En los últimos meses he pasado
mucho tiempo conversando con chocolateros. De las muchas historias que me han
contado, me quedo con una nostalgia: la de cuando de niños iban a ver los
escaparates de la desaparecida pastelería Mora y admiraban las «monas»
escultóricas concebidas por Joan Giner, uno de los nombres que brillaba en la
Barcelona de los 60, considerada la capital del chocolate artístico. Los escaparates
de la confitería Mora, en la Diagonal, gozaban de tal popularidad que era
necesario un guardia para organizar las colas de gente que se formaban en la
calle, frente a ellos. «Hoy en día ya no quedan lugares así», me decía el genio
del chocolate Enric Rovira.
Hoy
en día nos quedan los escaparates, evocadores pero discretos, de Chocolatería
Fargas. «Una tienda de barrio», la llaman quienes trabajan allí desde hace
cuarenta años. De barrio, sí, de este barrio universal que es Barcelona. Imposible
resistirse cuando se pasa por la puerta. Entrar, oler, cerrar los ojos. Pensar
cuánta gente antes debe de haber hecho lo mismo. Admirar el molino que se
conserva en su interior, único y en funcionamiento. Tal vez comprar algo para
disimular, para no quedar mal. Por ejemplo, trufas, o chocolate para preparar a
la taza. A mí me gusta dejarlo en el armario un par de días, esperándome. Es
bueno que las tentaciones nos esperen un poco. También me gusta celebrar la
llegada del invierno, la estación más chocolatera, con una taza de chocolate de
«can» Fargas.
Últimamente
evito pasar por algunos lugares. O paso mirando hacia otro lado. Son sitios que
me duelen, que me ofenden: el número 4 de la calle Canuda o el 3 de Ronda Sant
Pere, por citar sólo dos. Al evocarlos recuerdo la nostalgia de Enric Rovira, y
le comprendo. La nostalgia, sin embargo, llega siempre más tarde, cuando el
dolor y la ofensa se han diluido y dejan paso a la resignación. De momento,
sólo conocer la noticia de que a la chocolatería Fargas le quedan once meses de
vida no siento ninguna nostalgia. Siento rabia y tristeza al pensar que aquel
paquete de papel blanco amarrado con un cordelito dorado sólo me acompañará un
invierno más. Después, ya veremos cómo vuelvo a pasar frente al número 16 de la
calle del Pi.
* Artículo aparecido en La Vanguardia el 2 de febrero de 2014
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