Leo en Las bibliotecas perdidas, de Jesús Marchamalo (Renacimiento, 2008) que Faulkner escribió Mientras agonizo sobre una carretilla de minero vuelta del revés, cuando trabajaba en la mina. Que Valle-Inclán se aposentaba de vez en cuando a escribir en un banco del madrileño parque del Retiro o que Robert Graves tenía en su casa de Mallorca una habitación especial donde absolutamente todo, excepto los enchufes y los interruptores, estaba hecho a mano.
Pero el que más ternura despierta es, sin duda, Raymond Carver, quien a falta de tranquilidad en su casa a menudo escribía en el coche.
Virginia Woolf se construyó su habitación propia con lo que ganó con su novela Orlando. Nadie como ella habló de la importancia que tiene para los escritores disponer de un rincón donde trabajar. Una mesa, un poco de música y mucho silencio. Ese es mi ideal de habitación propia. Como a veces el silencio en casa es muy caro de conseguir, lo busco en monasterios. Este mes de agosto, alterno mi vida familiar multitudinaria con la monástica y silenciosa. Creo que son existencias que se desquician mutuamente, pero de momento no se me ocurre otro modo de trabajar mejor que éste. Tal vez debería probar el coche.
Por cierto, sospecho que Carver estaría muy incómodo, pobre. Ahora entiendo por qué sus cuentos son un ejemplo de brevedad. Tal vez no fue capacidad de síntesis, sino dolor de riñones.
La imagen de hoy: a través de la lucerna de mi habitación propia.
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