6 de febrero de 2014

Improvisación con bibliotecario


Hoy quiero rendir un homenaje a los bibliotecarios recordando una de las anécdotas más divertidas y absurdas que he vivido a lo largo de mi vida como escritora. A los 24 años decidí presentarme a un premio literario en castellano. Hasta aquel momento había escrito y publicado exclusivamente en catalán y decidí intentarlo en mi otro idioma materno. Elegí un concurso suculento que se convocaba en Laguna de Duero, provincia de Valladolid (suculento porque pagaban 100mil pesetas de la época y publicaban la obra en un cuadernillo no venal): Las Justas Poéticas, se llamaba. Presenté un cuento que había escrito después de una visita a La Habana. Mi cuento gustó, gané y me invitaron a la entrega de premios, que se celebraba en la Plaza Mayor del pueblo en plena fiesta mayor, a finales de agosto. 
Me presenté allí, muy emocionada, a recibir mi premio. Pero a la hora de empezar con el acto oficial de entrega, surgió un imprevisto. Las reinas de las fiestas -unas señoritas muy guapas y vestidas como de novias- debían acompañar del brazo a los ganadores del concurso literario. El desfile debía recorrer la distancia entre el Ayuntamiento y la plaza. La reina de las fiestas del año en cuestión iba junto al ganador de la modalidad de poesía. Al narrador debía acompañarlo la reina de las fiestas saliente, es decir, la del año anterior, que seguía reinando, en segundo plano.
Resultó que el concurso no lo había ganado nunca una mujer y nadie había previsto que lo hiciera. Con muy buen criterio, a alguien le pareció que la reina de las fiestas y yo no quedábamos muy bien desfilando agarradas del brazo. Empezaron a buscar una solución de emergencia, pero no había tiempo. La música ya sonaba en la calle, y las autoridades comenzaban a salir. Por suerte, andaba por allí el bibliotecario del pueblo (y muy elegante, si la memoria no me falla). Alguien decidió ponerle a mi lado y decirle que me ofreciera el brazo. Así que pude unirme al desfile en el último momento, acompañada del sorprendido bibliotecario (y gracias a él). 
De esto hace 20 años y estoy segura que en este tiempo otras muchas mujeres habrán ganado el premio y que el bibliotecario ya tiene tanta experiencia como las reinas de las fiestas en desfilar el día de la fiesta mayor. Y yo guardo un gran cariño a las Justas Poéticas, mi primer premio en castellano.




4 de febrero de 2014

¡Chocolate!



Me encanta compartir con vosotros esta foto. Es el equipo al completo de la Agencia Literaria Sandra Bruna. De derecha a izquierda: GeorginaNatàlia, Sandra, Maria Rosa, Gemma, Laura y Marta. Y detrás, Toni. Ah, y Joan detrás de la cámara. 

El viernes pasado celebraron el Premi Ramon Llull con este chocolate con bizcochos, que me da mucha envidia. Durante nuestro día a día les agobio tanto que me hace muy feliz que hayan tomado chocolate a mi salud. Espero que les supiera muy dulce. 



* * *

Aprovecho para compartir esta entrevista de Daniel Heredia a Sandra. Respuestas inteligentes y secretos de buena profesional. Si la hubiera leído cuando comenzaba, habría entendido un montón de cosas que tardé mucho en comprender. Podéis leerla completa, AQUÍ.


3 de febrero de 2014

Sexis

Antes de la nostalgia *


En los últimos meses he pasado mucho tiempo conversando con chocolateros. De las muchas historias que me han contado, me quedo con una nostalgia: la de cuando de niños iban a ver los escaparates de la desaparecida pastelería Mora y admiraban las «monas» escultóricas concebidas por Joan Giner, uno de los nombres que brillaba en la Barcelona de los 60, considerada la capital del chocolate artístico. Los escaparates de la confitería Mora, en la Diagonal, gozaban de tal popularidad que era necesario un guardia para organizar las colas de gente que se formaban en la calle, frente a ellos. «Hoy en día ya no quedan lugares así», me decía el genio del chocolate Enric Rovira.
         Hoy en día nos quedan los escaparates, evocadores pero discretos, de Chocolatería Fargas. «Una tienda de barrio», la llaman quienes trabajan allí desde hace cuarenta años. De barrio, sí, de este barrio universal que es Barcelona. Imposible resistirse cuando se pasa por la puerta. Entrar, oler, cerrar los ojos. Pensar cuánta gente antes debe de haber hecho lo mismo. Admirar el molino que se conserva en su interior, único y en funcionamiento. Tal vez comprar algo para disimular, para no quedar mal. Por ejemplo, trufas, o chocolate para preparar a la taza. A mí me gusta dejarlo en el armario un par de días, esperándome. Es bueno que las tentaciones nos esperen un poco. También me gusta celebrar la llegada del invierno, la estación más chocolatera, con una taza de chocolate de «can» Fargas.
         Últimamente evito pasar por algunos lugares. O paso mirando hacia otro lado. Son sitios que me duelen, que me ofenden: el número 4 de la calle Canuda o el 3 de Ronda Sant Pere, por citar sólo dos. Al evocarlos recuerdo la nostalgia de Enric Rovira, y le comprendo. La nostalgia, sin embargo, llega siempre más tarde, cuando el dolor y la ofensa se han diluido y dejan paso a la resignación. De momento, sólo conocer la noticia de que a la chocolatería Fargas le quedan once meses de vida no siento ninguna nostalgia. Siento rabia y tristeza al pensar que aquel paquete de papel blanco amarrado con un cordelito dorado sólo me acompañará un invierno más. Después, ya veremos cómo vuelvo a pasar frente al número 16 de la calle del Pi.

* Artículo aparecido en La Vanguardia el 2 de febrero de 2014

1 de febrero de 2014

Mi Ramon Llull en imágenes