2 de noviembre de 2007

Un viaje a Sant'Agata (minicuento quasi-inédito y de fantasmas)


La primera vez que puse los pies en la Villa Verdi de Sant'Agata me dije: «En este lugar sólo se puede ser músico o estar muerto».
Fui hasta allí con Alicia, que en aquella época ya coleccionaba réquiems famosos. El de verdi —«la misa de difuntos más operística o la ópera más fúnebre de la historia de la música», solía decir— era de sus favoritos.
«Verdi compró esta casa en un momento de felicidad, éxito y producción máximos y se instaló en ella con Giuseppina Strepponi, una soprano que acababa de retirarse de los escenarios. El compositor vivió aquí hasta su muerte, en el año 1901, aunque ésta no se produjo entre las paredes de su casa, sino en un hotel, en Milán», decía nuestra guía, que Alicia iba leyendo en voz alta mientras avanzábamos por las diferentes habitaciones del que fue el hogar de los Verdi.
—Giuseppina fue muy popular. Debía su fama no sólo a su talento musical, sino a su tempestuosa relación con el tenor Napoleoni Moriani, con quien tuvo dos hijos. Él nunca los reconoció como propios, por cierto —me informaba Alicia.
No me pareció que el rastro de Verdi hubiera quedado suspendido en el aire de aquellas habitaciones. El de Giuseppina, en cambio, se adivinaba en cada rincón, en la colocación de cada pequeño ornamento. Nos detuvimos frente al retrato de un perro que colgaba de una de las paredes del salón. Llevaba un ridículo lazo azul en la cabeza.
—Es Lulú —explicó Alicia—. Le tenían mucho afecto.
En un claro del jardín visitamos con toda solemnidad la tumba de Lulú.
«Alla memoria di un vero amico», rezaba la lápida.
—Debe de estar muy solo alguien que dedica palabras como éstas a una mascota —pensé en voz alta.
—¡Ya lo creo que lo estaba! —añadió Alicia—. Hacía tiempo que se había quedado sin ni un rival. Donizzetti, Rossini... todos habían muerto. Él era el último de los compositores de su tiempo. Ese fue el estado de ánimo con que compuso el Réquiem.
Me dije: «¿Acaso hay alguien más solo que aquel a quien ya no le quedan enemigos?».

* * *

Tropecé en la puerta del lavabo con un hombre de porte distinguido. Vestía chaqué y llevaba alcuello un pañuelo de seda deslucida. Cuando entré en la sala del piano le encontré intercambiando opiniones con mi mujer.
—¿Quién es? —le pregunté a ella, en cuanto el hombre continuó su camino.
—No lo sé. Dice cosas preciosas sobre el Réquiem. Y se nota que es alguien que entiende. Me cae bien —dijo ella.

* * *

Nunca he creído en estas cosas y no puedo achacarlo más que al efecto de la casualidad pero ayer era ya muy tarde cuando cayó en mis manos el suplemento de viajes de un periódico nacional y tropecé con el artículo que me ha llevado a toda esta rememoración. Hablaba del fantasma de Villa Verdi, un asunto muy apropiado para leer en la madrugada durante la cual, se supone, las ánimas de todos los difuntos deambulan a sus anchas por el mundo de los vivos. Casualidad o no, lo leí asombrado. En el artículo una periodista cuyo nombre me sonaba de otros trabajos, aseguraba haber fotografiado —por casualidad, decía varias veces— a un espectro que se apareció en la sala del piano de Villa Verdi, en Sant'Agata.
Cuando Alicia se dio cuenta de qué era lo que centraba mi atención desde hacía un rato, se quitó las gafas pausadamente, dejó el libro que leía sobre su regazo aboatinado, y dijo:
—Ahí dice que es Moriani, pero yo no lo creo.
Su seguridad me causó cierta sorpresa.
—Es el hombre que conocimos allí, ¿te acuerdas? —añadió—. Creo que tú tropezaste con él en el aseo.
Miré la foto que ilustraba el artículo. No se distinguía nada. Por lo menos, a simple vista. No niego que necesito revisar la graduación de mis lentes, pero dudo que un escéptico como yo hubiera logrado ver al espectro ni en el sillón de pruebas de un óptico.
—¡Es Manzoni! —aseguró mi mujer, presa de una repentina excitación—, ¿no lo ves?
Ni siquiera sabía de qué estábamos hablando. Para empezar: ¿estábamos hablando?
—¡Alessandro Manzoni! ¿Cómo es posible que no le recuerdes? —continuó—. Hablaba muy bien y dijo cosas preciosas acerca del Réquiem. Conversé muy poco con él, qué lástima. Pero, claro, en aquel momento no podía sospechar quién era.
La miré desde una enorme distancia.
—¡Manzoni, caramba! ¿Estás tonto? —dijo ella, pasando de la exaltación a la regañina (típico de Alicia)—. ¡El escritor romántico! ¡El de "Los novios"! —describió un gesto impreciso con el brazo en dirección a los miles de volúmenes que se amontonan en nuestra biblioteca—. Su novela está por ahí...
Yo seguía sin reaccionar como ella deseaba, al parecer.
—Me explicó que él se había investido en conservador no oficial de la memoria de Verdi (aunque le llamó «maese Giuseppe»). Dijo que tenía con él una deuda eterna —mi mujer hizo una pausa. Me miró—. ¿Comprendes? ¡La deuda es el Réquiem! ¡Lo que te estoy contando pone los pelos de punta!
Permanecí atento, procurando que se me pusieran los pelos de punta para complacer a mi dulce Alicia.
—Aquel hombre dijo que lloraba cada vez que escuchaba el Réquiem. Le confesé que a mí también me pasa. Y él dijo: «Cómo se lo agradezco, señora, ahora también tengo una deuda eterna con vos, por recordar». Sólo eso. Luego, se fue. Se esfumó, diría yo. ¡Qué caballero más especial!
Alicia dejó escapar un suspiro tan romántico como el caballero que lo había motivado.
Antes de volver a sumergirse en su lectura, añadió una frase más:
—¿No es encantador, que los fantasmas lloren al escuchar su propia misa de difuntos?

1 comentario:

Anónimo dijo...

"Libera animas omnium fidelium defunctorum
de poenis iferni.
Fac eas, de morte transire ad vita"
(Requiem, G. Verdi)
A Giuseppe le habría fascinado tu cuento, seguro!