5 de marzo de 2007

Una libertad propia

Fui una niña bastante aburrida, cuya máxima aspiración en la vida era crecer para dejar de ser una niña. El mundo de los adultos me seducía, todo lo que quería ser de mayor era, precisamente, eso: mayor. En mi universo doméstico y familiar, los libros desempeñaban un papel muy importante. Y para mí eran ventanas que miraban al mundo, a un mundo ancho y ajeno que era todavía un enorme misterio por resolver, pero también eran la única forma de rebelión, de trasgresión, que podía permitirme, un reducto de intimidad donde nadie dictaba sus normas ni nadie venía a imponerme nada. Leyendo, al revés de lo que solía ocurrir con el resto de actividades que llenaban mi existencia, era completamente libre. Y también escribiendo podía serlo, como descubrí de inmediato.
Una vez conquistado ese espacio único de libre albedrío, no toleré que nadie me lo arrebatara. Así, pronto me revelé en el colegio como una díscola lectora a quien, sencillamente, no le daba la gana leer lo que mandaban al resto de la clase. La literatura para jóvenes importada -nuestros autores apenas empezaban entonces a cultivarla y, desde luego, no tenía la resonancia que tiene ahora- me sonaba a artificio sin interés; la infantil pertenecía a una etapa superada: yo leía a Dostoyevski, a Byron y a Wilkie Collins. Recuerdo que de los dos primeros pensaba, cuando conocí sus biografías, que nos parecíamos: Ellos también habían desoído las normas que otros les dictaban.
Pronto descubrí lo que mis padres no deseaban que leyera. Descubrí el sexo en Crónica del alba, de Ramón J. Sénder y me enamoré de Garcés, su protagonista. Creo que fue mi primer enamoramiento. No conozco otro caso de amor verdadero por un ser de ficción. Y poco después llegué a La sonrisa vertical, claro, y mi despertar sexual fue teórico, arrebatado, clandestino y de la mano de los libros, como casi todo en mi vida. Fue literario muchos años antes de ser, digamos, empírico.
Si he contado esta ristra de intimidades no ha sido para responder de un modo categórico a la cuestión de si se debe intervenir en los contenidos de los libros para jóvenes, sino para ilustrar con el ejemplo que mejor conozco —el propio— de qué manera una sarta de lecturas que los educadores, los padres y muchos editores considerarían inadecuadas no han hecho de mí un ser deleznable, ni siquiera un ser atormentado, sino alguien capaz de vivir en sociedad y distinguir, a grandes rasgos, entre el bien y el mal. Sinceramente, creo que hubiera sido mucho más perjudicial para la niña insípida que fui, que también en ese terreno, el de los libros, el de la ensoñación, hubieran estado los omnipresentes adultos guiando mis pasos en todo momento. Entonces no hubiera dispuesto ni siquiera de esa mísera parcela de libertad, no habría sentido que cometía el peor de los pecados leyendo bajo las sábanas Historia de O, y probablemente me habría parecido que leer era una actividad gris, como lo era el resto de mi existencia. Probablemente exagero: no digo que no pueda ser de otro modo. Digo que para mí fue así. Aún ahora, la adulta que soy, y aquí no cabe la imaginación, sabe huir de la realidad a través de las ventanas abiertas al mundo que son los libros. Leer sigue arrebatándome, transportándome, llenándome de felicidad. Los libros me enseñan tanto como cuando el mundo entero era un misterio por descubrir, y ahora sé que esa sabiduría es inagotable si escojo bien mis lecturas. Y sigo leyendo como quien vulnera una norma, y eso me llena de placer: cuántas veces dejo de lado lo que debo leer, de lo que esperan con urgencia un comentario en mi periódico, para sumergirme, como cuando era una niña, en los libros que realmente me apetecen. Leer —y escribir, ahora ya sí, plenamente— es mi parcela conquistada de libertad, esa que siempre queda cuando todo falla, esa que nadie puede arrebatarme. Y todo eso lo aprendí de niña, mientras mis padres —lo supe luego— hacían la vista gorda.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

"¿Cómo quiere que un escritor sea púdico? Es el oficio más impúdico del mundo; a través del estilo, de las ideas, de la historia, de las investigaciones, los escritores no hacen otra cosa que hablar de sí mismos, y además con palabras. Los pintores y los músicos también hablan de sí mismos, pero lo hacen con un lenguaje mucho menos crudo que nosotros. No, señor, los escritores son obscenos; si no lo fueran, serían contables, conductores de tren, telefonistas, serían gente respetable."(Higiene del asesino, Amélie Nothomb)


"Son los lectores-rana. Constituyen la inmensa mayoría de los lectores humanos y, sin embargo, no descubrí su existencia hasta muy tarde. Soy tan ingenuo. Creía que todo el mundo leía como yo; yo leo igual que como: no significa únicamente que lo necesito, significa sobre todo que entra dentro de mis cálculos y que los modifica. Uno no es el mismo si ha comido morcilla que si ha comido caviar; uno tampoco es el mismo si acaba de leer a Kant (Dios me preserve de hacerlo) o a Queneau. Por supuesto cuando digo “uno” debería decir “yo y algunos más”, ya que la mayoría de gente emerge de Proust o de Simenon sin inmutarse, sin haber perdido ni un ápice de lo que eran antes y sin haber adquirido un ápice de más. Han leído, eso es todo: en el mejor de los casos, saben “de qué se trata”.(…)Uno nunca es el mismo después de leer un libro, aunque sea del modesto Léo Malet: un Léo Malet le cambia a uno. Después de leer a Léo Malet , uno ya no mira a las chicas con impermeable como las miraba antes."(Higiene del asesino, Amélie Nothomb)

[ Domingo 14 de enero de 2007 http://oralidadvsescritura.blogspot.com/index.html Me han ahorrado teclear.]

leo dijo...

Preciosa entrada. a mi también me ha recordado a mi infancia. Y a mi presente, en cierta forma.¡Cómo libera escribir! Aunque obligue a enfrentarse a los propios demonios...y también a los ajenos..
Un saludo

Anónimo dijo...

"escribir, ahora ya sí, plenamente"

guapa, ja hi ets :)

miwok dijo...

Brindo por los libros leídos a escondidas...:-)

Anónimo dijo...

En mi caso, también la lectura, y posteriormente la escritura, fue un acto de liberación de pequeño. Recuerdo que mi padre no me dejaba bajar a la calle hasta que me supiese la lección del día. Yo me encerraba en el cuarto, viendo a mis amigos jugando a la pelota desde la ventana, sin poder salir, y entonces descubrí a Bécquer. Abría el libro de las rimas o el de las leyendas y lo colocaba entre las hojas del libro de texto y así pasaba las horas. No podía soportar la visión de mis amigos jugando y yo enclaustrado. Mediante esta práctica descubrí que, cuanto más tiempo pasaba encerrado, menos aguantaba mi padre para preguntarme después la lección de carretilla, de lo cansado que estaba. De esa forma fui adentrándome en el mundo de los libros de la estantería del salón, que mi padre compraba como una manera digna de rellenar los huecos de las estanterías del mueble bar de un trabajador. Aquellos libros fueron mis primeros tesoros, puesto que de los ocho hermanos que éramos sólo yo los manejaba y a mi padre no le preocupaba en absoluto que un mero objeto decorativo fuera a dañar a su progenitor. Así cayeron en mis manos los Cuentos de las mil y una noche, la novelas de Verne y Stevenson, el decamerón y muchos más que me abrieron el camino a otras lecturas que me han traído hasta hoy. Ahora recuerdo aquellos días con cierta nostalgia, sobre todo por la forma en que me sumergía en la lectura, como si me fuese en ello la vida.
Saludos.
http://www.enunblog.com/Aguirre

Anónimo dijo...

Lo mejor de las primeras lecturas era la absoluta ignorancia de lo que nos íbamos a encontrar... Carecíamos de prejuicios contra autores, géneros... Uno leía ¡de todo!

Yo elegía los libros por los títulos, según lo sugerentes que me parecían. Y puestos a agradecer, yo he de agradecer al Círculo de Lectores que hizo que mis padres tuviesen en el salón un "pupurrí" de lecturas la mar de surrealista.

En cuanto al sexo... ¡Qué lástima no haber encontrado más en su momento! ¡Con que ansía releía yo determinados pasajes que me inspiraban no sabía yo bien qué!

Ay, bendita inocencia. ;-)

Antonia Romero dijo...

Para mí era un deporte duro, casi de competición. Nadie más leía en casa, conseguir los libros era harto difícil y no estaba muy bien visto. Me miraban como si estuviese mal de la cabeza por preferir leer a irme con las amigas "por ahí".

Quizá por eso, entre los libros y yo hay una relación tan especial, tan dulce y tan sentida.

Un saludo.