27 de noviembre de 2013

Réquiem por una librería

El sábado pasado cerró la librería Canuda. Problemas con la actualización del alquiler, han dicho, qué motivo tan prosaico para algo que nos importa tanto. Fue una muerte anunciada, que algunos trataron de impedir -hubo un intento por parte de algunos unos editores, que por desgracia no prosperó. Ignoro qué negocio abrirá en su lugar -un Zara, un Bershka, un McDonald's...- y, la verdad, me da lo mismo. Me he prometido a mí misma no volver a poner los pies allí nunca más. Por años que pasen. Sigo la ley de aquellos versos de Sabina (Joaquín): Al lugar donde has sido feliz / no debieras tratar de volver.
La leyenda, ya creciente, de la librería Canuda -que en realidad se llamaba Cervantes-Canuda-, propiedad de Santiago Mallafré, quien la heredó de su padre, que a su vez la fundó hace ni más ni menos que 82 años, la leyenda, digo, afirma que en ella se inspiró Ruiz Zafón para crear su Almacén de los Libros Perdidos de La sombra del viento. No me extraña. La librería Canuda era un lugar inspirador, único, que daba un poco de miedo por ese carácter de sótano, bodega, lugar clandestino tan evidente, tan imposible de disfrazar. Allí no parecía haber mucho orden, olía a humedad, y las maderas crujían por dondequiera que pisaras. Era un espacio gobernado por la abundancia y el caos. Y el silencio. El tiempo estaba ausente: nunca te daba tiempo a ver nada. Siempre te ibas de allí con la sensación de que no habías llegado a las maravillas que ocultaban los anaqueles. A pesar de ello, rescaté de allí no pocos tesoros. Las ediciones de la colección Áncora y Delfín de Destino a las que me aficioné en la veintena, los ejemplares de editorial Barral de la treintena o los Joya (de Aguilar) de la cuarentena. Un ejemplar maravilloso de Tirant lo Blanc en cuyas guardas escribí, en lápiz, como otras veces: Comprado en librería Canuda. Algunos libritos pequeños y como nuevos de las ediciones en catalán de Selecta de los setenta. O el último: una biografía de Bach profusamente ilustrada, preciosa, editada en Argentina en los setenta, que compré a precio de liquidación y que, por supuesto, me costó mucho menos de lo que a mí me parece que vale.
En aquel maremágnum no era fácil buscar. Tampoco preguntar. Sus dueños estaban siempre un poco huraños, menos a la hora de pagar, entonces sonreían, te daban conversación (no mucha, tampoco creáis). Creo que ni ellos sabían lo que tenían, por eso siempre negaban gravemente con la cabeza. Lo mejor era consultar la web. Pero consultar la web implicaba perderse todo lo que acabo de decir, de modo que sólo había que hacerlo en casos de extrema necesidad.



Fui por primera vez a la librería Canuda con mi padre, serían los años ochenta. Él compraba biografías de Stefan Zweig y siempre regateaba el precio con el librero. A mí me daba muchísima vergüenza. En aquellos años, no entendía qué hacíamos allí, hurgando entre papel viejo, cuando podíamos comprar libros nuevos. Me faltaba mucho por aprender. Por ejemplo: que hay libros que sólo existen entre el desorden de un lugar así, porque el mundo los ha hecho desaparecer. Que existe un placer indescriptible en adquirir algo que la mayoría de la gente no adquirirá. Rescatar. A mí siempre me parece que en las librerías de viejo rescato, no compro. O que los libros viejos son para paladares exigentes o para bolsillos vacíos. De ambas cosas he participado, en momentos muy diferentes de mi vida. Por cierto, ahora ya regateo como mi padre, sin ningún pudor.
Durante años, a todo el que ha paseado conmigo por la vieja Barcelona le he llevado a conocer la librería Canuda. También llevé a Asís G. Ayerbe, el amigo y fotógrafo que me hizo mis primeras fotos para Planeta. Fue durante un día gélido por una Barcelona radiante. Terminamos, después de comer en un japonés, donde siempre. Pasamos un buen rato allí, haciendo fotos, curioseando, entrando y saliendo, admirando. Creo que Asís consiguió bastante material. Entre todas las fotos que hizo, me mostró una, mi preferida desde ese instante, que robó sin que yo me diera cuenta. Desde entonces, esa foto está en la cabecera de este blog (y creo que ahí va a estar mucho tiempo aún). No sólo porque reúne mis dos pasiones: ese hombre tan alto capaz de besarme así 13 años después. Y los libros, esos libros que nos contemplan, esperando, pacientes, a que algo ocurra. También porque es una foto maravillosa, como lo son todas las que surgen de la mirada de Asís
Desde hoy, esa foto también es una leyenda. El escenario donde se tomó ha dejado de existir. Y yo tengo la sensación de que estas son las cosas que nos acercan a la muerte: cuando tu paisaje desaparece, cuando los lugares donde fuiste feliz se alejan, te conviertes en una paradoja de ti mismo, en alguien que sólo tendrá pleno sentido cuando se diluya también en el olvido.


* Las imágenes que ilustran estas palabras son del fotógrafo mataronés Ramon Manent, cuyo trabajo admiro desde hace tiempo, y a quien le agradezco que me las haya prestado para esta ocasión.

26 de noviembre de 2013

Compartir el Silencio

Hoy os traigo una preciosa -y muy reflexiva- reseña de Tengo tanto que contarte.
Lo mejor de esta novela son sus lectores, ya lo digo yo.



17 de noviembre de 2013

12 de noviembre de 2013

Habitaciones rumanas


11 de noviembre de 2013

Supermami de noviembre


9 de noviembre de 2013

El teléfono (microcuento)


Un amigo anticuario nos regaló un teléfono antiguo. 
Pensamos que no funcionaría pero funciona. A la perfección. El timbre pertenece a un tiempo en que los sonidos eran más puros y las cosas más sencillas. Es un poco impertinente.
Ayer, de madrugada, me despertó una llamada. Al otro lado escuché con dificultad una voz que me llamaba por mi nombre.
-¿Quién es? -pregunté, adormilada.
-Su bisabuelo solicita una conferencia desde el más allá, ¿acepta?
-No -repuse-, es muy tarde. Voy a despertar a toda mi familia. 
-De acuerdo, lo notifico -dijo la operadora, con voz nasal, antes de colgar.
No he conseguido pegar ojo en toda la noche. 
No me separo del teléfono.

8 de noviembre de 2013

El valor de un libro


Comparto con vosotros el precioso punto de libro que ha hecho este año
la Fundación Germán Sánchez Ruipérez de Salamanca.
El oso domesticado por un niño y un libro pertenece a Noemí Villamuza..

6 de noviembre de 2013

De joven promesa a autora consagrada en tres temporadas

Los seres humanos nunca estamos contentos de lo que somos (menuda verdad de perogrullo para iniciar un post). Viene a cuento, sin embargo, del prólogo que ha escrito Juan Gómez Bárcena para su antología (estupenda, necesaria y muy bien editada) Bajo treinta (Salto de Página). Dice allí Juan que los autores de 30, 35, 40 e incluso más deben cargar con la denominación de "joven promesa" de la narrativa, cuando en realidad no son promesas, sino realidades bien consolidadas. Advierte que pudiera estarse produciendo un fenómeno de alargamiento del tiempo en que se considera a un autor "joven promesa" (lo discutiría, pero me parece interesante el planteamiento). Y deja claro que tal calificación molesta a quienes la sufren, claro. Por supuesto que molesta. Es odiosa.

Lo cual me llevó a pensar en la cantidad de veces en mi vida en que he sido presentada como "joven promesa". Comenzando por aquella época en que efectivamente lo era. En 1998 -a los 28- gané el Ateneo Joven de Sevilla. Por supuesto, no hubo periodista, presentador ni colega que no me endilgara la calificación. A mí me molestaban mucho, por diversas razones. Creía que había escrito ya mucho para seguir considerándome una "promesa". Tenía media docena de libros en mi haber, y eso me parecía muchísimo. Lo de joven me molestaba también, aunque por razones extraliterarias. Crecí deseando ser mayor. Y ahora que al fin lo era, nadie lo reconocía. 
Cuando en 2002 publiqué en Seix Barral Aprender a Huir, aún no me había curado. Tenía 32 años, pero la crítica continuaba considerándome joven y promesa. Qué cansino. Y con la siguiente novela para adultos (El síndrome Bovary, 2006, 36 años ya), seguíamos erre que erre, mal que a mi me pesara cada vez más. El sintagma "joven promesa" me provocaba urticaria. Comenzaba a ser madura. Y promesa no me lo consideraba en absoluto, claro. Aquellas dos palabras no me definían en absoluto y tenía todo el derecho a despreciarlas.


Creo que la primera vez que alguien se refirió a mí como "autora consagrada" fue en la web de editorial SM, después de que me dieran el Premio Barco de Vapor. Fue para vapulearme (creo que también fue una de las primeras veces que me vapulearon en público, por cierto). Yo estaba muy emocionada de haber ganado un premio como ése, de cuya nómina forman parte tantos autores admirados. Llevada por la emoción, curioseé entre los comentarios que habían dejado los internautas en la página oficial donde se anunciaron los nombres de los dos ganadores (el Gran Angular se lo llevó Antoni Garcia Llorca) y me topé con una protesta de alguien a quien desagradaba mucho que "este tipo de premios" se los lleven "autores consagrados" y no otros jóvenes y por descubrir, como él mismo. 
Autores consagrados. ¡Y se refería a mí!

Me dieron ganas de decirle: No, no, yo no soy una autora consagrada, te equivocas. Sigo temiendo no ser capaz de hacerlo, sigo escribiendo a ciegas, sigo dejándome llevar por la ilusión, por el entusiasmo de compartir, por la magia de las palabras. Soy la misma que empezó, cargada de dudas. Lo único que ha pasado es el tiempo. No quiero ser consagrada porque parece que significa que todo está hecho. Y yo no quiero tenerlo todo hecho, porque disfruto haciéndolo todos los días.

Detesté el adjetivo desde ese mismo instante. Con todas mis fuerzas. Si no dije nada fue porque me di cuenta que con este adjetivo, "consagrado", ocurre lo mismo que con la calificación de "joven promesa". No eres tú quien la decide, sino los demás. Ambos tratan de cómo te ven los demás, no de cómo eres en realidad.
De modo que ya veis lo que pasa. Sin yo saber cómo, en sólo tres años pasé de joven promesa a autora consagrada. Yo no lo entiendo y sigo desmintiéndolo. Por eso os exhorto a que no hagáis caso. Y también a que leáis la antología que ha dado pie a esta entrada de hoy.


* Las imágenes corresponden: 1) Artículo en la revista Época "La cantera femenina de las letras" y publicado en octubre de 1999, donde a Marta Sanz, Begoña Huertas y a mí se nos consideraba "jóvenes promesas" al borde de los 30. 2) Incluso mi buen amigo Javier, el mejor librero del mundo, me considera no sólo "consagrada", sino también "afamada", y lo dice en su estupendo blog. Uf. Lo que hay que aguantar.