3 de febrero de 2014

Antes de la nostalgia *


En los últimos meses he pasado mucho tiempo conversando con chocolateros. De las muchas historias que me han contado, me quedo con una nostalgia: la de cuando de niños iban a ver los escaparates de la desaparecida pastelería Mora y admiraban las «monas» escultóricas concebidas por Joan Giner, uno de los nombres que brillaba en la Barcelona de los 60, considerada la capital del chocolate artístico. Los escaparates de la confitería Mora, en la Diagonal, gozaban de tal popularidad que era necesario un guardia para organizar las colas de gente que se formaban en la calle, frente a ellos. «Hoy en día ya no quedan lugares así», me decía el genio del chocolate Enric Rovira.
         Hoy en día nos quedan los escaparates, evocadores pero discretos, de Chocolatería Fargas. «Una tienda de barrio», la llaman quienes trabajan allí desde hace cuarenta años. De barrio, sí, de este barrio universal que es Barcelona. Imposible resistirse cuando se pasa por la puerta. Entrar, oler, cerrar los ojos. Pensar cuánta gente antes debe de haber hecho lo mismo. Admirar el molino que se conserva en su interior, único y en funcionamiento. Tal vez comprar algo para disimular, para no quedar mal. Por ejemplo, trufas, o chocolate para preparar a la taza. A mí me gusta dejarlo en el armario un par de días, esperándome. Es bueno que las tentaciones nos esperen un poco. También me gusta celebrar la llegada del invierno, la estación más chocolatera, con una taza de chocolate de «can» Fargas.
         Últimamente evito pasar por algunos lugares. O paso mirando hacia otro lado. Son sitios que me duelen, que me ofenden: el número 4 de la calle Canuda o el 3 de Ronda Sant Pere, por citar sólo dos. Al evocarlos recuerdo la nostalgia de Enric Rovira, y le comprendo. La nostalgia, sin embargo, llega siempre más tarde, cuando el dolor y la ofensa se han diluido y dejan paso a la resignación. De momento, sólo conocer la noticia de que a la chocolatería Fargas le quedan once meses de vida no siento ninguna nostalgia. Siento rabia y tristeza al pensar que aquel paquete de papel blanco amarrado con un cordelito dorado sólo me acompañará un invierno más. Después, ya veremos cómo vuelvo a pasar frente al número 16 de la calle del Pi.

* Artículo aparecido en La Vanguardia el 2 de febrero de 2014

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