sino todo
lo contrario. Halagada, admirada, sexy.
* Todo lo anterior debe entenderse como un divertimento de sábado por la tarde. La premisa era: ¿Qué tal si escribimos a la sombra de Grey? (perdonadme el facilón juego de palabras, es efecto contagio).
Si os gusta, continuamos.